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DOMINGO 10º

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«En aquel tiempo, Jesús vio a un hombre llamado Mateo, que estaba sentado a la mesa de recaudación de impuestos, y le dijo: “Sígueme”. Él se levantó y lo siguió.

Mientras Jesús estaba comiendo en la casa, acudieron muchos publicanos y pecadores, y se sentaron a comer con él y sus discípulos. Al ver esto, los Fariseos dijeron a los discípulos: “¿Por qué su Maestro come con publicanos y pecadores?”. Jesús, que había oído, respondió: “No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Vayan y aprendan qué significa: Prefiero la misericordia al sacrificio. Porque yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”» Mt 9,9-13

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«Se acusa a Dios de inclinarse hacia el hombre, de situarse junto al pecador, de tener hambre de su conversión y sed de su vuelta, de tomar el alimento de la misericordia y la copa de la benevolencia. Pero Cristo, hermanos, ha venido a esta cena; la Vida ha venido entre estos invitados para que, condenados a muerte, vivan con la Vida; la Resurrección se ha inclinado para que los que yacían se levantasen de sus tumbas; la Bondad se ha abajado para elevar a los pecadores hasta el perdón; Dios ha venido al hombre para que el hombre llegue a Dios; el Juez ha venido a la comida de los culpables para sustraer a la humanidad de la sentencia de condenación; el Médico ha venido a casa de los enfermos para restablecerlos comiendo con ellos; el Buen Pastor ha encorvado sus espaldas para cargar con la oveja perdida hasta el redil de la salvación. ¿Por qué come su maestro con los publicanos y pecadores? Pero ¿quién es pecador, sino el que rehúsa considerarse tal? ¿No es esto hundirse en su pecado, y verdaderamente identificarse con él, al dejar de reconocerse pecador? Y ¿quién es injusto, sino el que se estima justo? (…) Mientras vivimos en este cuerpo mortal, la fragilidad nos domina; aunque triunfemos sobre los pecados de obra, no podemos vencer los de pensamiento ni evitar toda injusticia; y si tenemos la fuerza de escapar materialmente, y si somos capaces de vencer toda falta consciente, ¿cómo podremos suprimir las faltas de negligencia y los pecados de ignorancia? (…) Confiesa tu pecado y podrás venir a la mesa de Cristo; Cristo se hará por ti Pan, ese Pan que se partirá para el perdón de tus pecados. Cristo se hará por ti Copa, esa Copa que se derramará para la remisión de tus culpas. Vamos, (…) participa en la comida de los pecadores y Cristo participará en la tuya; reconócete pecador, y Cristo comerá contigo; entra con los pecadores en el festín de tu Señor y podrás no volver a ser pecador; entra con el perdón de Cristo en la casa de la Misericordia, no sea que con tu propia justicia seas excluido de esta morada. Vamos, reconoce a Cristo, escucha a Cristo. Sí, escucha a tu Señor, escucha al médico de arriba, el que refuta sin apelación tus acusaciones falsas. Los que tienen buena salud no necesitan del médico, sino los que están enfermos (Mt 9,12). Si quieres ser curado, reconoce tu enfermedad... No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores (Mt 9,13)... Sí, hermanos, seamos pecadores en nuestra confesión para no ser pecadores gracias al perdón de Cristo»37.

EL MÉDICO DE LAS ALMAS

A un buen médico se le pide tener un ojo clínico que le permita hacer un diagnóstico presuntivo de la enfermedad que aqueja a su paciente. Lamentablemente, no todos los profesionales del arte de curar tienen “buen ojo clínico”. Y esto puede llevarlos a cometer serios errores en desmedro del enfermo.

Jesús no tuvo más que mirar al publicano Mateo y penetrar con su mirada lo más profundo de su corazón. Sabía que se trataba de un enfermo del alma; y tomando la iniciativa salió a su encuentro y sin dilación le pidió que lo siguiera. La respuesta de Mateo no se hizo esperar; con buenos reflejos y sin titubear se fue tras él.

La actitud de los fariseos, contrasta en cambio con la del publicano. Se sienten sanos y salvos; y por tanto, sin necesidad de tratamiento. Son algo así como los portadores aparentemente sanos de una temible enfermedad que se llama: el orgullo. Como no se sienten miserables, lógicamente no necesitan de la misericordia. Se mantienen atrincherados en el reducto de su perfección, y de allí no se los puede mover.

En medicina hay un dicho muy mentado que dice así: “No hay peor enfermo que el que no reconoce estarlo”. Los fariseos se cierran a la gracia. Y la gracia solamente puede penetrar en los corazones quebrantados y humillados.

Pero lo más triste de la situación, es que con sus esquemas puristas excomulgan a todos aquellos a quienes suponen contaminados y contaminantes. Privándolos así implícita o explícitamente, del derecho a la rehabilitación y a una nueva vida.

Una vieja historia cuenta que un anciano sacerdote había colocado en la puerta de su capilla un cartel que decía: “Si tienes algún pecado, ven a confiármelo. Y si no tienes ninguno, ven lo mismo a contarme cómo haces para no tenerlo”.

37. San Pedro Crisólogo, Sermón 30; PL 52,285-286 (trad. en: Lecturas cristianas para nuestro tiempo, Madrid, Ed. Apostolado de la Prensa, 1973, i 47).

La Palabra del Señor

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