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Capítulo 2

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VANCE trató de mantenerse impasible. Llevaba muchos años practicando y ya había perfeccionado la técnica para no mostrar sus sentimientos ante Ana.

–Voy a dejarlo pasar, porque sé que estás enfadada. Colt me nombró a mí porque he sido capataz del rancho durante los últimos cinco años. Esto no tiene nada que ver con que yo me haga cargo de todo.

Wade Dickson les interrumpió.

–Tiene razón, Ana. Las cosas no serían distintas si tu padre me hubiera nombrado a mí. Y créeme cuando te digo que me alegro de que no lo haya hecho. Ocuparse del Lazy S es algo de mucha envergadura, y no creo que quieras hacerlo sola. ¿No es así?

Ana no se dio por vencida.

–Nunca he tenido oportunidad –dijo, mirando a uno y a otro con furia–. Papá no tuvo ningún problema en poner a trabajar a sus hijas. Pero se aseguró de no dejarnos hacer otra cosa que no fuera limpiar establos y cepillar a los caballos. Y, si hacíamos bien nuestro trabajo, nos dejaba ayudar con el rodeo y el marcado del ganado. Sin embargo, en cuanto le parecía que nos convertíamos en un incordio, nos mandaba de vuelta a casa.

Vance apartó la mirada. Llevaba muchos años viendo cómo Colt ignoraba a sus hijas. Nunca había sido muy cariñoso con ellas, pero tenía que estarle agradecido por la oportunidad que le había dado. A veces le hacía trabajar más de doce horas al día, pero también había sido generoso.

–Colt no quería que os hicierais daño –dijo Dickson–. La vida en un rancho no es fácil.

Ana sacudió la cabeza.

–Ambos sabemos la verdad. Colton Slater solo quería hijos varones. Y desde luego no quería que sus hijas se inmiscuyeran en el trabajo de su adorado rancho –le lanzó una negra mirada a Vance–. ¿Y qué pasa contigo? ¿No quieres trabajar con una mujer?

Él frunció el ceño.

–¿Qué quieres decir con eso de «trabajar» exactamente?

Ella rodeó la mesa.

–Llevo esperando más de veinte años para sentirme parte de este sitio. Tengo la oportunidad y el tiempo necesario, porque no tengo que volver al colegio hasta el otoño, y tengo intención de emplear bien el tiempo. O me ayudas o te quitas de mi camino.

–¿De qué estás hablando?

–No vas a tener siempre la última palabra aquí. Mi padre me ha dado el cincuenta por ciento del control de este lugar.

¿Por qué se comportaba como si estuvieran en mitad de una guerra?

–Hasta ahora, la única persona que tenía el control era Colt –dijo Vance, tratando de mantener un tono neutral–. Él es el jefe. Tengo intención de cumplir con todos sus deseos, porque la situación va a ser temporal. Pero si quieres trabajar catorce horas al día y oler a sudor y a estiércol, adelante –echó a andar hacia la puerta, pero entonces se detuvo–. Y no esperes que os haga de canguro ni a ti ni a tus hermanas, porque el Lazy S depende de este rodeo –dio media vuelta y se marchó.

Ana se dio cuenta de que su reacción había sido demasiado brusca. Pero Vance Rivers siempre había sido esa espina que tenía clavada. Su padre siempre le había favorecido frente a sus propias hijas. De eso no había duda. Pero las cosas estaban a punto de cambiar.

Se puso un poco más erguida.

–Parece que voy a trabajar este verano.

Wade Dickson sacudió la cabeza.

–Creo que deberías llevarte mejor con ese vaquero, si no quieres que las cosas sean más difíciles.

Eso era lo último que Ana quería. No había olvidado a aquel Vance adolescente, con su actitud desafiante y provocadora. Era guapo y lo sabía. Aquel día, cuando la había acorralado contra la pared en el granero y la había besado, no volvería a repetirse. Pero tampoco iba a salir corriendo como un conejo asustado.

Ana parpadeó. Volvió al presente.

–El problema de mi padre no ha hecho sino empeorar las cosas. Pero no voy a ignorar mis responsabilidades para con él y con el rancho.

Wade sacudió la cabeza.

–Espero que Colt valore tu lealtad, pero no seas testaruda. No creas que puedes arreglártelas tú solita. Será mejor que empieces a llevarte bien con Vance. Solo así funcionaran las cosas –suspiró–. Además, deberías pasarte por mi despacho mañana. Tengo algunos detalles que repasar contigo.

–¿Qué detalles?

–Pueden esperar hasta mañana, pero no mucho más. Trae a Vance contigo.

A Ana no le gustó la exigencia.

–¿Y qué pasa con tus hermanas? ¿Cuándo vienen?

–Ahora mismo no. De momento cuenta conmigo nada más.

Ana trató de hablar con convicción, pero en realidad no sabía ni por dónde empezar.

Una hora más tarde, ya en el granero, Vance se puso a cepillar los flancos de su caballo castaño, Rusty. Estaba enfadado, sobre todo consigo mismo. Se había dejado provocar por ella, una vez más. ¿Cuántas veces se había dicho a sí mismo que debía olvidarse de ella? Ella no quería saber nada de él, y no era de extrañar. Llevaba años viendo cómo su padre le favorecía, cómo le dedicaba la atención que debería haber sido para sus hijas.

Muchas veces había querido decírselo a Colt, pero le estaba muy agradecido como para reprocharle algo. Colton Slater le había acogido en su casa cuando no tenía adónde ir.

Vance ya tenía que cargar con el estigma de un padre irresponsable. A Calvin Rivers no le duraban los trabajos y se bebía la nómina entera cuando encontraba a alguien que estuviera dispuesto a contratarle. Su madre se había cansado y un día había hecho la maleta para no volver jamás.

Empezó a cepillar al caballo con más fuerza. Rusty se movía hacia los lados.

–Lo siento, chico –Vance acarició al animal y guardó el cepillo–. No quería tomarla contigo.

Salió del establo y se dirigió hacia el pasillo central del granero. Se detuvo un momento y habló con dos mozos del establo, Jake y Hank. Les dio instrucciones para el día siguiente.

Se despidió rápidamente y salió al exterior. Estaban en mayo y la noche era fresca. Ese siempre había sido su momento favorito del día. El trabajo había terminado. El sol se había puesto y los animales estaban preparados para pasar la noche.

Sabía que sus días en el Lazy S estaban contados. Ya era hora de marcharse. Tenía un terreno propio y había planeado marcharse en el otoño, después de la cosecha de la alfalfa. Pero el problema de Colt lo había complicado todo. Tomó el camino, rumbo a casa. A unos noventa metros estaba la casa del capataz. Cuatro años antes, Colt le había dado una casa de tres dormitorios al hacerle capataz del rancho, después de que Chet Anders se retirara. Vance tenía veintiséis años por aquel entonces y acababa de terminar la carrera.

Aminoró el paso al llegar a la casa. Había alguien en el porche. Se detuvo. Era Ana. Estaba sentada en el columpio. Era curioso. Durante años había soñado con encontrársela allí, esperándole.

–¿Quieres seguir arrancándome la piel a tiras? –le preguntó y encendió la luz del salón.

Ella le siguió, pero se detuvo en el umbral.

–No. Quiero hablar contigo, si tienes unos minutos.

Vance se volvió y vio su rostro de preocupación. Había visto su lado más vulnerable ese día en el hospital, pero Ana Slater también tenía una lengua afilada. Sin embargo, su cerebro estaba empeñado en fijarse en otras cosas; su cuerpo esbelto, sus caderas redondas, sus piernas largas escondidas bajo unos vaqueros desgastados. Tenía suficientes curvas como para volverle loco. Le hacía desear aquello que no podía tener. Tenía que olvidarse de ella si quería trabajar a su lado.

¿Por qué no era capaz de desear a otra mujer que no fuera ella? ¿Por qué no había sido capaz de seguir adelante? Tenía que olvidar a aquella chica que le había rechazado años antes. Seguía despreciándole.

–Atacas cualquier cosa que digo o hago. Incluso yo tengo mis límites.

Ana sabía que se había excedido un poco. No era Vance el causante de su problema con su padre.

–Te pido disculpas. Dejé que unos viejos sentimientos interfirieran con lo que hay que hacer a partir de ahora. Hay que llevar este rancho. Eso es lo que hay que hacer.

Él se echó a un lado y Ana pudo respirar por fin. Pasó por delante de un sofá y se detuvo junto a la ventana que daba al corral y al granero. Era mejor que mirar a Vance. Siempre la hacía sentir así cuando le tenía cerca. Era extraño, porque llevaba años sin acercársele, aunque tampoco le había dado oportunidad.

–¿Entonces quieres hacer una tregua?

Ella miró por encima del hombro y asintió.

–Wade dijo que tenemos que trabajar juntos –dijo, apresurándose–. Por el bien del rancho y para que mi padre se pueda concentrar en su recuperación.

–No podemos esperar milagros.

Ana no pudo evitar sonreír.

–Me conformo con que haga lo que hay que hacer para volver aquí cuanto antes –soltó el aliento–. Sé que crees que mi padre me da igual, pero no es así.

–Nunca he dicho eso. Sé que has venido a verle muchas veces –levantó una mano al ver que ella trataba de negarlo–. Y, no, Kathleen no te ha delatado. He visto tu coche en la casa, y también cuando vienes a montar a caballo. ¿Por qué no te quedaste nunca a hablar con Colt?

Ana sintió lágrimas en los ojos.

–Eso es un poco difícil. Mi padre no me recibe precisamente con los brazos abiertos.

–De acuerdo. Siempre ha sido un poco hosco, pero eso quizás cambie a partir de ahora.

Ana recordó aquellos tiempos felices cuando vivía con su madre, su padre y sus hermanas en el rancho. Todo aquello había cambiado de la noche a la mañana, con la desaparición de Luisa Slater. Se había llevado consigo todo el amor del Lazy S. Las gemelas, Tori y Josie, solo tenían tres años por aquel entonces, y Marissa todavía gateaba.

Si no hubieran encontrado la nota, hubieran pensado que la habían secuestrado. Pero no había duda. Luisa Slater no quería saber nada más de su marido ni de sus hijas. Ese mismo día, su padre se convirtió en otra persona y se aisló de su propia familia.

–Tenía cuatro hijas que necesitaban su cariño. Es como si nos hubiera echado la culpa de la desaparición de nuestra madre –dijo, fulminando a Vance con la mirada–. ¿Fue culpa nuestra?

Él sacudió la cabeza.

–No puedo contestar a esa pregunta, Ana. No conocí a tu madre. Solo conozco a la mía. Y April Rivers no tuvo ningún problema a la hora de hacer la maleta y marcharse.

Ana contuvo el aliento. No recordaba lo mucho que se parecían sus vidas.

–Lo siento, Vance. Lo había olvidado.

–Eso es lo que quiero que haga la gente, que olvide mi pasado –la miró a los ojos–. Es la única forma de seguir adelante.

Vance no quería remover el pasado.

–Mira, llevar el Lazy S no es cosa fácil. Pronto tendremos el rodeo. Si tus hermanas y tú queréis ayudar, no voy a impedirlo.

–Como he dicho, dudo mucho que mis hermanas vengan, pero yo sí quiero estar. De hecho, he decidido venirme a la casa, por lo menos durante el verano, o hasta que mi padre se recupere.

–Muy bien. El día empieza a las cinco y media.

Ana pareció sorprenderse.

–Quiero ir a ver a mi padre a las diez. Y Wade Dickson quiere que nos reunamos con él mañana por la tarde en su despacho.

–¿Por qué?

–No lo sé. Dice que tiene que repasar unos detalles con nosotros.

Vance asintió.

–Entonces será mejor que duermas un poco. Mañana va a ser un día muy ajetreado.

Ana asintió también.

–Te veo mañana por la mañana –se dirigió hacia la puerta.

Vance cerró los puños. Quería llamarla para que volviera, pero… ¿para qué iba a hacerlo? ¿Para decirle que siempre había sentido algo por ella? No. Para ella no era más que ese pobre chico al que su padre le había dado un lugar donde dormir.

A la mañana siguiente, Colt sintió el calor del sol sobre el rostro. ¿Se había quedado dormido? Parpadeó y abrió los ojos. Trató de enfocar. Ese no era el mayor de sus problemas. No podía moverse. Gruñó y trató de levantar un brazo. Alguien dijo su nombre en ese momento.

Se volvió hacia una hermosa cara. Contuvo el aliento, parpadeó de nuevo y entonces se dio cuenta de que era Analeigh. Se parecía tanto a su… madre. No. No quería pensar en Luisa en ese momento.

Trató de moverse, pero no tenía fuerza suficiente. ¿Qué le estaba pasando? Trató de hablar, pero no emitió más que un sonido indefinido.

–Todo está bien, papá. Estamos aquí contigo. Tienes que quedarte quieto.

Él volvió a gruñir.

–Por favor, papá, estás en el hospital. Has sufrido un derrame, pero vas a estar bien.

Colt no podía dejar de mirarla. Había alguien a su lado. Vance.

–Hola, Colt. Me alegra ver que ya estás despierto. Los médicos lo tienen todo controlado. Estarás en casa antes de que te des cuenta. Confía en mí. Todo está en orden en el rancho. Yo me encargo de todo. Simplemente descansa y recupérate.

Justo antes de mediodía, Ana subió a la camioneta de Vance y se dirigieron hacia el pueblo, rumbo al despacho del abogado. Todavía no era capaz de sacarse la imagen de su padre en esa cama de hospital. Tenía el pecho encogido por la emoción. Aquello tenía que ser muy duro para un hombre como Colt. Siempre había sido una persona vital, trabajadora. Pero todo eso había cambiado en un abrir y cerrar de ojos.

Ana se volvió hacia Vance. Se estaba tomando el café que había comprado en el hospital.

–Toma un poco de café. Parece que lo necesitas.

–Gracias –Ana agarró su vaso de papel y bebió un sorbo–. Está bueno.

–Es del puesto de enfermeras. Lo hacen ellas mismas.

Ana se imaginó a Vance Rivers en el puesto de enfermeras, flirteando con ellas para conseguir una taza de café.

–Gracias.

–Hablemos. Solo han pasado cuarenta y ocho horas desde lo de Colt y todavía está muy medicado. Tienes que confiar en que va a ponerse mejor.

Ana miró por la ventanilla. Contempló las tierras del Lazy S, las montañas en el horizonte…

–Parecía tan indefenso.

–Dale tiempo, Ana. Tienes que tener paciencia. No le agobies.

–¿Agobiarle? No tengo pensado agobiarle. ¿Cómo puedes decir algo así?

Vance levantó una mano del volante.

–Solo quería decir que es muy fácil saber qué pasa por tu cabeza. Se te ven las emociones en la cara.

–No puedo evitarlo.

–Tienes que intentarlo, porque Colt nos necesita para recuperarse.

Aminoró la marcha. Estaban cerca del pueblo de Royerton. Fueron por la calle principal y pasaron por delante de una pequeña tienda de ultramarinos, un supermercado y la oficina de correos.

–Eso es exactamente lo que tengo pensado hacer.

–Muy bien. A lo mejor deberíamos ceñirnos al tema del rancho, pero no mencionamos que vas a trabajar con los otros mozos.

–Como si a él le importara…

Vance aparcó frente a un edificio de oficinas de ladrillo.

–¿Pero qué me dices? Colt solo me puso dos reglas. Uno, trabajar duro, y dos, no acercarme a sus hijas.

Ana le miró con ojos de sorpresa. Vance sacó las llaves del contacto y bajó del vehículo. No iba a decirle lo difícil que le había resultado mantener esa promesa.

–No lo sabía –dijo ella cuando le abrió la puerta del acompañante.

–Hay muchas cosas de Colt que no sabes.

Ana tomó la mano que Vance le ofrecía y salió a la acera.

–Eso no es culpa mía.

–No he dicho que lo fuera –Vance abrió la puerta del despacho del abogado y la dejó entrar primero–. Solo quería que lo supieras.

–¿Y qué pasa contigo? ¿Esa regla también era para ti?

Vance asintió. Se preguntó si recordaría lo que había pasado aquel día en el granero.

–Como sigues por aquí, supongo que nunca le dijiste que te lanzaste a por una de sus hijas en el granero –le dio la espalda y entró en el área de recepción.

–Vaya. No estaba solo aquel día. Hacen falta dos para lo que pasó. Si no recuerdo mal, había una jovencita por allí que iba detrás de un muchacho. No fue una buena idea. Ya sabes… Adolescentes efervescentes llenos de hormonas…

–Yo no era un hervidero de hormonas –dijo ella.

–Tú no, pero yo sí.

Wade Dickson salió de su oficina en ese momento y les recibió.

–Hola, Ana, Vance –sonrió–. Por favor, entrad y sentaos –Dickson rodeó el escritorio y se sentó frente a ellos. Abrió una carpeta, examinó unos documentos y entonces miró a Ana–. ¿Seguro que tus hermanas no vienen?

–Ahora mismo no. ¿Por qué?

–Como sabes, el Lazy S es una finca muy grande. Tu padre es dueño de casi todo. Pero hay una buena extensión de terreno que le ha sido alquilada al estado. Y hay pagos atrasados. Conseguí una prórroga del estado, pero así solo hemos ganado unos meses para reunir el dinero. Y, si no lo pagáis, otra persona podría pedir las tierras.

Ana miró a Vance.

–Entonces hay que pagar ese dinero.

–No hay suficientes fondos.

Jamás te olvidé - Otra vez tú

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