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IV.
CÁDIZ

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Aviraneta sabía desconfiar de las ilusiones y de las desilusiones. Conocía por experiencia los cambios rápidos de los asuntos políticos. Comprendía que en las revoluciones, la mayoría de las veces nunca se está tan cerca de llegar como cuando ya se desespera de ello, y nunca tan lejos como cuando un acontecimiento parece estar al alcance de la mano de los revolucionarios.

Aviraneta dejó Madrid; estuvo en Sevilla dos días y se presentó en Cádiz poco antes de las Navidades. Había fiebre amarilla en la isla gaditana y la ciudad estaba casi despoblada.

El Ejército expedicionario, a causa de la epidemia, había abandonado por orden superior la costa y estaba acantonado en Cabezas, Arcos, y otras ciudades alejadas del litoral.

Aviraneta, al llegar a Cádiz, se instaló en una casa de huéspedes.

Hizo sus averiguaciones y supo que el centro revolucionario se encontraba en el comercio de los Istúriz.

Don Javier no estaba en Cádiz y Aviraneta fué a ver a don Tomás Istúriz, a quien le habían recomendado desde Bayona.

Los Istúriz tenían una gran casa, vivían espléndidamente, como unos pachás.

Don Tomás, después de hacerle esperar mucho tiempo, recibió a Aviraneta de una manera desabrida. Primero sospechó si don Eugenio sería un espía; luego, al saber que había tomado parte en la conspiración de Richart y Renovales, supuso que tenía delante un hombre cándido y quiso confundirlo a sarcasmos; pero éste era uno de los fuertes de Aviraneta, y después de resistir las burlas de Istúriz, se las devolvió con mucha más mordacidad e intención.

Al final de esta entrevista, don Tomás Istúriz miraba a Aviraneta con recelo y pensaba interiormente que convendría alejar de cualquier modo a aquel hombre corrosivo y jovial.

Istúriz habló de su hermano Javier, recomendó a Aviraneta que fuera a verle y que visitara también a algunos masones, como Alcalá Galiano, Moreno Guerra, etc. Aviraneta no quiso ir. Estos liberales de Cádiz, con sus aires aristocráticos y entonados, le resultaron poco simpáticos.

Una parecida reserva como la de don Tomás Istúriz encontró Aviraneta en todos los masones gaditanos. Unicamente un militar, Santiago Rotalde, y un comerciante, Mendizábal, le acogieron bien. Mendizábal le contó con detalles las ocurrencias de julio en el Palmar del Puerto de Santa María; la defección de Sarsfield y La Bisbal, y la situación en que se encontraban los coroneles y comandantes de los cuerpos expedicionarios presos por aquellos acontecimientos.

Mendizábal añadió que iba a reunirse con el comandante del batallón de Asturias, don Rafael del Riego, que estaba en Cabezas de San Juan.

—Yo voy con usted—dijo Aviraneta.

—Bueno, pero no bajamos juntos, podemos inspirar sospechas.

Aviraneta comprendió que no se quería nada con él y se decidió a obrar solo. Con un día de lluvia se embarcó para el Puerto de Santa María, tomó un coche allí, fué a Jerez, y después a Cabezas de San Juan.

Preguntó por el comandante Riego y se presentó en su casa. Habían hecho juntos el viaje desde Suiza hasta Londres. Creía que le recibiría afectuosamente.

Aviraneta encontró a Riego en un cuarto pequeño, blanqueado, con una cómoda con un niño Jesús encima y unos santos negros en la pared.

Riego tenía aire febril y se veían en su rostro las huellas de una larga enfermedad. Estaba acompañado del teniente coronel Fernando Miranda y del capitán Valcárcel. La acogida de Riego fué también muy fría. Todos recibían a Aviraneta como si éste viniera a quitarles algo, algo de influencia o de gloria, o de prestigio.

Riego no estaba al principio dispuesto a comunicar a Aviraneta sus propósitos; pero después pensó, sin duda, que el consejo de aquel hombre podría servirle y le explicó su proyecto. No tenía más plan que sublevarse con los batallones de Asturias y Sevilla, ir a Arcos de la Frontera con ellos y prender a los generales jefes de la expedición. La fecha fijada era la mañana siguiente, el primero de enero. Al mismo tiempo se levantaría Quiroga y marcharía sobre el puente de Zuazo con los batallones de España y la Coruña.

—El plan es sencillo y, por lo tanto, bueno—dijo Aviraneta—. ¿Qué grito van ustedes a dar?

—Este es uno de los puntos que me preocupan—contestó Riego—. Muchos de mis oficiales son partidarios de proclamar inmediatamente la Constitución del año doce; en cambio, Galiano y los de Cádiz no quieren.

—No tienen razón—dijo Aviraneta.

—¿Le parece a usted mejor proclamar la Constitución inmediatamente?

—Sin duda alguna.

Miranda y Valcárcel asintieron. Siguieron Aviraneta y Riego hablando largamente. Se discutieron una porción de cosas y se puso en evidencia la poca conformidad de las opiniones de Riego y Aviraneta.

Estaban de acuerdo en las soluciones y estaban en desacuerdo en los motivos de obrar.

Este desacuerdo en los motivos fundamentales es el que produce casi siempre mayor falta de estimación entre las personas.

Aviraneta, hombre de perspicacia y de intuición, veía desarrollarse ante sí el espíritu de Riego a medida que hablaba con él como un hombre que despliega un plano y va dándose cuenta de la geografía de un país.

Riego era un ambicioso, como lo era Aviraneta; pero Riego se movía más por motivos ideológicos que Aviraneta. En Riego había una noción central de la política, quizá no muy elevada, pero la había; en cambio, en Aviraneta, no. Aviraneta era liberal por odios, por simpatías, por intuiciones; Riego lo era por conceptos. Aviraneta era valiente siempre, por fuerza, por agilidad espiritual; Riego podía serlo en ocasiones por necesidad y por convicción. Riego era capaz del sacrificio por la idea; Aviraneta era capaz del sacrificio por la aventura.

Aviraneta tenía una resistencia física grande; Riego era enfermizo; Aviraneta contaba con su voluntad como con un muelle fuerte y tenso; Riego no contaba siempre con ella; Aviraneta hubiese expuesto la vida por una bagatela, por amor al peligro; Riego sólo por una cosa trascendental; Aviraneta era audaz por instinto, por contextura psicológica; Riego, por reflexión. Lo que para Aviraneta era fácil, para Riego significaba un esfuerzo.

Si cada individuo, como suponen algunos observadores, en vez de ser un yo, es un conjunto de yos obscuros y embrionarios, lo que hacía Aviraneta lo hacía con todos los Aviranetas de su alma; en cambio, lo que hacía Riego, lo hacía por el esfuerzo y la victoria de un Riego sobre los demás Riegos de su espíritu.

Riego era un héroe incompleto; Aviraneta era un aventurero perfecto. Ahora la perfección tiende a desdeñar la imperfección: Aviraneta desdeñó a Riego; Riego, en cambio, sintió una mezcla de desprecio y de temor por Aviraneta.

Aviraneta pensó: «Este pobre hombre quiere ser un héroe y no tiene energía para ello».

Riego se dijo: «Este es un aventurero peligroso, capaz de todo: de hacer la revolución y de vender la revolución. Este es un hombre inmoral».

Riego se engañaba. Aviraneta, para complicarse más, era hombre de probidad.

Aviraneta veía en Riego una aspiración a cerrar el paso a los demás y a ser el único; Riego, sin duda, quería que la libertad española se debiera exclusivamente a él; quería que su figura fuese predominante, que todo lo que se hiciera en sentido liberal tuviese conexión con su persona.

Así, la revolución de Riego tenía que estar vaciada en su espíritu; debía tener cierto carácter culto, no debía ser ni guerrillera ni demagógica, y sí estar sometida a una oligarquía vinculada en políticos y en oficiales de carrera.

Aviraneta comprendía que así pensaba Riego. Riego, a su vez, veía que Aviraneta era un hombre osado, capaz de cualquier cosa; hombre para quien las jerarquías no significaban nada, para quien las dificultades no tenían valor. Riego suponía en el visitante un espíritu de audacia y de libertinaje desarrollado en las aventuras de la vida guerrillera; pensaba que aquel hombre podía estorbarle, truncarle un éxito, arrebatarle la popularidad, y esto le bastaba para ponerse en guardia contra él.

Muy entrada la noche, Aviraneta se fué a dormir con el convencimiento de que Riego sería desde entonces enemigo suyo.

¿Tendría éxito? ¿No tendría éxito el comandante de Asturias en su empresa?

Por un lado, Aviraneta se hubiera alegrado de su fracaso; por otro, no; pues el triunfo de la Revolución le llevaría a él a una vida más intensa.

Estos complots militares, a veces, aciertan cuando menos se lo figura uno.

Aviraneta se marchó a su casa y durmió hasta muy entrada la mañana.

Al despertarse supo que Riego se había sublevado y proclamado la Constitución del año doce.

Por lo menos, la primera parte del plan de Riego había tenido éxito.

La segunda parte del proyecto consistía en avanzar con las tropas sublevadas a Arcos de la Frontera, donde se encontraba el Cuartel general, y prender a los jefes.

Los batallones de Asturias y Sevilla salieron de Cabezas de San Juan a las tres de la tarde, y a las dos de la mañana se presentaron delante de Arcos.

El teniente Bustillo estaba encargado del arresto del general en jefe, Calderón; Miranda, del general Fournas, y Valcárcel, del general Salvador.

Mucho tiempo se perdió delante de Arcos. Se había decidido que Asturias entrara por un punto, y Sevilla por el contrario; ya comenzaba a clarear y no habían llegado los de Sevilla.

Riego, impaciente, mandó cinco compañías y ordenó la prisión inmediata de los generales. Se hicieron las prisiones, se dispararon unos cuantos tiros, que mataron a dos soldados de la guardia de los generales, y cuando no se sabía qué hacer apareció en Arcos el batallón de Sevilla, que venía de Villamartín y se había perdido en el camino.

Difícilmente se podía comprender que un movimiento tan mal planteado y dirigido acabara con tanto éxito.

—¡Qué suerte tiene esta gente!—murmuró Aviraneta con cierto despecho.

Posesionado de Arcos el ejército rebelde, se proclamó la Constitución y se nombraron alcaldes.

El batallón de Guías fraternizó con los sublevados.

Por la noche, Riego envió a varios oficiales con una columna, formada por compañías de los tres batallones que habían iniciado el levantamiento, a que se acercaran a los pueblos de la bahía de Cádiz para anunciar el triunfo de la Revolución.

Aviraneta, pasado el momento de despecho, quiso ayudar a la obra revolucionaria. Se había enterado de que en Bornos estaba de oficial un amigo suyo de Azcoitia, Félix Zuaznavar, afiliado a la masonería y complicado en la conspiración de Renovales.

Aviraneta marchó a Bornos a hablar a Zuaznavar y no necesitó convencerle. Zuaznavar se reunió con él en seguida, y fueron juntos a Arcos, a presentarse a Riego.

Era Zuaznavar un hombre alto, fuerte, huesudo, entusiasta de las ideas revolucionarias. Había luchado en la guerra de la Independencia y estaba inflamado de ardor liberal y patriótico. Zuaznavar aseguró que si se presentaba Riego, el batallón segundo de Aragón, que estaba en Bornos, se uniría a él.

Riego escuchó las proposiciones de Zuaznavar y decidió salir a las tres de la mañana, a pesar de hallarse enfermo, camino de Bornos, con un destacamento de trescientos hombres.

Se dió la orden de marcha, y al alba se llegó al pueblo. Se colocó la tropa desplegada en batalla sobre una altura y se esperó.

Aviraneta, Zuaznavar y otros dos oficiales vascos, Arribillaga y Sorrozábal, marcharon al pueblo a sublevar la tropa. Un teniente del batallón, llamado Valledor, detuvo al comandante del regimiento de Aragón, lo hizo prisionero y se lo entregó a Riego, que avanzaba hacia el pueblo, montado a caballo, al lado de su asistente y de dos ordenanzas de infantería.

Poco después comenzaron a sonar los tambores, y el batallón entero, tocando generala, salió de sus alojamientos de Bornos dando gritos de «¡Viva la Libertad!», «¡Viva la Constitución!».

Se volvió a Arcos, y dos días después, todas las tropas reunidas marcharon a Jerez. Al día siguiente se proclamaría la Constitución en esta ciudad.

Aviraneta fué al cuartel donde se encontraban los oficiales amigos suyos, y no le dejaron entrar. Por la tarde vió que estaba vigilado. Aviraneta se presentó a Zuaznavar y al capitán Sorrozábal, dispuesto a pedir explicaciones a Riego; pero éstos le convencieron de que en aquellas circunstancias sería lamentable.

Riego tenía una idea falsa de él.

Zuaznavar y Sorrozábal añadieron que lo que les parecía mejor era que Aviraneta fuese al Puerto de Santa María a reunirse con otro vasco, el capitán Roque Arizmendi, que había ido allí escoltando a los generales prisioneros.

Aviraneta pasó varios días en el Puerto en la inacción, con un tiempo desdichado de lluvias; presenció la entrada de Riego y Quiroga, y después fué a San Fernando.

Se había reunido aquí mucha tropa; Aviraneta tenía entre los oficiales amigos y conocidos, entre ellos Valdés, Iñurrigarro y Arizmendi. Habían nombrado general en jefe a Quiroga, y Aviraneta fué a verle y a ofrecerse a él; pero Quiroga era un galleguito ordenancista que creía que el movimiento era únicamente militar y que los paisanos nada tenían que hacer en él.

En el fondo existía cada vez más fuerte la rivalidad entre los guerrilleros y la tropa de línea, que había estallado después de la guerra de la Independencia, y bastaba que alguien se diese a conocer como guerrillero para producir desconfianza entre los militares de carrera.

Aviraneta tuvo que servir de testigo de las marchas y contramarchas de aquellas tropas, en las cuales seguramente no había ningún Napoleón.

Aviraneta ya no tenía nada que hacer allí, y, recordando el encargo de Salvador Manzanares, le escribió una larga carta, contándole con detalles cómo se había verificado el movimiento revolucionario. Esta carta se la entregó a un contrabandista de Ronda que marchaba a Gibraltar.

Con la Pluma y con el Sable: Crónica de 1820 a 1823

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