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La sutil preparación de los guerreros
ОглавлениеEl pequeño Orozimbo Baeza fue obligado a devorar el cuerpo de Cristo cuando tenía tan solo ocho años de edad. Realizó la operación bajo el ceño contraído de su padre, durante la ceremonia de su primera comunión. Esta se llevó a cabo en el Convento Metropolitano de San Francisco, que alzaba su severa arquitectura en el costado sur de la Alameda de las Delicias, en el casco central de la ciudad. Antes de llevarla a cabo, recibió una esmerada instrucción, durante varias semanas, para aprender la técnica de disolver en la lengua el físico torturado de ese señor muerto en la cruz. Fue entonces que tuvo el primer contacto con el aspecto carnicero y caníbal de la religión de sus padres, y con las extrañas ceremonias en las que los sacerdotes alzaban sumisas copas de plata para beber la sangre de su dios. No podemos saber si el niño lo interpretó como una situación simbólica, o como un acto que, a lo largo de muchos años, impulsó las acciones más expresivas, vitales y personales de su carácter. También las más verdaderas, pues surgían, como el ardiente vapor de los géiseres, desde el fondo dividido de su espíritu. El modus educando tenía mucho que ver con la violencia que caracteriza a la especie humana, por más que disfrace de símbolos sus representaciones fundamentales. No es lo mismo que un niño bese el rostro o la sombra del rostro de su dios, a que devore su cuerpo y beba su sangre, o presencie cómo otros la beben, ataviados de la cabeza a los pies para una parafernalia orgiástica. Esto lo pensó en voz alta tiempo más tarde, según testimonio del Corregidor Fernando de Villegas, que visitaba a menudo la residencia de sus padres, y a quien el adolescente se unió en una fructífera amistad, pese a la diferencia de edades. El hecho que Zimbito Baeza (para sus jóvenes amigos) llamara la atención de Villegas alertó el acecho de algunas madres santiaguinas, que vieron allí una oportunidad a futuro cercano, relacionada con sus hijas casaderas, o en estado de merecer, como se decía entonces. Entre ellas estaba la madre de Josefina.
El año siguiente fue internado en un Colegio muy exclusivo que también administraban religiosos. No existía por entonces presencia apreciable de la educación laica, que se desarrolló en el país muchos años después, pese a las recomendaciones de algunos enciclopedistas europeos y sus contemporáneos filósofos o docentes.
La crueldad de los maestros para con sus alumnos excedía los límites de la normalidad, y ocasionaba no pocas veces, inauditos estragos en los espíritus infantiles, negras grietas que duraban años en cerrar, incluso cuando se hallaban ya a decenios de sus colegios de infancia y adolescencia. Tampoco era un misterio para nadie que algunos de estos alumnos fueron seducidos y violados por sus maestros, siguiendo hábitos ancestrales que procedían de ciudades de la alta cultura griega y quizás de metrópolis anteriores a ella, sin omitir, por cierto, las enseñanzas del Corán mahometano, muy explícitas sobre el particular. Mucho tiempo recordó Orozimbo el caso de un niño llamado Cipriano Musrri, que con frecuencia era atacado sexualmente por un sacerdote, profesor de religión, pues la agresión tenía lugar ante los ojos de todos los alumnos: el hombre de sotana abofeteaba a Musrri como si lo hubiera sorprendido en falta, y luego lo obligaba a penetrar por la fuerza en sus aposentos privados, de donde salía una hora después, con los ojos empapados en lágrimas y negándose a hablar. Cipriano Musrri se suicidó tiempo después de abandonar el colegio, quizás porque no logró sobreponerse, o siquiera comprender, el trauma ocasionado por el depravado docente eclesiástico. Por lo demás, nadie puso jamás coto a tales desmanes. Sin embargo, Zimbito tuvo la fortuna de escapar a semejantes desvíos conductuales de sus superiores, aunque convivió durante toda su instancia educativa con la zozobra de que un día tales despropósitos pudieran ocurrirle a él.
En ese mismo colegio fue adiestrado en la práctica de los deportes. Por ejemplo, le cubrían ambas manos con paños gruesos, atados a las muñecas, y lo incitaban a combatir contra un condiscípulo de su misma edad, protegido por idénticos adminículos. El resultado era siempre el mismo: narices sangrantes y más de una vez, fractura del tabique nasal o de algún dedo de las manos. Estas prácticas conllevaban efectos colaterales: algunos de los muchachos derrotados en las justas deportivas no olvidaban jamás que alguna vez fueron vencidos, ni tampoco olvidaron su cruento odio al vencedor, estado espiritual que se prolongaba mucho mas allá de las aulas.
A los catorce años ingresó a la Escuela Militar. Sus padres habían decidido que su carrera debía ser aquella. Allí las cosas se endurecieron, toda vez que la obsesión de la disciplina tomó caracteres de tortura: a las seis de la mañana saltaban de sus lechos, aturdidos por los gritos feroces de los instructores, para arrastrarse sobre el lodo, saltar altas cercas, colgar de cuerdas encima de pantanos, ducharse con agua de escarcha, y más tarde, comenzar a disparar contra blancos imaginarios. No sabían entonces que un día los blancos dejarían de ser imaginarios. Blindar el carácter y forjar la noción de disciplina, privilegiando la ciega obediencia a la verticalidad de los mandos y la noción de respeto y confianza para con sus nuevos superiores, estaban en la base de toda educación militar, según sus ideólogos. Es decir, respetar a ojos cerrados la infalibilidad de las órdenes impartidas desde un lugar invisible que, al parecer, se hallaba por sobre sus cabezas. El temple del joven Baeza se fortaleció, pero en él prevalecía una suerte de pureza intangible, escondida muy al interior de sí mismo, que lo incitaba a aislarse de sus compañeros en la medida en que estos crecían; y en los días libres, daban rienda suelta a sus instintos en porfiada gestación de madurar. Orozimbo prefería leer, asistir a interminables misas, cuyo lento y calculado desarrollo litúrgico le proporcionaba un extraño goce interior, inducido por el olor penetrante del incienso. O bien pasear con su uniforme siempre deslumbrante a lo largo de los senderos de las plazas, cubiertas por el ramaje de los tilos centenarios. Se trataba de un niño solitario y poético, a quien la recepción de juveniles cartas de amor lo hacía sollozar sobre su almohada. La poesía lo rondaba como un tábano y su espíritu se hallaba siempre al borde de estallidos emocionales que lo perturbaban, sobre todo, porque sabía que lo preparaban con el propósito de que ejerciera el infortunado oficio de la guerra. Según un irónico primo de su padre, estaba adecuando sus instintos para matar, violar, humillar, y castigar con la fuerza de las armas, a los otros, es decir, a los futuros enemigos. Lo inexcusable de la lógica militar en una comunidad civilizada puede enunciarse como sigue, decía el primo: primero, los hombres niños aprenden a matar, y luego, a descubrir o inventar los enemigos contra los cuales ejercitarán el poderío de su aprendizaje y las mortales enseñanzas recibidas. Y agregaba: un hombre de uniforme es un matador en potencia. Se le define como un hombre de armas, y en tales condiciones, como escribiera Pompeyo Cavalcanti, se trata de hombres en armas a los que hay que alentar a matar y no a escribir. Razón por la cual los soldados utilizan, a lo largo de sus existencias, muy poca tinta y muchísima sangre. De ahí la extraña dicotomía abierta en el espíritu de Orozimbo Baeza, futuro militar de la naciente república. Él, que amaba la soledad y la actitud contemplativa, estaba siendo empujado a aprender el oficio de las armas, es decir, preparaba sus manos y su corazón para ejercer donde fuera y a como dé lugar la violencia de la guerra, la misma que exaltan en grado superlativo los textos sagrados. Como citaba el erudito primo recordando las palabras de Cristo, que todos quisieran apócrifas: “No os equivoquéis: yo he venido a traer la guerra, y no la paz”.
Todo esto ocurría, desde luego, en la capital. Vivía en la casa de sus padres, y no tenía opción alguna de librarse de la voluntad de sus progenitores. Tal vez ellos no pensaron jamás que el niño quería otro oficio para realizar su vida, y aun así, de comprenderlo, no le habrían concedido la opción. Estaban seguros que en las vidas civiles también existe la verticalidad del mando, y los padres se sentían orgullosos de la decisión (no anhelada) de Orozimbo Baeza: ser un militar para servir a su patria, y en caso necesario, morir por ella. Aunque este había escrito a una de sus enamoradas adolescentes:
Quisiera escaparme de esto, pero no puedo. Todo está en contra. Mi sueño es navegar, irme lejos, encontrar costas distantes, gente nueva, paisajes que me deslumbren, playas y montañas llenas de sol y de mañana, y mañanas regadas de rocío. Gentes, o tal vez animales, a quienes amar. A cambio de ese sueño, tengo que aprender a matar y a sacrificar mi alma para siempre por un simple delito de obediencia. Porque es así, Marta: la obediencia ciega es un delito. Cuídate de esa trampa.
El hecho es que Orozimbo Baeza terminó sus estudios en la Escuela Militar con notas brillantes. Aquello tuvo lugar en el verano de 1861. Ya en el otoño, ante tales calificaciones, el Alto Mando había decidido enviarlo a la guarnición del Fuerte de Nacimiento, edificada sobre el flanco norte del río Vergara, que cuadras más lejos se vaciaba en el cauce del majestuoso río Bío Bío, pues se preparaba en secreto la última de las grandes guerras de Arauco, designada en el lenguaje político oficial como Pacificación de la Araucanía, y en el de sus historiadores-detractores, como el gran Genocidio de Arauco.