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Manimal




En el colegio tuve dos profesores de Biología. El profesor Chinchayán era el oficial, pero no fue del que más aprendí. De hecho, la única de sus clases que recuerdo fue aquella en la que tuvimos que diseccionar a un cuy. Como yo no conseguí el cuy, llevé un conejo blanco como salido de un cuento, y Mónica, que amaba los conejos casi tanto como yo la amaba a ella, me desbarató a puteadas cuando el profe cargó al bicho de las patas traseras y de un karatazo en el cogote, lo mató. Luego no me quedó más que abrirlo, verle las tripas llenas de hierba y anotarlo todo en mi cuaderno mientras ella me descuartizaba con la mirada. Del trauma me olvidé de la biología y, además, me vino tal aflojada de huacha que ya ni siquiera estuve seguro de si mi corazón pertenecía al aparato circulatorio o al digestivo.

Mi pata Juano, que me vio más desnucado que el conejo, me dijo: tranquilo, huevas, si es solo un conejo; además, eso le pasa por cachero. ¿Sabías que estos bichos pueden hacer más de mil crías antes de morir? Ese conejo ha culeado más de lo que tú soñarás en tu vida, ¿por qué te palteas? De tiernos no tienen nada. Si mean a la coneja para marcarla, la mean desde lejos, así como pistolita, y si la hembra los chotea, se ponen como locos a escarbar la tierra. Puta, pero si aparece un rival, conchesumare, lo quieren castrar a mordiscos. A la franca, yo preferiría que me desnuquen a que me castren a mordiscos. ¿Tú no?

De cómo se veía el conejo abierto ya me olvidé, pero de esa clase maestra que Juano me dio, jamás. Y no fue la única. Como yo no escarmentaba, otro día me encontró mirando a Mónica con cara de huevonazo y me dijo: Hermano, esa mujer te está comiendo vivo. Es tu mantis religiosa. ¿No sabes, no? Mira, cuando el macho de la mantis anda templado como tú, la mantis viene y le mete la lengua hasta el buche, pero no de romántica sino que le va chorreando ácido para disolverle las tripas. Mientras él la hace feliz, ella se lo va jameando y lo deja pura cascarita. ¿Así te quieres quedar tú, compadre? No pe’, no seas huevón, tú tienes que ser como los machos de las arañas. Esos también la tienen jodida porque su hembra es grandaza y siempre se los quiere almorzar después del cache, pero ellos son sapos pe’. Por ejemplo, hay un macho que le trae de regalo insectos envueltos, así mientras se la tira, ella tiene qué comer. Pero hay otro que es más pendejo todavía. Viene y le hace cosquillas un ratazo hasta que la araña entra en trance y se queda panza arriba. Entonces aprovecha y al toque con su telaraña le amarra todas las patas a unas ramitas. Qué Kamasutra ni qué huevada. Cuando la araña se despierta dice: ¿oe, qué?, ¿qué chucha pasa? Pero ya es muy tarde porque ya la tiene adentro y puuuta, mientras se desata, el macho ya le hizo choque y fuga. Aprende, huevón. Cosquillas. La risa es un arma poderosa porque nadie la ve venir. ¿Qué haces acá mirándola como baboso? Anda cuéntale un chiste. Hazla reír y ya verás.

La técnica de Juano me funcionó tan bien que hasta me atrevería a decir que esa fue una de las razones por las que empecé a escribir cuentos. Cada vez que una chica me choteaba, yo escribía una historia divertida. A veces, incluso, era la propia historia de mi amor choteado. Y cuando te ríes de tus propias desgracias, estás así de cerca de pasarles por encima.

Años después, cuando ya habíamos salido del colegio, vi a Juano por la calle. Venía de la mano de una chica guapísima a la que traía muerta de risa. Juano también me descubrió desde lejos y aceleró el paso hacia mí. Nos abrazamos con fuerza. ¿Qué es de tu vida, cauuusa?, me preguntó. ¿Cómo estás? ¿Ya dejaste la paja? Jajaja. Mira, Marta, le dijo a su novia, este era mi pataza del cole, lo malo es que siempre andaba templado y yo tenía que andarlo desahuevando. Oe, ¿te acuerdas de cuando lloraste por el conejo desnucado? Noseasssspendejo. Jaaaaajajajaa.

Y ahí, mientras nos reíamos y nos resumíamos los años e intercambiábamos teléfonos para un futuro encuentro que nunca se dio, yo miraba a su novia y pensaba en cómo habría hecho para enamorar a una chica tan guapa. Y entonces recordé cada una de las historias de amor animal que me había contado en el colegio. Y cuando las recordaba, imaginaba a Juano y a Marta en ellas. Primero los veía dándose de zarpazos como tigres arrechos, o los alucinaba cayendo en picado tomados de las garras como hacen las águilas de cabeza blanca antes de copular. También los imaginé tirando con el pesado y lento amor de los cocodrilos o traspasándose la epidermis con ácidos dardos como hacen los caracoles de jardín. Imaginé a Juano emperifollándose como un ave del paraíso, o poniendo flores y música en su casa como esas aves que construyen bellísimos nidos para atraer a sus parejas. Sin embargo, ninguna de esas historias me parecía que les calzaba bien. Solo cuando ya nos habíamos despedido y yo volteé a darles una última mirada, vi a Juano que seguía haciendo reír a su novia, y vi, sobre todo, esa gran sonrisa suya que se expandía sobre ella como una telaraña.

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