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Tenía nueve años y a esa edad la mayoría de niños hacen la comunión. Yo no iba a ser menos y, por supuesto, tenía ilusión por hacerla. Toda mi clase del colegio la celebrábamos juntos, la iba a hacer junto a mis dos mejores amigas: Olib y Aura. Las tres estábamos como si fuéramos tres princesas a las que fueran a coronar para ser reinas. A mí me encantaba pensar que iba a tener un día exclusivamente para mí; por un día, todas las miradas estarían clavadas en mí y eso me encantaba, pensar en eso me daba como un respiro de aire fresco al infierno que estaba viviendo en silencio.

Todo el mundo sabe, y si no lo cuento yo, que cuando vas hacer la comunión tienes que realizar un curso de dos años: la catequesis, donde aprendes los sacramentos, la palabra de Dios y todo eso. Si tenías más de «X» faltas de asistencia, pues no podías hacerla, a mí no es que me entusiasmara el hecho de ir a esos cursos para poder celebrarla, pero tenía que ir, ese evento se había convertido en lo más importante para mí, pero, si por culpa de mis padres faltaba al colegio… imaginaros a la catequesis.

Mi madre estaba en su etapa más calmada, pero, aun así, le costaba hacer ciertas cosas como llevarme allí. Yo tenía miedo de que por culpa de las faltas no pudiera hacerla y pensaba:

«Otro día más que no voy».

Al final ocurrió, lo que yo tanto temía se hizo realidad, el cura terminó enfadándose conmigo y me dijo que no podía hacer la comunión porque había excedido el límite de faltas.

Fue un golpe duro para mí, ya que no pensaba en otra cosa que en mi gran día. Era algo bueno que me iba a pasar en mucho tiempo y se me fastidió como casi todo.

Por aquel entonces, lo único bueno que tenía mi padre era que conocía a todo el pueblo, incluido al cura, así que fue y habló con él. No sé qué le contaría, pero el cura accedió a que yo tuviera mi día especial, a pesar de todas mis faltas de asistencia, permitió que pudiera hacerla.

Por fin podía seguir soñando y pensar en los preparativos.

Para ese día tienes que tener un sitio donde celebrarlo, un lugar donde reunir a todos los tuyos para invitarlos a comer en «un banquete», vamos, tipo boda. Era un momento muy importante de la celebración, el lugar tenía que ser grande, ya que eran muchos invitados los que iban a venir.

Un día vino mi padre muy simpático y me dijo que ya había conseguido el lugar perfecto para mi celebración, un amigo suyo tenía un restaurante especializado en celebraciones de bodas, bautizos y comuniones.

Al principio me quedé mosca porque pensé, si es amigo de mi padre… ¿cómo será el personaje?

Mi inquietud empezó a aparecer, y a mi cabeza empezaron a comérsela los demonios. Ya me venía venir el desastre del año, estaba realmente amargada con esos pensamientos rondándome la cabeza, pero mi madre me vio la cara y supongo que ya se imaginaba lo que yo estaría pensando y enseguida me tranquilizó. Me contó que era un antiguo amigo de mi padre de la infancia; al decirme eso, mi cuerpo por fin se relajó. Esa persona no tenía nada que ver con las amistades con las que andaba en esos tiempos, mi felicidad retomaba su posición, otra vez todo volvía a ir como la seda.

Mi abuela Carmela me iba a regalar mi vestido de princesa. Los días que tenía que ir a probármelo eran muy divertidos. Cuando me ponía el vestido parecía que flotaba por el aire, la verdad es que ese recuerdo es muy bonito porque en ese momento volvía a ser inocente, me permitía el olvidarme de todo y disfrutar de ese ratito vestida de princesa frente a un espejo con una sonrisa de oreja a oreja.

El caso es que ya se iba acercando el día y había que dejarlo todo listo y preparado: pagar el reportaje de fotos, los regalitos para los invitados… pero, sobre todo, dejar cerrado el tema del restaurante.

Teníamos una fecha límite para pagar la fianza del local, y ese día ya habíamos quedado con el dueño del sitio para ir y dejarlo todo zanjado y preparado para el gran día. El problema llegó cuando se iba acercando la hora y mi padre no acudía; y es que resulta que el muy simpático se pasó todo el día en el bar bebiendo hasta ponerse como solo él sabía hacer. Cuando mi madre, mi hermano y yo fuimos a buscarlo (mi hermana la tenían mis abuelos ese día), lo encontramos ahí metido en el bar donde él solía estar, con su pelotazo en la mano y simpático en exceso, rozando la agresividad.

Tuvimos que insistirle muchas veces para que dejara el vaso y nos fuéramos al restaurante.

Nos llevó un rato largo convencerlo pero, por fin, lo hicimos. Nos subimos todos al coche, entonces empezó a comportarse como un auténtico borracho. Nos dimos cuenta del error tan grave que habíamos cometido al subirnos en ese coche; él empezó a ponerse muy agresivo, a dar voces y a decir barbaridades. De repente, dijo que quería que nos muriéramos todos, que le habíamos arruinado el día. Empezó a dar volantazos con el coche tentando la suerte a ver si chocábamos con otro coche. Mi hermano y yo no llevábamos el cinturón de seguridad, en aquellos tiempos no estaba tan vigilado el tema de la seguridad vial, así que los dos parecíamos las piedras de una maraca: íbamos de una puerta a otra golpeándonos con todas las partes del coche. Mi madre ante esa situación, empezó a gritar, yo rompí a llorar del miedo y de la desesperación y sin más detuvo el coche de un frenazo, sin creerlo, llegamos sanos y salvos al restaurante.

Salimos del coche y mi padre entró al sitio como si nada, como si fuera el mejor padre del planeta. No se le notaba ni la borrachera; yo, sin embargo, entré abrazada a mi hermano, los dos temblábamos de miedo. Mi madre simplemente se quedó muda. Estuve un tiempo con dolor en el brazo, nunca dije nada porque solo quería olvidar ese infierno que pasamos, de hecho, no recuerdo cómo acabó esa noche. Quedé tan traumatizada que de ese día solo recuerdo el fatídico rato del coche.

****

Quedaba tan solo un día para el esperado evento. Esa noche, mi abuela Carmela me hizo una tila porque no me estaba quieta, no paraba de un lado para otro y, por supuesto, no me entraba sueño ni por asomo.

A las siete de la mañana estaba ya dando saltos, llevaba a mi abuela loca, había despertado a todo el vecindario.

La gente empezó a llegar a casa de mis abuelos paternos, yo dormí allí, ya que era como una pequeña tradición pasar ahí la noche antes, y yo estaba encantada por todo, por estar ahí, porque veía a la gente, y ya se iba caldeando el ambiente de fiesta.

Entre mis dos abuelas me pusieron el vestido de princesa y ya ahí en ese mismo momento me convertí en la estrella del día. Todas las miradas estaban puestas en mí, todos los piropos y cumplidos eran hacia mi persona, me sentía radiante.

Cuando llegamos a la iglesia estaban todos mis amigos y otros compañeros del colegio, pero lo más importante es que se encontraban mis amigas ahí esperándome. Creo que todas estábamos impacientes por ver nuestros vestidos y esperar que el nuestro fuera el más bonito, en el fondo todas lo pensábamos.

La ceremonia empezó, yo estaba muy nerviosa, inquieta porque tenía que hablar por el micrófono unas frases de la Biblia que no me había estudiado antes y aunque me gustaba ser una estrella, me daba miedo hacer el ridículo.

Llegó el turno de que Olib, Aura y yo dijéramos nuestras frases, respiré hondo y empecé a dar mis pasos hacia el púlpito que estaba pegado al altar. Cuando llegamos, primero empezó a hablar Olib, luego Aura y, por último, yo. Sentí como si un foco se encendiera en mi dirección enfocándome para que empezara la función y en ese mismo instante vomité toda mi frase de carrerilla sin respirar, para no tartamudear ni quedarme enganchada en ninguna frase, y para mi sorpresa, me salió genial. Miré al frente, sonreí y pensé, «pues ya está, lo he hecho», y muy satisfecha me coloqué en la fila de tres compuesta por mis amigas y yo; y otra vez nos pusimos en fila para colocarnos en nuestro sitio. Bajamos unos escalones para pasar por delante del altar y teníamos que volver a subirlo para llegar a nuestra posición. De nuevo, primero subió Olib muy bien la primera y luego Aura, la cosa está en que antes de que Aura subiera el último escalón, me aceleré yo y empecé a subir sin darme cuenta de que su vestido se había quedado debajo de mi pie; sí, amigos, le pisé el vestido de tal manera, que nos fuimos las dos de bruces al suelo y en ese momento se cumplió el pánico ese que me perseguía durante todo el día de hacer el ridículo. No me hizo ninguna gracia , solo quería levantarme y que la misa terminara pronto. Cuando retomé la compostura, me puse en mi sitio y miré a la gente que nos miraba y se reían, yo pensaba: «A ver, Serena, eres tú, ¿cómo llegaste ni siquiera a pensar que te iba a salir todo perfecto?», por un momento la vergüenza se apoderó de mí, pero tuve una lucha interna y me dije a mí misma: «No voy a permitir que nada me empañe mi día especial», y en menos que canta un gallo borré todo pensamiento negativo y conseguí disfrutar del momento.

Cuando terminó la misa, pasaron a realizar las respectivas fotos con los familiares, amigos y demás, al terminar de hacernos las fotos nos fuimos todos al restaurante.

Al llegar con mis padres al restaurante, se puede decir que en el momento que puse un pie en él, empezó mi reinado, porque fue así exactamente como me sentí: reina por un día. Mi madre estaba guapísima, perdió veinte kilos para el evento y mi padre, se portó muy bien, no perdió las formas en ningún momento. Entramos los tres por la puerta, todo estaba decorado y se veía precioso, la gente nos miraba, sobre todo a mí, me aplaudían y me gritaban: «¡Guapa!». Yo estaba encantada.

Comimos hasta reventar. Estaba todo buenísimo; fue una fiesta increíble, inolvidable, debo decir que en mi mesa, que era la mesa presidencial, estábamos sentados mis padres, mis abuelos y mi abuelita; con ella a mi lado, era perfecto del todo, la miraba y me sonreía guiñándome el ojo. Eran pequeños momentos tan especiales para mí que jamás podré olvidar.

Se nos hicieron las tantas en el restaurante y se acercaba la hora de cenar. Ya se había ido todo el mundo y solo quedábamos mis padres, mi hermano, los amigos de mis padres y yo. A mi hermana se la llevaron mis abuelos, porque todavía era un bebé. Nos fuimos a cenar al bar de unos amigos de ellos; a todo esto, iba con mi traje. En las comuniones siempre se tiene el segundo traje y yo también lo tenía, pero no lo utilicé ese día, yo no me quería quitar mi vestido hasta la hora de irme a la cama, solo lo iba a llevar ese día y quería disfrutarlo al máximo.

La noche se iba alargando cada vez más y estábamos de celebración y mis padres no iban a casa. Íbamos de sitio en sitio exhibiéndome y a mí me daba igual, ya que ese día no quería que terminara nunca. Acabamos el tour en un pub de un amigo de mis padres que lo cerró y nosotros nos quedamos dentro con el resto de los amigos de ellos. La noche terminó a las cuatro de la mañana subida en una mesa de billar, bailando, taconeando como si fuera un tablao flamenco.

Ese día brillé como las estrellas del cielo, y me encantó.

Los demonios de Serena

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