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Detrás de mi colegio había un descampado al que yo iba bastante con los amigos. Me quedaba embobada mirando un grupo de gente haciendo ejercicio y corriendo, me di cuenta de que yo quería hacer eso.

Era un club de atletismo. Le pedí a mi padre que me apuntara; la sorpresa fue que lo hizo. Nos apuntó a mi hermano y a mí.

Íbamos tres veces por semana al descampado a entrenar y los fines de semana nos acercábamos a las competiciones y disfrutaba mucho de ese ambiente. Me desahogaba corriendo y soltaba toda mi rabia en mi último esprint, procuraba estar entre las seis primeras y casi siempre hacía pódium. Era bastante buena.

Había un chico en el club que me sacaba unos años, pero sin darme cuenta, comencé a fijarme en él cada vez más, y sentía cosas que desconocía, las famosas mariposas. Él se llamaba Diego.

El era un chico moreno, alto y muy delgado, de hecho era un «larguirucho», muy feo, con el pelo cortado a capa y la cara entera llena de granos. No tenía ni un hueco libre, los granos le salían hasta de las orejas. No entendía cómo alguien con tal acné me pudiera llegar a gustar, no me lo explicaba.

Mis padres se hicieron muy amigos de los suyos y yo estaba encantadísima de eso, porque pasaba horas en su casa con él y nos hicimos muy amigos; eso para mí era increíble, algo «bueno» me estaba pasando a mí, no podía creerlo, aunque él a mí me veía como una niña y él se comportaba como lo que era, un adolescente.

Nunca me había dado cuenta de que Diego iba a mi colegio hasta que empecé a sentir las mariposas por él.

Tenía sueños imaginarios con él, que íbamos cogidos de la mano, que sentía las mismas mariposas que yo por él, pero al revés, él hacia mí.

En el colegio yo me quedaba a comer en el comedor, me gustaba mucho. Me hice la dueña de aquello, hacía lo que me daba la gana, pero lo que más me gustaba era esperar a las tres de la tarde que abrían las puertas y empezaban a entrar el resto de los alumnos, entre ellos, Diego, al que yo esperaba muy impaciente para verlo, acercarme a él para que me diera un beso en la mejilla. Era como un ritual para mí, él jamás me ponía pegas, al revés, era muy cariñoso conmigo y todos los días lo hacía.

A mi amiga Aura también le había empezado a gustar un chico del colegio, ella era menos tímida que yo, y sí que consiguió llamar su atención de otra manera, ya que al chico que le gustaba a Aura también le gustaba ella.

Aura y yo éramos muy buenas amigas, se puede decir que en esos momentos las mejores, decidimos escribir un diario que nos intercambiábamos cada día; una escribía todo lo que hizo ese día, y al día siguiente nos lo cambiábamos, las páginas empezaron a llenarse de corazones que ponían:

AURA SERENA

X X

AARON DIEGO

Hay que reconocer que con once o doce años éramos un poco dramáticas porque también manchábamos las páginas del diario con lágrimas cuando teníamos un mal día, en el que uno de los dos chicos no nos prestaba la atención que queríamos.

Pasaban los días sin muchos cambios; yo, «feliz» con mis sueños de amor con Diego y también me sentía dichosa porque la chica más popular de la clase era mi mejor amiga, aun sabiendo que mi vida resultaba algo complicada y mis padres bastante «especiales».

Un día en el entrenamiento con el club noté algo distinto. Sentí que Diego me trataba de una manera más distante de lo normal, me trataba como más niña todavía y no lo entendía, puesto que no había hecho nada para que cambiara la actitud conmigo. De repente, en ese mismo instante, sentí como si un rayo me partiera en dos, me quedé petrificada, con el estómago en la boca, como si de un puñetazo me lo sacaran por la garganta. Ahí estaba ella, Ari, una compañera del club de atletismo de la misma edad que Diego con la que yo me llevaba genial y me trataba con muchísimo cariño. Ella era un poquito más bajita que Diego, pero se la veía robusta, fuerte, era de esperar que cualquier chico se fijara en ella, tenía un culo respingón y unos pechos bastante pronunciados, se le marcaban con cualquier camiseta que llevara; yo, en cambio, era más plana que una tabla de planchar, mis garbancitos no tenían nada que hacer con aquellas montañas picudas bien plantadas.

Ese día algo era distinto, habían miradas cómplices, sonrisas, juegos entre ellos dos, me ignoraban, ya no contaban conmigo para las conversaciones y entonces me di cuenta de que ahí se estaba cociendo algo más que una amistad, quería llorar como cualquier adolescente con el corazón partido.

Ellos siempre lo negaban, incluso se molestaban cuando alguien les preguntaba si estaban juntos, pero yo les observaba y a mí no me engañaban.

Cuando íbamos a todas las carreras en el coche de mi padre, yo siempre corría para sentarme lo más pegada a Diego; lo miraba y él me sonreía con ternura, pero al otro lado se sentaba la otra, Ari, y a ella le daba la mano. Luego, se iban a entrenar antes de la carrera juntos y después de la carrera, cuando la competición ya había terminado, se iban los dos solos a pasear. Y yo, con mi madre que lo sabía todo sobre mis sentimientos hacia él, me consolaba mientras me hinchaba a llorar.

Un día fui a una tienda que por aquel entonces se llamaba «todo ha cien» y le compré una cadena con una cruz de Caravaca para que le diera suerte; con toda mi vergüenza me acerque a él y se la di. Lo recuerdo con mucha alegría porque la aceptó con bastante cariño y se la puso de inmediato y nunca se la quitaba. Cuando iba a las competiciones, se colocaba en el puesto de salida y siempre le daba un beso a la cruz. Casualmente siempre ganaba todo, me tenía eclipsada y yo era la niña más feliz del mundo porque llevaba puesta mi cruz de Caravaca.

Todo iba genial, hasta que un día, en uno de los entrenos, uno de los compañeros le dijo:

—¿Qué haces con eso en el cuello tan negro?

Es cierto que no era de plata, era chatarrilla de un «todo a cien», pero yo le dije una mentirijilla piadosa, pero el amiguito de turno le tuvo que decir que se lo quitara que se veía muy feo todo ennegrecido, que ni de coña era de plata. Diego, aun así, salió en mi defensa. Yo me escondí detrás de un coche de la vergüenza que me dio, pero él lo hizo muy bien, no se la quitó en el momento, supongo que lo haría para no ofenderme a mí, aunque después de ese día ya no se la volví a ver colgada del cuello; por supuesto, nunca le saqué el tema ni le hice preguntas de por qué no la llevaba.

****

Mis padres, de vez en cuando, hacían de las suyas en el club, sobre todo mi padre. Pensaba que conociendo a otro tipo de gente cambiarían, pero no, en cada sitio cuecen habas y hay ovejas negras por todas partes, y mis padres tenían poderes telepáticos para dar con ellos. La madre de Diego, sin ir más lejos, era muy parecida a ellos, por lo tanto, pasábamos mucho tiempo con ellos en su casa y aunque egoístamente no me importaba esta vez, porque así podía estar más tiempo con Diego , entre sus cosas, aunque reconozco que llegaba a ser agotador estar enamorada de él, mucho sufrimiento para tan corta edad…

Los demonios de Serena

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