Читать книгу Los demonios de Serena - Paula R. Serrano - Страница 4
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ОглавлениеTodos los niños cuando son pequeños se encuentran felices en su ignorancia, no tienen preocupaciones de ningún tipo, solo el pensar a qué jugarán al día siguiente o con qué juguete lo harán, bien, pues yo no iba a ser menos que los demás.
Tengo muy buenos recuerdos, la gran mayoría de ellos en casa de mi abuelita; ella, para mí, era mi mundo, mi felicidad, ella se desvivía por verme sonreír cada día.
Yo no fui un bebé deseado, de hecho, fui un penalti por toda la escuadra. Por aquel entonces, mi madre era una cría, tan solo tenía diecinueve años y con esa edad no sabes ni lo que vas hacer con tu vida.
Mi padre es una persona para darle de comer aparte, él tenía veinticuatro años y era más bien la pieza de un puzzle que no sabía dónde encajaba.
En el momento que se enteró que le había hecho una barriga a mi madre, él decidió que no era su momento, que no estaba preparado para ser padre, cogió carretera y manta y dejó tirada a mi madre con todo su marrón.
Ella no entendía por qué le estaba sucediendo eso, ¿por qué el que tanto le decía que la quería, no le costó nada dejarla de esa guisa?
Mi madre tuvo que contar en casa lo ocurrido y la cosa no sentó muy bien. Ella procedía de una familia bien y le habían inculcado unos valores, pero, aun así, asumieron todo y decidieron tirar hacia adelante.
La barriga empezó a crecer y con ella los días se iban convirtiendo en infierno e incertidumbre; empezaron a aparecer sentimientos contradictorios, me odiaba a mí, se pasaba el día dándose puñetazos en la barriga, pero sobre todo se odiaba a ella misma por seguir locamente enamorada de él.
Ella se llevó varios golpes duros porque siempre se rumoreaba que él andaba con unas y con otras, sin respeto alguno por lo que estaba pasando, pero el palo más duro fue cuando le llegaron a los oídos de mi madre que él estaba liado con una amiga suya; una putada, vamos.
****
Los días fueron pasando y llegó el día en el que yo iba a nacer. Mi madre, una niña, y yo sin padre, así que decidieron inscribirme con los apellidos de mi abuelita. Sí, señores, ella cogió el rol de madre y el hermano mayor de mi madre, mi tío Fran, se inscribió como tutor legal mío, así tendría una figura paterna.
Así que, de esa forma, mi abuelita desde ese momento, fue mi madre «adoptiva» y mi madre se convirtió en mi «hermana mayor».
Quisiera matizar que mi madre es la que me dio la vida, pero sé que ella jamás se molestará porque yo hable así de mi abuelita. Ella sabía del vínculo tan fuerte entre nosotras.
Por fin había nacido y todo parecía que se había estabilizado, ya se hicieron a la idea de que yo estaba ahí y tenían que poner entre todos un poco de su parte.
Al decir todos, me vengo a referir a mi abuelita, mi abuelito, mi tío Fran, hermano mayor de mi madre y mi tío Jordi, el hermano mediano.
A los pocos días de llegar a casa, mi madre enfermó. Le dio una pancreatitis y la tuvieron que apartar de mí. Estuvo ingresada un tiempo y tuvo que dejar de darme el pecho; de repente, fue otro pequeño golpe para ella, lo pasó realmente mal.
Al poco tiempo, mi madre se recuperó, por fin estaba bien, y ya en casa empezamos la convivencia en armonía. Se notaba la ilusión, las caras de la familia ya no estaban tan tensas, era la alegría de la casa.
Todos los días a mi madre le gustaba dar un paseo conmigo con el carrito, pero lo que no sabía nadie es que algo inesperado estaba a punto de ocurrir.
Cuando yo cumplí los tres meses, a mi madre ya no se le veía tan amargada; no parecía la muchacha triste a la que habían abandonado, y ¿sabéis por qué?, porque la muy inconsciente se estaba viendo a escondidas con el prenda de mi padre, se ve que después de picar todas las flores que se le antojaron, le entró el remordimiento de conciencia y quiso conocerme, y a través de amistades en común hicieron posible el encuentro, parece ser que le entró la vena paternal de golpe y enseguida quiso hacerse cargo de mí.
Lo que todavía no entiendo es cómo después de todo lo que le hizo sufrir a mi madre, cómo pudo ella ceder a todo, el amor no hay quien lo entienda.
Un día de esos «paseos» de mi madre, ella se encontró en un parque con mi padre. Quedaron porque él quería llevarnos a ambas a su casa con sus padres para presentarme. Ellos no tenían ni idea de mi existencia y él, con su cara más dura, tiró hacia el pueblo.
Mis abuelos, por parte de mi padre, tenían un negocio familiar justo debajo de su casa y ahí mismo se encontraba en ese momento mi abuelo, el padre de mi progenitor. Entró mi padre conmigo en brazos y le dijo:
—Papá, ella es Serena, mi hija; y ella Paloma, su madre y mi novia.
Mi abuelo se quedó planchado, puesto que no se esperaba para nada que algún día se llegara a encontrar en esa tesitura, ya que siempre le dijo a mi padre: «Jamás vayas a aparecer por casa con una prostituta, una mujer de mala vida con vicios o con una mujer embarazada».
Así que, embarazada no fue, sino con la sorpresa ya del huevo en brazos.
Mi abuelo, como buen hombre, lo asumió todo con mucha cordura y me cogió a mí, que ya me habían dejado en el cuco y subió para casa, que estaba toda la familia reunida de comida familiar; puso el cuco en el centro de la mesa como si fuera el pavo de navidad:
—Os presento a mi nieta y a su madre.
La verdad es que, sorprendentemente, todos acogieron la noticia muy bien y me recibieron con los brazos abiertos, fue como si llegara la felicidad de golpe a casa.
****
Los días pasaban y mi madre me llevaba con frecuencia a ver a la familia paterna, y todo esto a escondidas de mis abuelitos. Entonces, llegó el día en que ella se hizo fuerte y valiente y soltó la bomba en su casa de que me había presentado a la familia de mi padre.
A mis abuelitos no les sentó nada bien lo que había ocurrido, sobre todo porque fue a escondidas, ocultándolo todo y ahora se enteraban con que los dos decidieron emprender la vida juntos.
No tenían muchos recursos, pero les había entrado el superamor y no querían seguir separados, ellos querían formar su propia familia. Mi abuelo, por parte de padre, fue a ver a mi abuelito, quería hablar seriamente de la actual posición de sus hijos, con el bebé ahora recién nacido, digamos que tuvieron una reunión de padre a padre.
Mi abuelo le propuso a mi abuelito que, ya que ellos habían decidido emprender sus vidas juntos y ya habían empezado mal, pues que se casaran, que él tenía un piso en el pueblo y por lo menos lo formalizaban todo.
Al abuelito al principio no le hizo mucha gracia, pero… qué iba hacer él, ¿negarse? Pues no, a él por encima de todo le importaba la felicidad de mi madre y que yo tuviera un padre. Después de muchos días de debate por el mismo tema, mi abuelito consintió.
Yo puedo decir que fui a la boda de mis padres, sí, señores míos, con tres mesecitos. Acudí a ese evento, donde estoy casi segura que un gran porcentaje de invitados fueron más bien apenados por la situación, por cómo había ocurrido todo; de hecho, yo he visto fotos y puedo asegurar que las únicas sonrisas que se ven son las de mis padres; el resto, unas caras muy largas…
Después de la boda, mi padre me reconoció y me puso sus apellidos, y se fueron a vivir al pueblo en el que mi abuelo Víctor tenía el piso preparado para ellos, así que me arrebataron de los brazos de mi abuelita, que, aunque yo no tengo consciencia de ello, seguro que le dolió como si le quitaran a un bebé de los brazos de su madre.
****
Yo me iba haciendo mayor y ya me iba dando cuenta de las cosas. Iba al colegio, bueno, a preescolar, todos los días de lunes a viernes, pero cuando llegaba el viernes me entraba el nervio por todo el cuerpo como si me fuera de excursión, que para mí sí que lo era, salía del colegio y cogía rumbo a casa de mi abuelita; ese día se convertía en el mejor de mi vida, por lo tanto, tuve muchos mejores momentos en mi existencia.
Mi abuelita viajaba mucho y siempre me traía algún detalle, que por muy insignificante que fuera, para mí era un tesoro. Un día me trajo el regalo de todos los regalos, me compró un traje de flamenca; yo tan solo tenía cuatro años, pero recuerdo a la perfección ese traje de volantes rojo con lunares blancos y flecos que me volvía loca, cada vez que entraba por la puerta de aquella casa lo primero que hacía era ir directa a la habitación donde se encontraba el traje y me lo ponía, solo me lo quitaba para ponerme el pijama y meterme en la cama. Recuerdo esa felicidad en mi cara, esa sonrisa imborrable, ahí estaba yo todos los días con mi traje de gitana y la canción de A bailar, a bailar de los Cantores de Híspalis y venga a dar vueltas haciendo como si bailara sevillanas.
Ese ritual se repetía todos los viernes; al salir del colegio llegaba allí y me dedicaba a ser feliz, ni más ni menos.
Creo que de todos los recuerdos que tengo el más bonito es ese, el llegar a esa casa, mi abuelita esperándome cargada con su tableta de chocolate Nestlé, la bolsa de palomitas dulces, el paquete de filipinos blancos, las lonchas de jamón de york recién cortadas de la charcutería de debajo de casa y cuando estábamos en temporada, una bolsa con dos kilos de habas para comérmelas a palo seco como si fueran pipas, yo no quería nada más, no quería juguetes, ni amigos, ni parque con columpios, nada, solo quería el sillón de la casa, compartir risas con mi abuelita y pasar las tardes jugando al tute o a la brisca. Fui una niña precoz en ese aspecto, casi aprendí antes a jugar al tute que andar.
Pero todo lo que sube baja, así que toda la magia se rompió, mi mundo se hacía pedazos cada vez que llegaba el domingo, mi felicidad se iba por la alcantarilla, era hora de volver a casa con mis padres, me convertía en un chimpancé que se enganchaba al marco de la puerta y no había quien me soltara de allí, y no solo me pasó una vez, fueron todos los domingos de todas las semanas hasta que me fui haciendo un poco más mayor, y entonces me tenía que resignar e irme por mi propio pie. Esos domingos los recuerdo como algo bastante traumático.
A todo esto, entre pataleta y pataleta, mi madre tuvo otro bebé, mi hermano Edu; él también fue fruto de un descuido, ya que a mis padres les gustaba mucho jugar a médicos y enfermeros sin protección, mi hermano tan solo se llevaba conmigo veintitrés meses y era un amor de bebé, pero tengo que decir que yo era celosilla y le hacía rabiar bastante. Me encantaba robarle los chupetes y cada vez que él intentaba quitarme algo de protagonismo, lo sacaba del ruedo de un plumazo, qué lástima de peque, en fin, cosas de jerarquías de hermanos.
Una mañana, Edu y yo nos levantamos antes que mis padres; yo era un poco listilla, bueno, bastante trasto, diría yo. Los dos nos fuimos al salón, y empezamos a ver dibujitos en la televisión que nos gustaban mucho; al rato, dejé a Edu en el sofá solo viendo los dibujos, mientras yo me iba a la cocina a buscar algo para poder desayunar. No vi nada interesante, solo el bote de colacao a mi alcance; lo cogí junto a dos cucharas y me dispuse a volver al salón con mi hermano para disfrutar de nuestro increíble desayuno juntos.
Me senté al lado de Edu, le ofrecí una cuchara, y él me miró con los ojos bien brillantes y atentos, como si le estuviera dando una piruleta grande, roja y apetitosa; estaba expectante a que yo abriera el bote, y una vez abierto, con ansia, introdujimos las cucharas en el bote. Le dejé a él primero, al fin y al cabo, era el pequeño y yo siempre cuidaba de mi hermano.
Edu se metió la primera cucharada en la boca y su cara esbozó una gigantesca sonrisa. Estaba encantado con la idea del desayuno que le había «preparado»; seguidamente de que Edu se tomara su primera cucharada y yo lo observara orgullosa de cómo lo hacía, me tocaba a mí, era mi turno. Quería disfrutarlo como él, e introduje la cuchara, haciendo el mismo procedimiento que Edu.
Cuando llevábamos unas cuantas cucharadas, nos aburrimos de tanto cuidado para no manchar nada, y los dos lanzamos las cucharas al sofá, y empezamos a meter las manos para coger el colacao a puñados y metérnoslo como animales en la boca. Teníamos colacao por todas las partes del cuerpo: cara, brazos, cabeza… mi pelo era una maraña llena de polvo de colacao y mi hermano directamente parecía una bolita de chocolate. El sofá estaba sucísimo, aunque nosotros nos estábamos divirtiendo de verlo todo así. Era como una fantasía, todo estaba lleno de chocolate.
No contenta con todo el desastre que habíamos formado, me fui de nuevo a la cocina a investigar qué mas cosas habría por allí. Me subí en la banqueta de la cocina para poder llegar a los armarios de arriba. Empecé a abrir las puertas de los armarios y a registrar todo en busca de algo nuevo que me apeteciera comer.
En un rincón de una estantería de los armarios, había una cajita pequeña de color blanca y amarilla. La cogí y cuando la abrí vi que habían tres tabletas llenas de «caramelos» dentro. Extraje una de las tabletas y presioné uno de los «caramelos» hacia abajo para sacarlo y poder comérmelo. Una vez conseguí sacarlo de la tableta, me lo metí en la boca y empecé a masticarlo; sabía a naranja, «estos caramelos le van a encantar a Edu», pensé. De un salto bajé de la banqueta y me fui corriendo al salón.
—¡Edu, Edu!, mira lo que he encontrado… ¡caramelos!
—Qué buena suerte, Serena.
—Toma, pruébalos, están riquísimos, saben a naranja.
Cogí la misma tableta de la que yo había sacado el primer «caramelo» y seguidamente empecé a sacarlos, uno por uno, y hacer un montoncito con todos ellos. Con avaricia, me los metí casi todos en la boca y empecé a masticar, mirando a Edu con un pelín de maldad; él enseguida me reclamó, entre gruñidos, que no era justo, también quería «caramelos». Como me daba un poco de pena verlo suplicar, de vez en cuando le daba uno, a modo de limosna.
Cuando nos terminamos la caja, los dos nos tumbamos en el sofá lleno de colacao y nos quedamos tranquilos viendo los dibujitos.
Pasado un rato, un grito que vino de la nada hizo que diéramos un respingo del sofá y nos pusiéramos firmes.
—¿Qué coño ha pasado aquí? —Era mi madre y estaba muy furiosa.
Rápidamente se acercó a mí sin yo tener tiempo a reaccionar y rápida como la luz me dio un tortazo que hizo que se me saltaran las lágrimas y me pusiera a llorar; seguidamente, se quitó una zapatilla y con ella le dio a mi hermano un zapatillazo en el culo, y cuando se giró para volver a darme a mí, conseguí esquivarla y me fui corriendo a mi habitación antes de que pudiera alcanzarme.
—Edu, vete con tu hermana a la habitación y no salgáis hasta nuevo aviso. —Oía cómo le dijo mi madre a mi hermano pequeño.
Él también entró llorando a la habitación, pero enseguida paró, y se consiguió calmar. Cuando los dos estábamos juntos, era como si fuéramos mas fuertes y podíamos con todo, hasta con los enfados de mi madre.
Al rato de todo el follón, mi madre volvió a irrumpir en la habitación, y lo hizo bastante sofocada; muy alterada, preguntó:
—¿Quién ha cogido esto? —Edu y yo nos mirábamos sin decir nada—. La caja estaba llena, ¿dónde están las pastillas? —el tono había pasado a ser de preocupación.
—¿No son caramelos, mamá? —le pregunté ingenua.
—¿Caramelos?, no, Serena, no son caramelos, esto son pastillas para medicarnos cuando estamos malitos —nos explicó a los dos llevándose las manos a la cabeza.
—No lo sabíamos, mamá, como sabían a naranja pensamos que eran caramelos —le dije a mi madre—. Bueno, como nos las hemos comido todas, no nos pondremos malos en mucho tiempo, ¿verdad? —continué diciendo.
—Sí, mamá estaban muy buenos —dijo Edu también en su tono más dulce.
—Por Dios, ¿os las habéis comido todas? —dijo horrorizada.
—Edu ha comido más que yo. —Le señalé con el dedo acusador.
—Mentirosa, yo solo he comido tres, tú te las has comido todas, ¡no me querías dar más! —Edu empezó a llorar de la rabia.
—Serena, dime la verdad —exigió una respuesta mi madre.
Yo me eché a llorar. La mentira ya no se sostenía y la verdad es que empezaba a no encontrarme bien.
Mi madre rápidamente fue a despertar a mi padre. Cuando él se enteró, lejos de regañarnos, lo que hizo es vestirse de un salto, cogerme a mí en brazos, mientras mi madre hacía lo mismo con Edu y nos llevaron al hospital.
Era un hospital bastante antiguo. Había muchas monjas. Nada más entrar, mi madre expuso lo que había sucedido y rápidamente nos llevaron a una sala llena de aparatos médicos y mucho personal. Yo empezaba a asustarme un poco, y mi hermano no paraba de llorar. Nos tumbaron en dos camillas.
Los médicos actuaron con rapidez. Mientras preparaban el instrumental para hacernos un lavado de estómago, una monja muy mayor se puso entre las dos camillas y empezó a hacer absurdas preguntas:
—¿Quién se tomó la primera pastilla? —preguntó.
Claro, yo estaba muerta de miedo e instintivamente alargué el brazo y otra vez con el dedo acusador apunté a mi hermano:
—Ha sido él. ¡Edu ha tomado más pastillas que yo!
—¡Mentirosa! Mamá, Serena es una mentirosa, yo casi no he comido porque no quería repartirlas conmigo —respondió Edu entre sollozos.
Entre tanto llanto, el mío y el de mi hermano, vi cómo la monja se quitaba ya de en medio, dejando así paso al médico que iba a realizarnos el tratamiento. Primero empezó por mí, ya que habían decidido creer a Edu, y sabían que yo había tomado más pastillas que él. Me metió un tubo por la boca que bajaba por la garganta y que llegaba al estómago, provocando así una serie de vómitos que ayudarían a expulsar todas las pastillas del interior de mi cuerpo.
Cuando terminaron conmigo, realizaron el mismo proceso con Edu. Yo lo pasé muy mal, no porque me doliera, sino porque no sabía vomitar y lo pasaba tremendamente mal; al escuchar llorar tanto a mi hermano, sufría bastante, me estremecía escuchar su llanto. En ese instante me sentí fatal por él, por mi culpa le estaban haciendo eso, yo era la mayor y se supone que debía cuidar de él. Al terminar con el tratamiento, creo recordar que entre mis vómitos contabilizaron catorce pastillas, y en el de mi hermano solo encontraron tres.
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Mi madre tuvo una época en la que se puso a trabajar en un despacho junto a mi tío Fran. Era bastante duro para ella, tenía que madrugar, arreglarnos primero a nosotros para llevarnos a casa de mis abuelos Víctor y Carmela, para que mi abuela nos llevara al colegio; seguidamente, ella tenía que coger dos autobuses para llegar a la oficina y todo eso antes de las nueve de la mañana, sí, era durillo, cuando llegaba el fin de semana, ella ni se lo creía.
La relación con mis abuelos Víctor y Carmela era buena. Mi abuela se encargaba de llevarnos al colegio por las mañanas y de recogernos por la tarde. Nos preparaba los bocadillos del almuerzo el día antes y los congelaba, y cuando nos íbamos a clase los llevábamos en la mochila descongelándose a lo largo de la mañana, de tal manera que a la hora del almuerzo el bocadillo estaba de muerte.
A mí me gustaba mucho la salida del colegio y ver a mi abuela en la puerta esperándonos con la merienda; siempre era o un bocadillo de pan con aceite y sal con dos lonchas de jamón york y una de queso, o una chocolatina llamada turrón Viena o un pan quemadito con un lingotín.
Mi abuela Carmela siempre me estaba diciendo que una buena ama de casa tenía que saber cocinar, planchar y coser bien, por lo tanto, casi siempre que estaba en su casa me la pasaba cosiendo, aprendiendo a hacer punto de cruz, ganchillo, punto con aguja gorda, un sinfín de cosas, aunque lo que más me gustaba era cuando le daba por hacerme un vestido nuevo e íbamos a la modista a que me hiciera los cortes de tela y me dejaba a mí ensamblar las piezas, eso sí me gustaba y no lo hacía por obligación... así me pasé unos cuantos años.
En el colegio me lo pasaba muy bien, tenía a mis amigas y cada una jugaba su papel; estaba la empollona que, a pesar de hartarse a estudiar, le daba tiempo de tocar el piano y el saxofón, siempre me preguntaba de dónde sacaba el tiempo; estaba la guapa de la clase, la típica niña a la que toda chica se quiere parecer; luego estaba la segunda de a bordo que no se apartaba de ella; y por último estaba yo, que no encajaba en ninguna de esas descripciones, pero sin entenderlo, ahí entré en ese círculo. También estaban las típicas chicas de relleno que iban todas en grupo detrás del clan de las guapas, pero jamás llegaron a entrar, pero yo sí, sé que lo repito, pero inexplicablemente me encontraba ahí.
Hicimos un grupo cerrado chulísimo, incluso teníamos un diario en común que nos lo pasábamos una vez la semana entre nosotras para escribir nuestras experiencias que habíamos hecho en esos días, si teníamos algún chico guapo a la vista o cosas parecidas.
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Conforme pasaba el tiempo, yo me iba fijando en ciertas cosas que antes no les daba importancia, mis amigas siempre estaban estrenando ropa nueva que sus padres les compraban con bastante frecuencia o cada dos por tres con zapatillas nuevas, y yo siempre reciclándolo todo de la ropa que le daban a mi madre y, con suerte, yo estrenaba unas zapatillas si mi abuelita me las regalaba para mi cumpleaños; entonces, en esos momentos, empezaba a darme cuenta de lo que significaba la clase social y aunque a mi abuelita y mis abuelos, yo los veía bien de todo, empezaba a comprobar que en mi casa faltaba algo. Estaba claro que mis padres no tenían tanto dinero como los de mis amigas y eso hacía que yo reciclara todas las cosas.