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Maicol




La casa de Steve olía a caca de gallo. Su papá criaba gallos de pelea y tenía el patio lleno de jaulas. Steve siempre llegaba temprano al colegio porque los gallos cantaban apenas olían el sol y lo despertaban. Steve llegaba temprano y luego se quedaba dormido a mitad de la clase. A veces pasábamos por su casa al salir del cole y él nos llevaba al patio para ver a los gallos. Las jaulas eran de madera con delgados barrotes de fierro y tras ellos veíamos unos bichos terroríficos, mitad pájaros mitad velociraptores, que aleteaban como llamaradas de fuego.

Steve llevaba varios meses pidiéndole a su papá que le regalara uno. Un gallito que él pudiese entrenar desde joven y fuera su gallo peleador. Pero su viejo ya le había dicho que era todavía un niño y que le regalaría uno cuando acabase la primaria. Le ofreció a cambio comprarle un perro. Steve no quería saber nada de perros, así que siguió insistiendo, e insistió tanto que su viejo acabó por regalarle uno. No un gallo, por supuesto. Un verdadero gallo de pelea podría haberle sacado un ojo a Steve. Le regaló un pollo y le dijo que así eran los gallos al comienzo. Que tuviera paciencia. Y Steve le creyó.

A la franca, al principio nosotros también le creímos. Steve nos dijo que era un gallo adolescente y que tenía que entrenarlo y esperar la metamorfosis. Se llama Maicol, agregó orgulloso. Algunos días íbamos a su casa después del colegio y veíamos cómo Steve entrenaba a su pollo con ahínco. Lo correteaba. Lo agarraba de la pechuga y lo balanceaba de atrás hacia delante acercándolo a otros pollos. Los bichos tenían cara de no saber qué diablos estaba sucediendo. Poco a poco fuimos perdiendo la fe y le dijimos que ese gallo o estaba muy verde o no tenía vocación de asesino. Steve se enojó, levantó a Maicol y se metió a su casa.

Después de eso nos acostumbramos a ver a Steve acompañado siempre de su pollo. Incluso lo llevaba a los partidos que jugábamos en la canchita de tierra y donde él se quedaba en las tribunas entrenándolo. Cuando llegó el campeonato nos pusimos de nombre Los Gallosy nos dibujamos a Maicol en las camisetas. Era la mascota oficial. Ese año jugamos con más ganas que nunca pero quedamos últimos en la tabla.

Como Steve vivía por mi casa, volvíamos juntos después de los partidos. Un día pasamos por la casa de los Saldarriaga, que también eran criadores de gallos. Los chibolos estaban afuera y al ver a Steve con su pollo bajo el brazo, lo empezaron a joder y le preguntaron que cómo lo iba a cocinar. Steve les gritó que no lo iba a cocinar porque era su gallo de pelea. Las carcajadas estallaron. Cuáaaal gallo, oe, si eso no alcanza ni para un estofado. Steve al principio se quedó mudo. Vámonos, le dije y seguí caminando. Pero entonces sentí que él no se movía y escuché cuando les gritó: ¡Mi gallo descalabra a cualquiera de los tuyos!

Recuerdo que los Saldarriaga dejaron de reírse y le respondieron: ¡A ver pues!

Nos hicieron entrar a su patio, que también estaba lleno de jaulas. Escoge tú el gallo, le dijeron a Steve que ya no parecía tan seguro de su idea. Tal vez sintió a Maicol temblar bajo sus brazos y comprendió por primera vez que su viejo lo había engañado. Que Maicol era solo un pollo. Pero ya era muy tarde para arrepentirse y con los ojos llorosos de miedo y rabia, señaló cualquiera de las jaulas. Entonces vi que los Saldarriaga sacaban a un gallo tan robusto que hubiese hecho correr de miedo a cualquier gato callejero. Lo soltaron en el piso y aleteó como dueño y señor del lugar. ¡Ahora suelta a tu gallo!, exigieron los Saldarriaga. Al ver que Steve no lo soltaba, se lo arrancharon y lanzaron a Maicol al aire.

De lo siguiente recuerdo poco porque apenas el pollo de Steve cayó sobre el gallo, todo fue un escándalo de aletazos y plumas. También recuerdo las risas demenciales de los Saldarriaga y los gritos desesperados de Steve. El escándalo duró poco porque el papá de los Saldarriaga, probablemente alertado por la bulla, entró a su patio y de un par de patadas separó a los animales. Steve cogió al pobre Maicol que apenas podía con su vida y salimos corriendo mientras el viejo gramputeaba a sus hijos.

No dijimos nada camino a casa. Yo escuchaba a Steve comerse las lágrimas y los mocos mientras le acariciaba la cabeza a su pollito. Cuando llegamos a la esquina de su casa, él se metió sin decir nada y yo seguí caminando. Eso fue lo último que supe de Maicol. Steve nunca volvió a sacarlo ni a decir una palabra sobre él.

Cuando terminó la primaria, a mí me cambiaron de colegio y no vi a Steve hasta muchísimos años después, en el reencuentro de aniversario de la promo. Nos sentaron en la misma mesa así que pudimos conversar buen rato y ponernos al día. Hablamos de todo menos de Maicol. Él no lo mencionó y a mí me dio miedo preguntar. Solo cuando nos sirvieron la cena y vi cómo Steve se comía todo el arroz y la ensalada pero apartaba cuidadosamente la presa de pollo a un lado del plato, comprendí que en su corazón todavía temblaba su pobre pollito desplumado. Y fue tan fuerte el recuerdo de aquellas jaulas y los aletazos en medio del olor a caca de gallo, que yo también dejé de comer y puse mis cubiertos sobre el plato.

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