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XV. Isabella es el nombre más bonito del mundo

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Mi hija ha bajado al salón. Tiene mucha hambre. Creo que conozco a pocas personas que tengan tanta hambre. Ella es delgadita y pequeña, pero tiene mucha hambre.

Con ninguno de mis dos hijos varones he tenido, creo, una relación complicada durante su crecimiento. Pero con Isabella…

Isabella, mi hija preciosa. Cuando nació le puse el nombre más bonito del mundo para mí. Romántico, sensual, dulce, regio, clásico, moderno y bastante exótico en español, sin ser extravagante. Pero, en realidad, era el nombre que me hubiera gustado tener a mí, porque desde que empezó a hablar —y fue muy pronto—, ella quería llamarse Pilar. Como su madre y como su adorada abuela. Ella era una auténtica muñequita y yo la vestía como lo que pensaba que era: mi juguete de carne y hueso. Otra desavenencia. Ella luchaba por su yo y yo jugaba para conseguir mi muñeca perfecta. Y fue una lucha sin cuartel. Ella se iba a su cuarto gritando: «¡Esta vida es una cárcel!». «¡Ay, si yo fuera hombre!». Discutimos hasta llegar a las manos. Hubo un día que Antonio nos tuvo que separar: yo la empujé dentro de la bañera; ella me daba patadas, yo le daba manotazos; las dos a grito pelado. Ella tendría doce años y yo cuarenta y dos. Antonio no era su padre. Ahora lo pienso y me avergüenzo. Cuánto me costó crecer. Cuánto me costó disociar esa muñeca de mis proyecciones personales. Cuánto le hice sufrir. Pasamos una adolescencia durísima, creo que la mía peor que la suya. Pero al final yo crecí. Y ella se convirtió en la mujer maravillosa que es. Sigue siendo mi niña, pero ya no es mi muñequita preciosa. No tiene porqué serlo. Pero lo que es de verdad es una mujer inteligente, independiente, divertida y llena de amor a su madre, su familia y, sobre todo, a la vida.

Malte vive en mi jardín

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