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Kalolo




Así como todos los techos tienen su gato, todos los salones tienen su Carlos. En el mío habían dos. Para no confundirlos, solo al que había llegado primero lo llamábamos por su nombre. Él era, además, el que tenía más cara de Carlos. De todas formas, ¿qué cara tiene un Carlos? Llamarte Carlos es estar condenado a vivir con un sobrenombre: Calín, Carlitos, Carlangas, Carloncho. Y esos son los afortunados. A otros les amputan por completo el nombre y los dejan a merced de su apellido. Carlos muere y solo queda Fernández, Cueva, Villareal, una palabra que se agita sin sentido como una cola de lagartija sin su lagartija.

En nuestro salón, al segundo Carlos lo llamábamos Kalolo, variante ancha y sonora como él. Decirle Carlos hubiera sido tan desatinado como llamar piedra al árbol o perro al ornitorrinco. Kalolo, en cambio, era un sonido que le calzaba como el bombín a Chaplin o como el sombrero de ala ancha a Gardel, quien por cierto no se llamaba Carlos sino Charles Romuald, aunque todo el mundo le decía Che Carlitos, melodía de arrabal.

Ahora que recuerdo a Kalolo y me pregunto hacia dónde se lo llevó la vida, me doy cuenta de que fue un buen amigo. Me regaló mi primer perro y mi primer libro de Julio Verne. ¿No es acaso eso suficiente como para deberle una pierna, aunque sea de cerdo ahumada? Ahora, sin embargo, no sé ni dónde está. Parece que con el tiempo los amigos de la infancia dejan de ser Carlonchos, Calines y Kalolos para convertirse en simples Carlos o Estimado Señor Rodríguez. Crecemos y de pronto conservar amigos es como tratar de no soltarle la mano a alguien en medio de una procesión. He conocido decenas de Carlos desde que salimos del colegio, pero ninguno me volvió a regalar un perro o un libro de Julio Verne. Tampoco a ninguno volví a decirle Kalolo.

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