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PRÓLOGO

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Índice

Eran las doce de la mañana de un día de fiesta del año 1820. Comenzaba el mes de julio; hacía calor. Los arcos de la plaza de Aranda de Duero rebosaban. La gente había salido de misa de Santa María, y el señorío, los menestrales y los aldeanos de los contornos se refugiaban en los porches, huyendo de las caricias de Febo, que apretaba de lo lindo. Este soportal, donde se paseaban los arandinos, se llamaba la Acera.

Los que han conocido los pueblos españoles después de la emigración de las aldeas y los campos a las grandes urbes no pueden figurarse claramente lo que era una ciudad pequeña a principios del siglo XIX.

En nuestro país, y en esta época, los pueblos chicos se sentían más fuertes que hoy, tenían una vida relativamente más rica que las grandes ciudades.

El siglo XIX fué el encargado de nutrir las urbes con la savia de las aldeas y de las villas.

Hoy nuestros pueblos se caracterizan por ser incompletos. Abandonados por el elemento rico y ambicioso, no quedan en ellos mas que gentes sin energía, una fauna de pantano, constituída por campesinos toscos y señoritos apagados, casi conscientes de la inutilidad de su vida.

En estos primeros años del siglo XIX se iniciaba ya el éxodo a las ciudades; la capital todavía no atraía tanto como más tarde; la diferencia entre el vivir aldeano y el ciudadano no era fundamental, y mucha gente adinerada prefería el aldeano, lo que hacía que la vida de los pueblos fuera algo más amplia y su dinámica más compleja.

Aranda de Duero, en 1820, no llegaba a las cinco mil almas, pero tenía algún movimiento, cierta vida.

Después del gran desastre de la guerra de la Independencia, unos pocos pueblos castellanos habían comenzado a trabajar con entusiasmo para reconstituírse; entre ellos estaba Aranda.

Había allí fábricas de hilados y tejidos de lino, de cáñamo y mantelería para el consumo de la comarca; de curtidos, de cerámica, de cordelería, de alpargatas... La agricultura estaba relativamente próspera.

Aranda sentía deseos de renovación y de mejora.

Era el único pueblo de la provincia con un núcleo liberal importante; todos los demás, comenzando por la capital, por Burgos, se sentían furiosamente absolutistas.

El liberalismo del elemento culto de Aranda, la influencia ejercida en toda la comarca por el Empecinado, impulsaban a gran parte de los habitantes de la villa a aceptar con entusiasmo las ideas y planes de la Revolución española y a pensar en la manera de levantarse y progresar.

Un núcleo de arandinos había hecho un programa indicando los medios necesarios para impulsar las industrias, mejorar la agricultura y arreglar los caminos, que desde la guerra de la Independencia se veían abandonados y deshechos. En este núcleo estaban los Flores Calderón, los Moreno, los Verdugo, los Mansilla, familias ricas y distinguidas de Aranda.

Para obra tan importante y trascendental se contaba con el nuevo Ayuntamiento nombrado por el Gobierno revolucionario de Madrid.

Otra de las reformas en que la mayoría del pueblo esperaba mucho era la creación de la Milicia Nacional voluntaria. Después de la guerra de la Independencia el bandolerismo había crecido en España, el campo era inseguro. Se creía que la Milicia voluntaria podría llegar a imponer la tranquilidad y el orden en la comarca. No era fácil, ni mucho menos, organizar estas milicias en los pueblos; faltaba dinero para los uniformes y las armas. Estos se tenían que adquirir lentamente.

En Aranda más de la mitad de la Milicia se hallaba equipada al mes de comenzar su organización. Todos los domingos, por la mañana o por la tarde, se hacía el ejercicio en los alrededores o en la plaza del Obispo.

Los soldados de la Milicia, y sobre todo los oficiales, se mostraban orgullosos de sus uniformes y los lucían los domingos y días de fiesta con entusiasmo.

Este domingo del año 1820, en que comienza nuestra crónica, se veían por los arcos de la Plaza Mayor más jóvenes que de ordinario vestidos con el uniforme de nacionales.

La gente del pueblo les miraba con simpatía; las chicas encontraban que hacían bien ir acompañadas de un miliciano, con su levita entallada y su gran morrión, por la Acera.

—¿Hoy tenemos revista, eh?—decía uno.

—Sí; en la plaza del Obispo.

—En nuestra compañía ya están todos con uniformes—indicaba otro.

—En la nuestra faltan.

—Parece que vamos a tener bandera.

—Otros dicen que no; que mientras no se forme un batallón no se puede tener bandera.

—Pues nos debían dejar...

—Si se lo pide Aviraneta al Empecinado nos dejarán.

—¡Es un hombre don Eugenio!

—Ya lo creo.

No todo el mundo celebraba ni contemplaba con simpatía a los milicianos, y había señor grave vestido de calzón corto, casaca negra de faldones largos y estrechos, y coleta, que miraba con indignación los flamantes uniformes, cuando no desviaba la vista de ellos con desdén.

Seis o siete lechuguinos, de sombrero redondo, levita a medio muslo, de color verde manzana y cuello de terciopelo, muchachos de familias pudientes y realistas, ridiculizaban entre ellos a los milicianos y querían convencerse de que el éxito de los uniformes entre las chicas no era tan grande como se pensaba.

Estaba el paseo de la Acera en su apogeo cuando por una de las bocacalles de la plaza se presentó el pregonero, de gran casaca, tricornio y su tambor, rodeado de una turba de chicos y de un viejecillo loco, a quien llamaban en el pueblo el Tío Guillotina.

Era éste un borracho perturbado, que decía en sus locos discursos que era republicano y que iba a llevar a todo el mundo a la guillotina y luego a echar las cabezas al río.

El Tío Guillotina vestía una casaca verde, calzones amarillos, y solía llevar un tricornio adornado con plumas de gallo. El Tío Guillotina discurseaba y hablaba de los buenos y de los malos pecados de los hombres, y se enfurecía artificialmente cuando empezaba a mentar la guillotina, que para él era un castigo del Cielo. Veía en su imaginación montones de cabezas a orillas del Duero y comenzaba a echarlas al río.

—Una... dos... tres... cien cabezas... doscientas cabezas... al río...

El Tío Guillotina honraba con su presencia todo acto popular.

Se produjo un movimiento de ansiedad en los paseantes de la Acera al ver al pregonero rodeado de su acompañamiento de chiquillos.

El pregonero se detuvo cerca de los soportales y comenzó a tocar el tambor.

El Tío Guillotina, poniendo una cara trágica, movió los brazos como si también él estuviera redoblando.

Tras del redoble, el pregonero sacó un papel que llevaba en lo solapa de la casaca, y comenzó a leer con voz gangosa un bando, haciendo unas paradas en su lectura completamente arbitrarias:

«El alcalde corregidor de la villa de Aranda de Duero: Hago saber:»

Aquí el pregonero hizo un redoble pintoresco y caprichoso. Después comenzó la lectura de prisa.

«—Que el jefe político de la provincia de Burgos me ha comunicado que... una corta partida de rebeldes, en número de ocho a diez, al mando del canónigo de la Colegiata de San Quirce, don Francisco Barrio..., anda sacando hombres y caballerías de los pueblos y conspirando contra el sabio Régimen Constitucional... Bien conozco yo la lealtad y fidelidad de los ciudadanos de Aranda, pero como entre ellos se han podido deslizar gentes de aviesa intención interesadas en encender la tea de la discordia, en su consecuencia, ordeno y mando».

Este ordeno y mando mereció los honores de otro redoble.

«Primero. Que todos los vecinos y habitantes de esta villa, sin excepción de personas... me den cuenta de los sujetos que lleguen a sus casas... con especificación de su procedencia, objeto de su venida, paraje adonde se dirigen, y si se hallan o no con sus correspondientes pasaportes.

»Segundo. Que todos los que tengan armas las presenten inmediatamente, bajo la multa de cinco ducados... y en el término de veinticuatro horas, en la casa de don Eugenio de Aviraneta, regidor primero y subteniente de la Milicia Nacional de esta villa... y los de los demás pueblos, en sus respectivas justicias.

Dado en Aranda de Duero a 3 de julio de 1820.»

El pregonero, después de acabar la lectura de la orden del alcalde, redobló de nuevo furiosamente y se dirigió a una de las salidas de la plaza. El Tío Guillotina levantó su tricornio saludando al público y siguió al pregonero.

Al volver la gente a la Acera comenzaron los comentarios.

—Es un caso de audacia inaudita—decía un señor viejo dirigiéndose a unas señoras—. ¡Qué afán de mandar tienen estos caballeros liberales!

—Es mucho atrevimiento—replicaba una señora gorda acompañada de dos damiselas.

—Sí, señora; mucho atrevimiento—añadió el viejo irritado—. Ya no se habla aquí para nada de Su Majestad, que Dios guarde.

Y el viejo saludó ceremoniosamente.

—Es el libertinaje—exclamó la señora gorda—. En mi tiempo la vida era otra cosa.

—Había dignidad, había moral, había religión—prorrumpió el viejo—. Hoy no hay nada más que relajamiento y anarquía.

Y el viejo mostró a la señora gorda un grupo de muchachitas provocativas que pasaban agarradas del brazo. La dama desvió la vista como si estuviera en presencia de Satanás.

—¡Qué escándalo!—dijo.

—¿Qué va a ser de la sociedad, señora?—preguntó el viejo—. Esto se hunde. Vamos en derechura al abismo. Antes el Ayuntamiento de Aranda estaba formado por personas respetables, temerosas de Dios... Hoy, fíjese usted quién nos manda, señora, un forastero, un advenedizo, un cualquiera... el señor de Aviraneta; caballero muy conocido en su pueblo y en su casa a las horas de comer. Los arandinos no tenemos vergüenza; no, señor.

—Es verdad, tiene usted razón, don Juan—contestó la dama.

—El señor de Aviraneta—siguió gritando el viejo—es el amo del pueblo; el señor de Aviraneta es el tirano de Aranda, y nosotros, como borreguitos, nos dejamos mandar. Parece mentira—. Las damiselas, al oír la palabra borreguitos, rieron y cambiaron unas miradas de inteligencia con dos lechuguinos que iban tras ellas, y la señora y el viejo siguieron su conversación hasta que acertó a pasar un fraile.

Besaron la señora y el viejo la mano del frailuco y las dos damiselas hicieron lo mismo.

—¿Ha oído usted este bando escandaloso, padre Gabriel?—preguntó el viejo.

—Sí; lo he oído. Mejor, mejor—contestó el fraile sonriendo con cierto maquiavelismo de beata intrigante—. Que tomen medidas extremas. Así se desacreditarán más pronto. Además—y se acercó al viejo poniendo la mano en la boca como una bocina—, sé por buen conducto que van a sacar muy pronto al Rey del cautiverio en que lo tienen los masones de Madrid.

—Hombre... Dígame usted. ¿Y quién, quién dirigirá tan magna empresa?—preguntó el viejo—. ¿Quién será ese noble adalid?

—Uno de ellos es el Cura Merino...

—¡Ah! Ese es un gran paladín... digno de otros tiempos... un verdadero español...

El fraile, con voz afectada, dijo que tenía que visitar a un enfermo muy grave, y se marchó del grupo; la señora y el viejo seguían hablando; las dos damiselas miraban a los lechuguinos, cuando unos cuantos jóvenes milicianos, agarrándose del brazo, comenzaron a cantar una canción nueva que acababa de llegar de Madrid y que decían estaba dedicada al comandante don Rafael del Riego. Al mismo tiempo se metían en los grupos de las muchachas. Ellas corrían riendo, chillando y exagerando el miedo. Algunos milicianos, entusiasmados, cantaban a voz en grito:

Soldados: la patria

nos llama a la lid;

juremos por ella

vencer o morir.

Al pasar por delante del viejo, éste les miró furioso y comenzó a decir:

—¡Bárbaros, más que bárbaros!

—Es el libertinaje—exclamaba haciendo aspavientos la señora gorda.

Las damiselas miraron a los lechuguinos riendo.

En esto salieron del arco del Ayuntamiento y aparecieron en la Acera dos oficiales de la Milicia, llevando en medio a un regidor.

De los dos oficiales, el uno era ya viejo, flaco, erguido como un gallo; el otro, joven, moreno, de pelo rizado.

El regidor llevaba casaca obscura de color castaña, con cuello de terciopelo y corte militar, medias negras de seda, pantalón de nanquin y chaleco rojo, a lo Robespierre.

Este regidor era pequeño, rubio, de nariz larga, la mirada atravesada y dura y los ojos azules. Llevaba sombrero redondo y su mentón desaparecía dentro de la corbata, de varias vueltas.

Andaba muy tieso, muy firme, con la mano derecha puesta en la abertura del chaleco, en una actitud napoleónica.

—¡Aviraneta, Aviraneta!—dijo la gente al verle.

—Tiene cara de masón—murmuró una vieja.

—De masón y de judío—añadió otra.

—Y es bizco...

—Para que sea bueno. ¡Bizco y rojo!...

—¡Jesús, qué horror! Yo creo que debe ser protestante lo menos. ¿Ha visto usted qué mirada nos ha echado, señora Manuela?

—Ese hombre no puede pensar nada bueno. Tiene facha de renegado, de algo prohibido...

Pasaron el regidor y los dos oficiales.

Poco después sonó la oración de las doce, se descubrieron todos, y en un momento, el señor viejo y la señora gorda, las damiselas y los lechuguinos, los milicianos y las muchachas provocativas dejaron los arcos de la plaza desiertos.

Con la Pluma y con el Sable: Crónica de 1820 a 1823

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