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Capítulo 1

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ANA se agarró a la crin del caballo, bajó la cabeza y dejó que el animal la guiara por el prado cubierto de rocío. El aire frío de Montana le quemaba las mejillas, pero no se detuvo. Temía romperse en mil pedazos si se detenía. Y Analeigh Maria Slater siempre estaba en calma; siempre tranquila. No tenía más remedio. Era la hija mayor y, desde el abandono de su madre, la responsabilidad de sus hermanas menores recaía sobre ella.

Cuando por fin llegó a su destino tiró de las riendas. La yegua no quería parar, pero al llegar a la vieja cabaña terminó cediendo. Ese era el sitio al que solía ir cuando era niña y necesitaba estar sola… cuando necesitaba pensar… cuando necesitaba llorar.

Bajó del caballo. Las piernas casi le fallaron al dar con el suelo. Llevaba mucho tiempo sin montar y ese día se había esforzado mucho. Después de atar a la yegua a un poste, subió el escalón que llevaba al porche. Empujó la puerta con el hombro y entró.

La cabaña era tal y como la recordaba, humilde y pequeña. Tenía una única habitación, con un fregadero y una bomba de agua, una estantería con latas de conservas… Había una hilera de camas sujetas a la pared opuesta, con colchones sucios. El edificio tendría que haber sido derribado, pero había sido su tatarabuelo quien lo había construido al establecerse en el lugar.

Fue hacia una ventana y contempló esas vistas que siempre había amado. El exuberante prado estaba verde, cubierto de hierba fresca y de flores silvestres. Miró hacia las Montañas Rocosas, y entonces se volvió hacia Pioneer Mountain y el bosque nacional. En medio había cientos de kilómetros de tierras que pertenecían a los Slater. Era el rancho Lazy S, el orgullo de Colton Slater.

En otra época, ese rancho había sido el hogar de Ana y de sus tres hermanas, pero ya hacía mucho tiempo de eso.

Ana se limpió una lágrima. Con el problema de su padre… Se enjugó otra lágrima. ¿Qué iba a pasar? ¿Y si Colt no sobrevivía?

De repente oyó el sonido de unas herraduras al golpear el suelo. Alguien se acercaba. Ana se puso tensa. Unas botas en el porche… Se dio la vuelta, pero no sintió alivio alguno al ver a Vance Rivers, el capataz del rancho.

Era un hombre alto, con espaldas anchas. Llevaba muchos años viéndole cavar para fijar verjas, sin camisa… Tenía unos brazos fuertes, musculosos. Ana bajó la vista y se fijó en su abdomen plano, la cintura estrecha. Llevaba un sombrero vaquero negro que le tapaba casi todo el pelo y también los ojos, marrón café… Siempre la atravesaba con la mirada. La hacía sentir nerviosa, inquieta.

–Pensé que estarías aquí.

–Aquí estoy, así que no tienes por qué quedarte –le dijo y se dio la vuelta.

Había sido él quien la había llamado a primera hora para decirle que su padre había sufrido un derrame. Y después le había visto en el hospital. Era él a quien su padre quería a su lado. ¿A quién si no?

–¿No deberías estar junto a la cama de Colt?

A Vance nunca le había gustado esa sensación que se le agarraba al estómago cuando veía a Ana Slater. Todo ese pelo del color del ébano, su piel bronceada, latina, los ojos azules, brillantes… Era imposible no saber que era una Slater.

Respiró profundamente. Nunca le había caído bien a Ana.

–Es a ti a quien tiene que ver cuando se despierte.

Vance vio cómo se ponía erguida. Sus hombros parecían más rígidos que nunca.

–Mira, Ana, tú eres la única de la familia que está aquí para tomar decisiones.

Recordó a las otras hermanas, Josie, Tori y Marissa. Todas andaban por ahí después de haber terminado la universidad. Pero Ana seguía allí. Se había ido del rancho, pero no se había ido muy lejos. Se había establecido en el pueblo y trabajaba como psicóloga en el instituto. Estaba lo bastante cerca como para poder visitar a su padre cada vez que quisiera. De vez en cuando, ensillaba a su caballo favorito y se iba a cabalgar.

Ana se volvió hacia él por fin. Esperaba ver rabia en esos ojos azules, pero no vio más que tristeza y miedo. Una vez más, su cuerpo reaccionó. Después de tantos años, seguía teniendo efecto en él. Recordó aquel día, veinte años antes, cuando Colt Slater le había acogido en su casa. Tenía trece años. Slater le había dado un lugar donde vivir, su primer hogar, y solo le había impuesto dos condiciones: trabajar duro y no acercarse a sus hijas.

Vance siempre las había cumplido, por muy difícil que pudiera ser a veces.

–¿De verdad crees que Colt Slater me va a escuchar? –preguntó Ana–. Además, ni siquiera sé si puede oírme.

–Es por eso que tienes que estar ahí. Habla con el médico y averigua qué tienes que hacer. Un derrame no significa que no vaya a recuperarse.

Vance no sabía muy bien de qué estaba hablando. Ana sacudió la cabeza.

–Tú deberías estar allí, Vance. Papá querrá verte.

Aunque Colt fuera lo más cercano a un padre que había tenido, no podía tomarse más libertades de las que se había tomado ya. Colt necesitaba a sus hijas, lo supiera o no.

–No. Necesita a su familia. Tienes que traer a tus hermanas, y rápido. Ya es hora.

Una hora más tarde, Vance y Ana volvieron a meter los caballos en el granero. Después la llevó a Dillon, al hospital. Su padre había sido ingresado esa misma mañana.

Ana estaba de pie en la sala de espera. Acababa de dejar un mensaje en el buzón de voz para su hermana pequeña, Marissa. Tori y Josie por lo menos habían contestado a su llamada. Las mellizas le dijeron que las mantuviera informada, pero no se ofrecieron a viajar desde California. Ambas habían puesto el trabajo como excusa.

Todo dependía de ella entonces. Y no podía echarles la culpa. ¿Cuántas veces habían sido ignoradas por su padre?

–¿Señorita Slater?

Ana se dio la vuelta y vio al neurólogo, el doctor Mason. Iba hacia ella.

–¿Hay alguna novedad?

–No. Está estable desde que le trajimos esta mañana, y los resultados de las pruebas son alentadores. No estoy diciendo que el derrame no le haya causado secuelas en el lado derecho del cuerpo y también dificultades con el habla, pero podría haber sido mucho peor. Tiene suerte de haber podido venir al hospital tan deprisa.

Ana sintió un gran alivio. Sentía gratitud hacia Vance. Todo había sido gracias a él.

–Gracias, doctor. Esa es una buena noticia.

–Todavía hay mucho que hacer. Necesitará mucha rehabilitación para recuperar la mayor movilidad posible. Querríamos que fuera a nuestra unidad de rehabilitación, para poder mejorar sus habilidades motoras y el habla.

–Buena suerte con eso –dijo Ana–. Nadie consigue que Colt Slater haga algo que no quiere hacer.

–Entonces será mejor que empiece a convencerle de que lo necesita.

Antes de que Ana pudiera decir algo más, las puertas del ascensor se abrieron. Dentro estaba Vance.

Aunque no le gustara mucho tenerle cerca, Ana sabía que era la única persona a la que su padre estaría dispuesto a escuchar. Una ola de tristeza la invadió de repente al recordar todos esos momentos cuando Vance se llevaba toda la atención de Colt Slater, toda la atención que debería haberles dedicado a sus hijas.

Vance fue hacia ellos con esa confianza que le caracterizaba.

«Con una pizca de arrogancia ya tenemos al auténtico Vance Rivers», pensó Ana.

–Ana. Doctor –la miró–. ¿Sabemos algo nuevo?

–No. En realidad es mucho mejor de lo que esperaba –dijo Ana, y entonces le explicó todo lo que le había dicho el médico–. Tienes que convencerle para que vaya a la rehabilitación.

Vance se limitó a mirarla.

–¿Qué te hace pensar que tengo alguna influencia sobre él?

–Bueno, a mí no me va a escuchar.

El médico levantó una mano.

–Cuando llegue el momento, sea quien sea quien hable con el señor Slater, debe decirle lo importante que es la rehabilitación para su recuperación –se despidió y se marchó.

Vance no sabía muy bien por qué se veía involucrado en todo aquello. Ya tenía suficiente con el rancho. Y necesitaba la ayuda de Colt para muchas cosas. Además, no sabía cómo tratar a sus hijas.

–Mira, Ana. No deberías cargar tú sola con todo esto. ¿Por qué no vienen tus hermanas?

Ella sacudió la cabeza.

–No vienen de momento.

–¿Qué quieres decir?

–Lo que acabo de decir. No pueden venir a casa, ahora mismo. Quieren que las mantenga informadas.

Vance sabía que Colt nunca había estado muy unido a sus hijas. Siempre había dejado que Kathleen se ocupara de todo lo relacionado con las chicas. El ama de llaves y antigua niñera llevaba más de veinticinco años con la familia.

–Entonces vamos a ver a Colt –dijo Vance–. Por primera vez, espero que esté tan cascarrabias como siempre.

Colton Slater parpadeó y abrió los ojos. Miró a su alrededor. Trataba de acostumbrarse a la claridad de aquella habitación extraña. Reparó en el pasamanos de la cama, oyó el pitido del monitor… ¿Un hospital? ¿Qué había pasado? Cerró los ojos y buscó su último recuerdo.

Estaba amaneciendo. Había salido al granero para darles de comer a los animales. Le dolía el brazo desde que se había levantado de la cama. De repente había empezado a sentir mareos y había tenido que sentarse en una bala de heno. Vance estaba a su lado de repente, preguntándole si se encontraba bien.

No. No se encontraba bien en esa cama, con una aguja en el brazo, enchufado a varios monitores. Pero lo peor de todo era que no podía moverse. ¿Qué le pasaba? Trató de hablar, pero solo pudo emitir un gruñido.

–¿Señor Slater? ¿Señor Slater?

Oyó la voz de una mujer.

–Está en un hospital. Soy su enfermera, Elena García. ¿Le duele algo?

Una vez más, no pudo hacer más que gruñir.

–Le daré algo que le alivie.

Colt parpadeó. Se fijó en aquella belleza de pelo negro y entonces contuvo el aliento. Esa cara con forma de corazón, esos ojos almendrados… Abrió la boca.

–Luisa… –susurró y entonces ya no vio nada más.

Veinte minutos más tarde, Ana entró en la habitación de su padre. Al ver el monitor y la vía que tenía en el brazo, casi se dejó llevar por el pánico.

Se acercó. Colt Slater siempre había sido indestructible para ella. La antigua estrella del rodeo medía más de un metro ochenta y aún conservaba sus músculos. Todos esos años de trabajo en el rancho le habían mantenido en buena forma. Su pelo castaño tenía algunas betas blancas, pero aún seguía siendo un hombre atractivo, incluso con esas finas líneas alrededor de los ojos. Y ella le quería.

A lo mejor él también quería a sus hijas, a su manera. Ana sintió una lágrima en la mejilla y se la limpió.

–Oh, papá –tomó su mano grande. Estaba caliente.

Quería otra oportunidad para acercarse a él. ¿Tendría tiempo suficiente?

Una enfermera entró en ese momento y sonrió.

–Hola. Me alegra ver que el señor Slater tiene visita.

–¿Cómo ha estado?

–Se despertó no hace mucho.

Ana sintió un atisbo de esperanza.

–¿En serio? ¿No dijo nada? Quiero decir… ¿Fue capaz de hablar?

Una vez más, la enfermera sonrió.

–Dijo el nombre «Luisa». ¿Eres tú?

Ana contuvo el aliento al oír el nombre de su madre.

–No. No soy yo.

Soltó la mano de su padre y salió corriendo de la habitación. Todavía quería a su madre… Ana no fue capaz de contener las lágrimas al llegar a la sala de espera. Se echó a llorar. Por suerte, la sala estaba vacía.

De repente sintió una mano en el hombro y oyó esa voz tan familiar. Se secó los ojos y se dio la vuelta lentamente. Era Vance. Su mirada oscura la atravesaba. Vio compasión en sus ojos.

Sin saber muy bien lo que hacía, se echó a sus brazos. Le agarró de la camisa y escondió el rostro contra su pecho.

Vance luchó consigo mismo para no reaccionar de ninguna manera, pero era como dejar de respirar. Rechazar algo que había querido durante mucho tiempo y que sabía que no podía tener… La dulce Analeigh, en sus brazos…

Casi no le llegaba a la barbilla. Todas sus curvas se apretaban contra él, atormentándole. Movió las manos sobre su espalda, palpó su cuerpo delicado. Parecía frágil, pero no lo era. La había visto cuidar de sus hermanas durante años. Era ella quien terminaba las peleas, quien ayudaba con los deberes del colegio, quien las defendía ante Colt.

Nunca la había visto romperse como en ese momento.

–Oye, ¿qué pasa? ¿Colt está peor?

Vance se sacó un pañuelo del bolsillo de atrás. Se lo dio, pero ella mantuvo la cabeza baja.

–Vamos, dime. ¿Es Colt?

Ella sacudió la cabeza.

–¿Por qué estás así, Ana?

Ella le miró por fin. Tenía los ojos llenos de lágrimas y la cara hinchada, pero estaba preciosa.

–Dijo su nombre.

Vance frunció el ceño.

–¿Qué nombre?

–El nombre de mi madre. Luisa.

A Vance no le sorprendía.

–Ha sufrido un derrame. A lo mejor está confundido y no sabe ni dónde está.

Ella asintió. Dio un paso atrás, como si acabara de darse cuenta de lo cerca que estaban.

–Seguro que tienes razón. Lo siento. Es que lleva años sin hablar de mi madre. Pensaba que ya lo había superado.

Señaló la camisa de Vance. Estaba húmeda por sus lágrimas.

–Te la lavaré.

Cuando la llevó de vuelta al rancho ya era muy tarde. Había sido un día largo. La dejó frente a la puerta y entonces se fue al granero para ver cómo estaban los animales.

Ana se quedó frente a la casa un segundo y contempló la fachada. Llevaba meses sin entrar, pero Kathleen había insistido en que pasara la noche allí.

Subió los peldaños del porche. Colt había construido la casa para su mujer, Luisa Delgado. La historia de amor de sus padres había sido un torbellino romántico, y su madre había desaparecido poco después.

De eso hacía veinticuatro años.

Ana tenía cinco años entonces. Recordó a aquella mujer encantadora que abrazaba y besaba a sus pequeñas una y otra vez, la mujer que les contaba cuentos por las noches, la que estaba a su lado cuando estaban enfermas. Quería recordarla de esa manera. Quería borrar a la mujer que las había abandonado de repente. Su abandono les había destrozado, y su padre jamás lo había superado. Había dejado de ser su padre desde entonces.

Cruzó el umbral. Todo seguía igual, la enorme mesa de la entrada, adornada con flores frescas recién cortadas del jardín de Kathleen. Ana miró hacia la escalera de caracol, con el pasamanos de madera. Se adentró más en la casa. Pasó al salón. Había dos sofás de cuero frente a la chimenea. Definitivamente, era una habitación de hombre. El despacho de su padre era la siguiente estancia, y luego estaba el comedor, con las sillas altas y una mesa para veinte comensales. Siguió hacia su estancia favorita, la cocina.

Sonrió y miró a su alrededor. Los muebles blancos de siempre seguían allí. Habían sido pintados muchas veces a lo largo de los años para que mantuvieran intacto su brillo. Las encimeras eran blancas, y los aparatos eléctricos también. La cocina estaba impecable.

Kathleen entró en ese momento, procedente de la lavandería. El ama de llaves tenía cincuenta y cinco años y unos ojos castaños cálidos y amables. Su pelo había sido castaño oscuro en otra época, pero se le había puesto blanco con los años. Nunca se había casado, así que Ana y sus hermanas eran como los hijos que nunca había tenido.

–Oh, Ana, me alegro de que estés aquí. Espero que te quedes lo bastante como para que me dé tiempo a darte bien de comer y que engordes un poco. Niña, estás muy delgada.

–Peso lo mismo de siempre. Ni más ni menos.

Ana no sabía si quedarse en la casa era una buena idea. Tenía tantos recuerdos que quería olvidar. Pero así estaría más cerca del hospital, y como no había colegio en verano, no tenía que trabajar.

–Bueno, todavía tienes que engordar unos cuatro kilos y medio.

Antes de que Ana pudiera decir algo, alguien llamó a la puerta de atrás. Kathleen fue a abrir.

–Oh, hola, señor Dickson.

Ana vio entrar al anciano. Wade Dickson, tan elegante como siempre, llevaba su traje habitual. No solo era el abogado de su padre, sino también su mejor amigo. Habían ido juntos al colegio. El tío Wade les había dado más afecto a las chicas Slater que su propio padre.

Al verla, el anciano sonrió.

–Hola, Ana.

Estaba agotado. El día había sido muy largo.

–Hola, tío Wade.

Él se acercó y le dio un abrazo.

–Siento lo de tu padre. Estaba fuera de la ciudad cuando me dieron la noticia. Pero no te preocupes. El viejo Colt está hecho de una pasta resistente.

–Te agradezco que me digas eso.

El anciano soltó el aliento lentamente y la condujo al comedor. Se sentaron frente a la mesa.

–Odio hacer esto, Ana, pero tenemos que hablar de lo que vamos a hacer mientras tu padre se recupera.

–Vance es el capataz. ¿No puede ocuparse él del rancho?

Wade guardó silencio un momento. Era evidente que no le estaba dando toda la información.

–Eso es un arreglo temporal. He estado en el hospital y ahora mismo tu padre no está en condiciones de tomar ninguna decisión. Vosotras vais a tener que decidir qué hacer.

–Papá estará bien –dijo Ana–. El médico dijo… Bueno, va a necesitar algo de rehabilitación.

–Lo sé, y espero que sea así, pero, como abogado suyo que soy, tengo que cumplir con su deseo, para proteger su patrimonio y a su familia. Y ahora mismo Colton Slater no está en condiciones de estar al frente del negocio.

Ana sintió una taquicardia repentina.

–¿Qué tengo que hacer? ¿Tengo que firmar alguna nómina o algo así?

–Bueno, ante todo, Colt tiene un testamento, para que todo esto no recayera sobre ti. Tienes a un albacea que te va a ayudar.

–¿Quién?

Ana oyó que alguien hablaba con Kathleen. Un segundo después, Vance entró en la habitación.

–¿Ya se lo has dicho?

El abogado se volvió hacia ella. No tenía que decir nada. Ana ya sabía que su padre había escogido a Vance, antes de elegir a alguna de sus hijas.

–Entonces por fin tienes lo que quieres –dijo–. Ahora solo tienes que cambiarte el nombre por el de Slater.

Jamás te olvidé - Otra vez tú

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