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La vida con mis padres no cambiaba. Yo me centré mucho en mí, sobre todo en mis entrenamientos y competiciones, me mantenían la mente fría y ocupada.

Una tarde de viernes, al salir del colegio a las cinco de la tarde, vi una cara que me sonaba de algo y entonces caí en que el viernes de la semana pasada a esa misma persona la pude ver en el mismo lugar donde se encontraba en ese momento.

Me quedé mirándole y entonces se cruzaron nuestras miradas, se me estremeció el cuerpo para mal. Esperé a que saliera mi hermano, y los dos juntos nos marcháramos para casa; entonces, la persona misteriosa empezó a andar también detrás de nosotros, yo intentaba mantener la calma, la respiración y la conversación con mi hermano sin levantar sospechas, empecé a notar que esa persona iba acercándose más y más a nosotros. A cada paso que daba, me iba inquietando más, era un chico moreno, de complexión delgada, sus ojos eran muy oscuros y profundos, tan profundos, que su mirada era aterradora, empecé a sentir mucho miedo y en mi mente necesitaba trazar un plan para que si el individuo ese se acercaba más, saber cómo actuar, lo que tenía claro es que si en algo era buena era corriendo, la gente me llamaba gacela por lo rápido que corría , empezaba a correr y no había nadie que pudiera alcanzarme, iba con mi hermano al lado andando hasta que giramos la esquina y entramos en la calle donde estaba mi casa. Eran como seiscientos metros en línea recta y ahí lo vi claro, como si de una carrera se tratara, eché la vista hacia atrás, vi al tío prácticamente encima nuestra, mire a mi hermano y le dije :

—¡Acabo de acordarme que la hora del entrenamiento la adelantaron, me voy!

Y mi hermano me respondió:

—Pero ¿qué dices?

Estaba claro que tanto el individuo como mi hermano se dieron cuenta de que me ocurría algo, tiré a dar un paso y entonces ocurrió, el malnacido que me seguía me agarró por detrás, me quedé rígida, no podía moverme, muerta de miedo, a plena luz del día, pero rápidamente mi hermano reaccionó, cogió el paraguas que llevaba encima y se lio a paragüazos con él; yo logré escaparme de sus asquerosas garras, mientras Edu le seguía dando con el paraguas, y como si de un pistoletazo de salida se tratara, escuché su voz:

—¡Corre, Serena!

Ese grito fue el disparo del inicio de la carrera más importante de mi vida y, sin dudarlo, automáticamente empecé a correr. Tuve tal subidón de adrenalina que en vez de correr parecía que iba volando, pero, aun así, solo oía la voz del depredador:

—¡Hija de puta, no te vas a escapar! ¡Te cogeré! ¡¡¡Te follaré y te mataré!!!

Por fin, después de mi eterna carrera, llegué al portal de mi casa y empecé a quemar el timbre, pero no me contestaba nadie; mientras tanto, yo estaba en llanto, temblando, y me había mareado. Mi madre no me abría la puerta, después de todos mis esfuerzos por huir, veía que el monstruo se acercaba a mí, y no me quedó otra que buscar refugio entre un grupo de madres que se encontraban en la otra esquina de la calle; llorando, me acerqué a ellas y tartamudeando señalé al monstruo y les dije:

—¡Me persigue!

Él clavó su mirada en mí y solo con un grito me dijo:

—¡PUTA! —Y desapareció.

Mi hermano, el pobrecillo, llegó al punto donde yo me encontraba, no me podía mover, no creía lo que estaba pasando.

Edu empezó a llamar al timbre de mi casa y por fin mi madre contestó y abrió la puerta del portal.

Cuando subimos a casa y empezamos a contar lo sucedido a mi madre, ella alucinaba; aparte se sentía fatal porque no contestó a la primera cuando llamé al timbre, y es que la señora estaba echándose la siesta (típico de ella).

Enseguida se vistió y fuimos a la comisaría, aunque no nos sirvió de mucho, a la que casi detienen es a mi madre por desorden público.

Aquella época no era como la de ahora y la respuesta que le dieron a mi madre fue que si no había sangre no podían hacer nada. Ella no se calló y en plena comisaría empezó a dar gritos:

—¿Qué tengo que dejar que me la violen y la maten para que mováis el culo?

Fue un auténtico espectáculo, pero tengo que decir a favor de mi madre que ella tenía razón.

La policía evidentemente no hizo nada, sin embargo, yo sí cambié.

Al día siguiente tenía tantísimo miedo en el cuerpo que yo no quería salir de casa, estaba traumatizada, como en estado de shock. Mi madre tenía que acompañarme a todos los sitios, así como antes bajaba yo sola a todo, a jugar con mis amigos del barrio, a comprar el pan que la tienda estaba justo debajo de mi casa, pasé a encerrarme en casa y no hacer absolutamente nada.

****

A la semana siguiente de lo sucedido, el mismo día de la semana a la misma hora a la que yo tuve mi incidencia con aquel psicópata, vino mi madre a recogernos a mi hermano y a mí, y cuando estábamos todos juntos en la puerta, otra vez el mismo escalofrío de miedo me recorrió todo el cuerpo, y ahí estaba él con su mirada de depredador acechando a otra presa. Mi madre no hizo absolutamente nada, solo observarlo, yo lo único que hacía era suplicar que nos fuéramos.

El mismo día por la noche mis padres quedaron con sus amigos «guais», pero esa quedada era distinta, porque se había corrido la voz de lo que me había sucedido a mí y no gustó nada en mi barrio, más que una quedada entre amigos aquello parecía una reunión de mafiosos.

¿Sabéis el dicho ese que dice que es bueno tener amigos hasta en el infierno? Pues en el caso de mis padres pasaba así; ellos, como siempre, se juntaban con lo «mejorcito» y de esos amigos entendían bastante.

El hijo de uno de ellos era la persona probablemente más respetada del barrio. Había pasado unas cuantas veces por la cárcel y para mas inri, yo era la niñita de sus ojos, me tenía mucho cariño, siempre había sido muy amable conmigo y todo el mundo lo sabía; yo era intocable en todos los sentidos, cuando se enteró de lo que me pasó… se puso tan furioso que daba miedo, era como si le hubiera pasado a su propia hija.

Mi madre hablo con él, le dio la descripción al dedillo de cómo era el hijo de puta que me tenía aterrada, le explicó su modo de actuar: todos los viernes a las cinco de la tarde, esperaba en la puerta del colegio a que salieran todos los niños para elegir a su presa y la seguía hasta el portal de su casa.

Él le contestó:

—Perfecto, no necesito saber más, estaros tranquilas porque no volverá a pasar nada parecido.

Sacó su pistola del tobillo que llevaba escondida, la puso encima de la mesa y dijo:

—Aquí mando yo.

Me envió una sonrisa protectora que sentí cómo consiguió tranquilizarme.

El monstruo de las cinco de la tarde no volvió a aparecer.

Nunca supimos qué pasó y tampoco lo preguntamos nunca. Solo sé que pude recuperar mi vida y volver a salir a la calle a jugar con mis amigos sin miedo, aunque reconozco que desde entonces nunca he dejado de mirar a mis espaldas.

Los demonios de Serena

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