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Pasaban los días y yo empezaba a ver cosas raras, cosas que no me cuadraban con el ritmo de vida mío en comparación al del resto de mis amigas; yo me daba cuenta que a mis padres les gustaba mucho pasar tiempo prolongado fuera de casa y no tenían horarios, a lo mejor salían a las doce del mediodía y volvían a las once de la noche.

Al principio a mí me parecía genial, me pasaba horas y horas jugando en la calle con un montón de niños de la barriada y claro, ¿a qué niño no le gusta estar a su libre albedrío hasta las mil en la calle con amigos?

La diferencia entre los niños de la calle y yo era que yo iba jugando con todos ellos; depende de las horas jugaba con unos y luego con otros, porque ellos volvían a horas prudentes a sus casas con sus padres; mis padres y yo, no, ellos seguían en el bar con sus amistades y yo en la calle con las mías.

Tenía nueve años cuando empecé a darme cuenta de todo esto, pero como bien acabo de contar, no me importaba, yo sacaba beneficio también.

Mis padres tenían bastantes amistades a cual de ellas más rara, pero entre todas ellas destacaba una mujer. Se trataba de una mujer algo más mayor que ellos y se le notaba que sabía de la vida, parecía como si fuera quien llevara la batuta de todo, como si todo el mundo la siguiera a ella. Se llamaba Lali, pero todos la llamaban tita Lali. Era muy querida por todo el barrio y mis padres no eran menos, no sabría decir quién la quería más si mi padre o mi madre, porque los dos tenían una relación muy intensa con ella, parecían como hermanos o, mejor dicho, eran como un trípode.

Yo también aprendí a apreciarla y a respetarla como todos, también se convirtió en mi tita, de hecho, tiene tres hijos dos niños y una niña, su hija la pequeña, de vez en cuando era mi canguro y en muchas ocasiones también lo era del resto de los hijos del grupo.

Un día estábamos en casa de unos amigos de ellos, se llamaban Ray y Esther y tenían un ático dúplex espectacularmente grande y chulo. En la parte de arriba había una habitación que era el paraíso de los niños, habían tantos juguetes como en una tienda, por mi parte no había queja alguna por estar en esa casa, hasta que llegó esa noche y todo cambió. Estábamos todos los niños, como siempre, arriba en la habitación de los sueños jugando y los padres abajo «de reunión», como solían decir ellos y a mí ese día me picó la curiosidad y salí sola de la habitación dispuesta a bajar por las escaleras, pero a mitad de ellas habían unos boquetitos donde se veían a los mayores como en reunión sentados en los sofás y entonces fue cuando la vi: vi a mi madre con un billete enrollado metido por uno de los orificios de la nariz esnifando aquel polvo blanco, esa imagen me dejó completamente congelada. En ese instante me abundaron una serie de sensaciones que jamás había experimentado, en cuanto me repuse un poco volví a mirar y vi cómo iban uno por uno haciendo desaparecer esa cantidad de rayas blancas que habían sobre esa mesa de mármol a los que todos parecían que adoraban. Cogí escaleras para abajo lo más rápido que pude y me presenté delante de ellos. Me quedé petrificada delante de la mesa con la vista fija como un halcón al polvo blanco, mi madre quiso cubrirlo con su DNI; yo ya estaba hecha un manojo de nervios, la miré y le pregunte qué es lo que era y ella me contestó sin ni siquiera temblarle la voz que era azúcar, un azúcar para mayores; por un momento hubo un silencio sepulcral mientras yo pensaba: «Menuda patraña me acaba de soltar».

El silencio se rompió enseguida con las palabras de la tita Lali:

—Sube a jugar, que los papás estamos hablando de cosas que los niños no pueden oír.

Recuerdo perfectamente aquella escena, aunque fueran mis padres y las demás personas gente que yo conocía. Me sentía encerrada, como en una habitación oscura desnuda, con personas a las que yo no conocía, era como un ente suspendido en el aire observando esa escena tan catastrófica para mí.

Subí, pero ya nada era igual, en ese mismo momento dentro de mí algo cambió, como si se me hubiera fundido un fusible en mi interior, quizás fueron dos fusibles, uno en mi cabeza y otro en mi corazón.

En aquel lugar, en ese instante me entró la desesperación por querer salir de aquella casa corriendo. Me ahogaba, porque empecé a ver imágenes de películas donde siempre eran los malos los que hacían ese tipo de cosas, un escalofrío cargado de odio me recorrió todo mi cuerpo, sentía tantísima decepción por esos padres que creía tener y que no eran ni la cuarta parte de lo que yo pensaba que eran; mi madre, a la que yo tenía en un pedestal, como cualquier niño que adora y ama a su madre, que la respetaba como tal y me encantaba que fuera ella, dejé de verla con esos ojos, se me cayó completamente el mundo encima, era el sentimiento más doloroso que había sufrido jamás.

Es horriblemente doloroso con nueve años ver cómo la persona que tú tienes como referente para aprender el paso de la vida se está esnifando una raya de cocaína. Se hizo una brecha en mi corazón y ya nada fue igual a raíz de esa noche; para mí, aquella noche fue el desencadenante de una serie de catástrofes en mi vida.

Nada fue igual, ni parecido. Cada día, mis padres pasaban más tiempo en la calle, por lo tanto, yo también lo hacía. Me dejó de gustar el hecho de estar hasta las tantas de la noche por ahí en la calle, ya no lo veía igual de guay. Quería ser una niña normal con unos padres normales, a los que no les gustara tanto salir, ni beber ni las drogas ni cualquier tipo de vicio que tuviera algo que ver con ese mundo, pero yo no tenía esa suerte y además empecé a faltar al colegio.

A mi madre empezó a darle igual que yo no fuera a clase, ella solo se acordaba que estaba de resaca y que no se encontraba bien para llevarnos al día siguiente, siempre tenía justificante para todas las faltas, lo que yo no sabía qué excusa ponerles ya a mis amigas.

Recuerdo el bar donde ellos siempre se reunían con los «amigos», por llamarlos de alguna forma. Era como el punto de encuentro de aquella pequeña mafia, porque para mí eso es lo que era, una mafia destruye hogares.

Todos eran unos personajes, unos personajes literalmente, a cual de ellos más exótico:

La tita Lali era una exprostituta de la cual un cliente se enamoró de ella y decidió sacarla de la calle, sí, parece una historia sacada de una película, pero así fue. También estaba Tina, ella era una scort de lujo que estaba casada con Antonio. Había una chica llamada Luz, que era un amor de mujer, pero se tomaba para desayunar una botella entera de ginebra. Ella estaba liada con el cachas guapo del equipo, se llamaba Nando, y así podría describir a unos cuantos más y todos ellos metidos en un bar. Era como una bomba de relojería, se pasaban el día en el bar, su bar, un local que hicieron de él una fraternidad donde las horas pasaban y les daba igual si al día siguiente había colegio o no, les resultaba lo mismo que fuera martes o sábado.

Yo tengo en mi recuerdo estar durmiendo a las cinco de la mañana en tres banquetas del bar y al amanecer irnos para casa, porque acudir al cole así, sin dormir, sin cambiarnos de ropa ni lavarnos no podíamos ir, o estar con mi hermano en el mismo sitio y que nos dejaran en el coche para dormir, ¿cuántas noches he pasado así? la respuesta es… bastantes veces. Cada día que pasaba más iba aumentando mi dolor, rabia y decepción hacia ellos.

Una noche de esas tan fantásticas estábamos mi hermano y yo durmiendo en el coche, no recuerdo bien la hora; sé que ya era de madrugada y vino mi madre con la tita Lali, y muy contenta ella puesta hasta las cejas me dijo que se iba a buscar una farmacia de guardia a por un predictor, porque intuía que estaba embarazada. Os podréis imaginar mi cara de asombro cuando yo escuché eso, mi cabeza pensaba, ¿hasta dónde puede llegar la inconsciencia de esta mujer?, porque yo podría ser muy niña y todo lo que queráis, tenía que estar durmiendo en ese coche por cojones, pero mi cabeza evolucionó diez años y yo perdí mi niñez aquella fatídica noche en el maravilloso ático del infierno.

El predictor dio positivo, y a mí no me no me sorprendió nada. Ellos se comportaban como dos adolescentes sin responsabilidades, era de esperar que algo así sucediera.

Lo que yo siempre me pregunté fue, que si mi madre intuía la posibilidad de que estuviera embarazada, ¿por qué siguió con ese ritmo de vida hasta que se hizo la prueba del predictor?

Yo creo que en el fondo era porque ella lo sabía y que se le acababan los días de fiesta.

Mi madre no siempre había sido así. Recordad que ella era una niña cuando conoció a mi padre, más bien era inocente hasta que dejó de serlo.

Aguantaba todos los caprichos de mi padre, estaba locamente enamorada de él y todo el mundo sabe que por amor se pueden llegar a hacer verdaderas locuras.

Al principio cuando empezaron a salir con ese grupo de gente, ella era como la tontita del equipo y el primero que le tomaba el pelo era mi padre. Siempre se inventaba cualquier excusa para ir a meterse una raya con la tita Lali. La tita siempre estaba allí dispuesta a ser la compañera de fiesta de mi padre, se inventaban mil excusas diferentes para quitarse del medio y mi madre siempre se quedaba sola en la barra del bar con cara de tonta, ajena a lo que pasaba a su alrededor, hasta que volvían con ella como si nada, con excusas tan tontas como: «Tranquila, el nivel del aceite del coche está bien».

Una noche cualquiera haciendo lo mismo de siempre estaban mis padres con la tita Lali en un coche, y mi padre iba a soltar otra mentira de las suyas para quitarse de en medio, pero la tita lo cortó y le dijo que ya estaba bien de engaños, y ni corta ni perezosa le dijo a mi madre lo que hacían cada vez que se iban.

Nadie incitó a mi madre a que se metiera su primera raya, fue ella misma la que pensó que si tenía que estar aguantando siempre la misma mierda, por qué no mejor unirse a ella, ya que siempre veía a mi padre a gustito de risas y cachondeo, mientras que ella tan solo guardaba la barra del bar; entonces fue cuando ella solita se metió en ese marrón.

Aquello fue una decisión mala y egoísta, ya que mi hermano y yo estábamos en el mundo y en vez de elegirnos a nosotros escogió la mala vida, de ahí al dicho: «el amor puede con todo», qué gran verdad, y así sucumbió a los días de fiestas, drogas y alcohol con sus maravillosos amigos.

Mi padre, como ya dije al principio, era más bien un pieza, nunca estuvo muy centrado, ya que con catorce años se fue de casa y mis abuelos tuvieron que ir a buscarlo para traerlo de vuelta. Era muy rebelde, no daba más que problemas, por lo tanto, era muy de esperar que terminara tonteando con ese tipo de vida.

La suerte que tuvo él fue de conocer una chica como mi madre, guapa, lista, estudiante, se quedó prendado de ella en cuanto la vio. Era superceloso, enseguida quiso que fuera para él, por todo eso nunca entendí que la abandonara en cuanto se enteró de lo del embarazo.

Él sí tenía un problema serio, él sí tenía una adicción, a él le gustaba su desayuno con un carajillo de Terry (coñac), con eso arrancaba el día y lo enlazaba con sus cervezas y sus pelotazos favoritos. Le encantaba meterse rayas con sus amigos, tenía que hacerlo así, si no, no aguantaría el ritmo de vida que llevaba. La otra cosa que también le gustaba y era superaficionado, eran las maquinitas tragaperras. Cómo odiaba verlo ahí de pie delante de una máquina, con esa odiosa musiquita: «avance, uno, dos, tres», era simplemente insoportable.

Todo eso era una bomba de relojería que de vez en cuando estallaba. Desgraciadamente, siempre que reventaba me salpicaba de alguna manera u otra.

Mi padre tenía su trabajo, lo cierto es que era un currante, nunca faltó a su puesto de trabajo. Resultaba sorprendente cómo podía aguantar con todo.

Si mi madre era irresponsable con mi hermano y conmigo, imaginaros mi padre. Lo suyo era alucinante y, a pesar de todo, lo queríamos, sobre todo mi hermano, porque yo me encargaba de ocultarle todo lo que sabía acerca de lo que hacían ellos, siempre intenté hacer de aquella desgracia que nos tocó vivir un juego para él.

Esa forma de vida descontrolada, cuesta abajo y sin freno, se tornaba una auténtica locura. Era insoportable cómo pasaban los días y veía cómo mis padres se demacraban con aquellas malas costumbres.

De lunes a viernes vivía en el mismísimo infierno, o por lo menos yo lo sentía así, pero cuando llegaba el viernes a las cinco de la tarde… mi mundo se paraba para que yo tuviera mis dos días de felicidad.

Llegaba el viernes por la tarde, yo me iba a casa de mi abuelita y mi hermano Edu se quedaba en casa de nuestros abuelos paternos. Allí podía dormir a pierna suelta toda la noche de un tirón, entre semana, rara vez lo hacía la noche entera en mi casa.

Dormía en la cama de mi abuelito que el pobre mío murió cuando yo solo tenía tres añitos. Me dejó de herencia esa magnífica cama donde pasaba las horas y no quería salir de ella.

En esa casa estaba tan tranquila, que mi mayor preocupación era que se terminara la tableta de chocolate. Me pasaba el día viendo películas de dibujos o un programa que tenía grabado mi abuelita en una cinta de VHS: Los divinos. Me ponía esa cinta en bucle y nunca me cansaba de verla, y si no hacía eso, pues estaba la tarde entera jugando a las cartas con mi abuelita, ya os conté anteriormente que aprendí a jugar antes que andar, era toda una experta.

En esos días mi cabeza desconectaba, me daba igual que ese fin de semana se destruyeran mis padres; en esos días, esas horas, yo era feliz.

Deseaba quedarme allí para siempre, poder vivir esos ratos todos los días del resto de mi vida, pero no podía ser.

Al llegar el domingo por la noche llegaban mis padres con caras de niños buenos como si jamás hicieran nada malo y me arrebataban mi momento de felicidad. Entonces era cuando yo me cogía del marco de la puerta y antes arrancaban el marco a que yo soltara la madera. Qué mala leche me ponía eso, odiaba sentirme así.

****

Fue pasando el tiempo. Mi madre estaba embarazada por tercera vez y yo me encontraba bastante contenta porque pensaba que estando ella en ese estado dejaría la vida fea que llevaba con mi padre. Durante esos meses recuperé a mi madre, pude sentir eso que sienten todos los niños con sus madres, me gustaba eso, me hacía sentirme algo más feliz, era una felicidad incompleta pero, al fin y al cabo, se asomaba algo, mejor eso que nada como lo de antes.

Mi padre seguía exactamente igual, no se privaba de nada, aunque mi madre se encontrara en ese estado, él seguía las fiestas como si con él no tuviera nada que ver.

Tuvimos un embarazo de lo más tranquilo. Tengo unos bonitos recuerdos de cuando mi hermana nació, le pusieron de nombre Cali. Yo estaba muy contenta porque era una niña, para mí resultaba como una muñequita, aprendí a bañarla y cuando dejó de ser tan recién nacida, aprendí a cambiarle los pañales, creo que cambié más pañales que mi madre y mi padre juntos.

Un día, aparentemente normal, mi padre quiso ir a buscar tabaco y se quiso llevar a mi hermano con él. Mi madre no vio nada raro en la intención, pero no se dio cuenta que era principios de mes, por lo tanto día de cobro, así que se acabaron los momentos tranquilos, él volvió a lo suyo.

Mi padre tenía un problema. Le quemaba el dinero en la mano, en el bolsillo o en el banco, daba igual donde lo tuviera, él tenía necesidad de quemarlo, siempre buscaba excusas para gastarlo.

Fueron pasando hora tras hora y mi madre ya empezaba a inquietarse; ya pasaban de las once de la noche desde la mañana que se fueron y a ella ya no le importaba mi padre, solo mi hermano (a mi madre le sentó muy bien tener a mi hermanita, estaba en modo madre responsable y eso a mí me encantaba).

Mi hermana tan solo tenía tres meses, pero mi madre sabía que si no actuaba ya, él se comería el dinero de todo el mes como hacía casi siempre y no podía consentirlo. Ahora éramos tres bocas que alimentar y había que ahorrar en vicios.

Decidió armarse de valor, nos vistió a mi hermana y a mí y fuimos al cajero más cercano a sacar todo el dinero que quedaba.

Después de eso, mi madre se hizo una idea de dónde podría estar mi padre con mi hermano y fuimos en busca de ellos.

Al llegar al bar donde se encontraban, vi a mi hermano acostado sobre dos sillas del bar y a mi padre borracho como una cuba junto a la tita Lali, cómo no, ella siempre estaba en todos los berenjenales.

Mi madre le dijo a mi padre que ya era tarde, que se fueran a casa y mi padre con sus palabras fuera de tono le dijo que no. Mi madre le comentó que hiciera lo que quisiera, pero que se llevaba a mi hermano con nosotras a casa, entonces no sé qué se le pasó por la cabeza que empezó a perder los nervios y la razón y arrancaron una serie de gritos acompañados de barbaridades que los vecinos empezaron a asomarse a los balcones. Tengo imágenes un poco turbias de esos momentos, pero lo que tengo claro y transparente como el agua, fue el momento que salimos todos a la calle y mi padre a gritos le dijo a mi madre:

—Porque llevas a la niña en brazos, si no, te reventaba la cabeza…

Mi madre llena de rabia e impotencia cogió a la niña e inmediatamente se la pasó a la tita Lali, y automáticamente mi padre la cogió de la pechera, la estampó contra la pared y seguidamente le propinó un cabezazo llegándole a partir algún diente, no sé qué se le pasaría a mi padre por la cabeza para hacer tal barbaridad, pero lo hizo.

Tengo esa imagen grabada a fuego , mis hermanos llorando, la bebé no paraba de llorar, y yo gritándoles a los dos que por favor pararan. Conseguí separarlos y que cada uno se fuera por su lado. Esa fue la primera vez que veía una agresión física de mi padre hacia mi madre, aunque sé que anteriormente antes de nacer mi hermana pequeña, hubo más de alguna agresión verbal por ambas partes.

Desde aquel día, mi padre empezó a ser más agresivo, fue como si ese acto hubiera encendido la mecha de esa bomba que nunca sabías cuándo iba a explotar, cada vez que bebía perdía el norte y siempre volaban platos o jarrones, acompañado de muchos gritos.

Los demonios de Serena

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