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III.
DOS MADAMAS FRANCESAS

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Índice

No cabía duda que se encontraba España en un período de mayor libertad práctica que en tiempo de la conspiración de Richart.

Ya no había tanto entusiasmo por Fernando VII; los liberales comenzaban a tomarle odio, y los absolutistas y el clero a considerarle poco celoso de la religión. Los curas ya no hacían aquellos sermones panegíricos, como el del padre Rodríguez Carrillo, en 1814, que se titulaba: Triunfos recíprocos de Dios y de Fernando VII. Algunos empezaban a comprender que el rey tenía gran parte en todos los males; sólo el pueblo bajo, que experimentaba simpatía por la manera de ser plebeya y grosera del Borbón, se sentía fernandino.

Todo le hacía creer a Aviraneta que en las esferas oficiales no había la severidad de los primeros años de la reacción.

La camarilla de Fernando VII se había transformado: Chamorro, el ex aguador de la fuente del Berro, no tenía su antigua importancia, y Ugarte compartía el mando con el embajador ruso Tattischef, célebre en aquella época por haber mediado en la venta a España de unos cuantos barcos rusos completamente podridos. Ugarte y Tattischef habían formado una alianza que se imponía al Consejo de ministros.

Alrededor de Ugarte flotaba una nube de intrigantes: Ramírez de Arellano, el padre Manrique, un tal Jerónimo, un señor Páez y don Pascual Vallejo, gente que ayudaba a desgobernar España, pero que con sus maquinaciones contrarias conseguía que la arbitrariedad de los unos se neutralizara con la de los otros.

Toda corrupción produce, naturalmente, cierta libertad práctica; en Palacio se vivía en plena corrupción.

Chamorro seguía haciendo bufonadas en la camarilla, y el rey, que tenía alma de palafrenero o de mozo de mulas, le miraba encantado; Ugarte y Tattischef con su corte mandaban.

Los ministros y palaciegos eran grotescos. Lozano de Torres se había condecorado a sí mismo con la cruz de Carlos III, por haber sido el primero en publicar el embarazo de la reina, y a Elío le habían dado otra cruz por restablecer el tormento en Valencia.

Aviraneta fué a visitar a madama Luisa Robinet, con la intención de mixtificarla. Sabía de ella lo bastante por María Visconti.

Aviraneta sentía cierto amor por la farsa. El representar una pequeña comedia le gustaba; le daba la impresión de la elasticidad de su espíritu, la utilizaba para sus fines y era como la literatura de un hombre iliterato.

Madama Luisa tenía un taller de modas que le servía de pantalla para sus intrigas y citas. Madama Luisa, en un viaje que había hecho al mediodía de Francia, había intimado con una tal Carolina, aventurera, ex cortesana, a quien le quedaban unos miles de francos.

Las dos mujeres en sociedad instalaron su casa en la calle del Clavel, en un piso segundo.

Aviraneta fué a visitar a madama Luisa, y después de dar muchas explicaciones a una criada vieja al través de la rejilla de la puerta, le hicieron pasar a la sala.

Era éste un cuarto grande, con dos balcones, materialmente lleno de muebles, cuadros, joyas, miniaturas, estatuas antiguas, todo amontonado, como en una tienda de antigüedades.

Aviraneta se fijó en que las puertas eran nuevas y fuertes y tenían cerraduras y cerrojos.

Al poco tiempo se presentó la francesa madama Luisa, una mujer insignificante, fea, cargada de espaldas, vestida de una manera llamativa.

Aviraneta se dió a conocer como un mejicano que venía a España a vender perfumes y elixires, y elogió sus productos como un buen comisionista, diciendo que eran distintos a los demás.

—Ensáyelos usted—dijo Aviraneta, dejando tres frasquitos en un velador—; tengo la seguridad de que le gustarán. Si es así, como será, usted los recomendará a sus amigos, pues sé que tiene usted buenas relaciones, y yo le daré un tanto por ciento en la venta.

—¿Y cómo sabe usted que tengo buenas relaciones?—preguntó la francesa.

—Lo sé por Cecilio Corpas, que es amigo mío.

—¿Es usted amigo de Corpas?

—Sí, señora. Por cierto que hace mucho tiempo que no le veo.

—¡Claro, como que no está en Madrid!

—¿Qué le ha ocurrido?

—Que ha caído en desgracia. Está deportado.

—¿De veras?

—Sí.

—No lo sabía.

—Pues, sí.

—¡Lástima! Tiene mucho talento.

—¡Oh, sí tiene talento el señor de Corpás!—exclamó la francesa.

—Ahora aquí, para inter nos, yo creo que es un canalla—insinuó Aviraneta.

—Completo.

Esto para madama Luisa era un elogio.

—¿Y por qué le han deportado?

—Verá usted. El duque de San Carlos le había nombrado cónsul de Portugal; tenía una causa por suplantar títulos y honores; pero, a pesar de esto, seguía intrigando y entrando en el cuarto del rey; a un comerciante le sacó treinta mil reales por ofrecerle su protección; a un señor no sé cuánto por hacerle marqués.

—¿Y tenía poder para eso?

—Sí; porque conoce los secretos de Lozano de Torres, de Ugarte y de todo el mundo; pero como es un cínico que no tiene miedo a Dios ni al Diablo, es capaz de prometer una cosa, tomar el dinero y no hacerla. Eso no puede ser. Hay que tener seriedad.

Doña Luisa quería que hubiese cierta probidad dentro del chanchullo.

—¿Y qué ha producido su deportación?—preguntó Aviraneta.

—Pues que quiso amenazar al ministro León Pizarro, por medio de Arjona, diciéndole que hiciera lo que él exigía, porque si no, lo echaba del Ministerio. Pizarro, en este momento, tenía más fuerza que Corpas, y consiguió que a don Cecilio lo encerraran en el castillo de Badajoz.

—¿Y cómo lo abandonaron Ugarte y la camarilla?

—Fué un abandono provisional, mi querido señor. Dejaron al ministro que tuviera este triunfo pasajero; pero después, como sabrá usted, el que ha tenido que dejar la poltrona y huír ha sido Pizarro.

—¿Y cómo no ha vuelto Corpas?

—No sé. O ha reñido con Ugarte, o lo tienen en alguna comisión.

En este momento entró la otra francesa, Carolina. Madama Luisa la presentó y Aviraneta la saludó muy finamente.

Era ésta una mujer alta, rubia, a la que quedaban ciertas huellas de su belleza. Vestía de una manera exagerada, se teñía el pelo, se pintaba los ojos y llevaba los dedos llenos de sortijas.

Aviraneta no quiso insistir en sus preguntas, y cambiando de conversación se puso a hablar con volubilidad de sus cosméticos y de sus elixires.

—Tengo—dijo misteriosamente—, pero esto no lo puedo mostrar todavía, un elixir que es una cosa extraordinaria.

—¿Para qué sirve?—preguntó la Carolina.

—Sirve, sencillamente, para rejuvenecer.

—¿De verdad?

—Sí, pero no lo digan ustedes a nadie; puede ser un negocio tremendo.

—¿Y cómo lo ha encontrado usted!—preguntó la ex cortesana.

—Señora, yo no lo he encontrado, no conozco la química para eso. Es un secreto que me han confiado. Usted no sé si sabrá que un marino español, Juan Ponce de León, al llegar a la ínsula Florida, creyó encontrar la fuente de la Juventud, la Fuente de Juvencio.

—No.

—Pues bien, esa fuente no existe en la Florida; pero, en cambio, no muy lejos de ella, hay una planta cuyo jugo es una Fuente de Juvencio, y ese jugo, elaborado por unos indios y mezclado con sangre de niño forma mi elixir.

—¿Y lo tiene usted aquí?—preguntó Carolina.

—No; no, señora; no me he aventurado a ello. Las seis redomas, únicas que tengo, las he dejado guardadas en París en una caja de hierro depositada en un Banco.

—¿Y por qué no traerlas?

—No, no; hubiera sido un peligro; hubiera podido ser asesinado. Además, no tengo autorización de mis indios. Cuando la tenga y me manden cantidad entonces comenzaré a vender las redomas.

—¿Y serán muy caras?

—Cada redoma pequeña valdrá cincuenta duros, por lo menos.

—Mucho me parece.

—¿Mucho por la salud? ¿Por la juventud?

—Sí, es verdad, tiene usted razón; no es mucho.

—¡Si eso se hubiera conocido antes!—exclamó la ex cortesana, pensativa.

Aviraneta creyó que, para primer día, había conseguido su efecto; se levantó, saludó a las dos mujeres y se fué prometiendo volver.

Unos días después estaba de nuevo allí.

Madama Luisa quiso demostrar a Aviraneta que la fama que tenía su antiguo amante Macanaz de vender destinos era falsa. A Macanaz, según ella, no le habían sacado del ministerio y encerrado en el castillo de La Coruña por venalidades, sino por guardar copias de las cartas cruzadas entre Napoleón y Fernando.

Aviraneta dijo a la Robinet que a él le parecía muy mal que se vendieran destinos, vendiéndolos baratos, y con este motivo se estableció una corriente cordial de cinismo y de alegría.

Aviraneta se manifestó francamente desvergonzado y llegó a entusiasmar a Carolina y a Luisa, que comenzaron a pensar en una posible colaboración. Las dos francesas eran mujeres extrañas. La Carolina había rodado por el mundo y no creía en nada, excepto en aquellas cosas absurdas que no se pueden creer. Así pensaba que no había nadie capaz de resistirse al dinero, ni hombre honrado, ni mujer honesta; en cambio, tenía por verdades la magia, la quiromancia y otras necedades parecidas. Su credulidad por estas cosas era extraordinaria.

Madama Luisa, por su parte, era aduladora, insinuante y mucho menos lista de lo que se figuraba ella misma y de lo que se figuraban los demás. De la venalidad y el soborno realizados en colaboración con el ministro Macanaz, de quien había sido amante, había pasado a oficios celestinescos sin abandonar la alta intriga.

Adivinaba Luisa quién era la señora que necesitaba unos miles de reales y la relacionaba con un cortesano o con algún comerciante rico venido de las Indias. Madama Luisa tenía un odio furioso contra las demás mujeres, sobre todo contra las mujeres virtuosas, odio que fundía con un desprecio irónico por los maridos y los padres y un gran entusiasmo por los donjuanes, sobre todo si eran jóvenes, bonitos y ricos.

El campo en donde evolucionaban Carolina y Luisa era verdaderamente extenso; colaboraban en las intrigas palaciegas, hacían sus menesteres de terceras, prestaban a usura, echaban las cartas. Eran un poco anticuarias y chamarileras. Sobre todo Luisa sabía dónde había almonedas de muebles, cuadros, joyas; tenía amigas prestamistas. Hubieran vendido las dos amigas venenos y filtros de amor si se hubiese creído en ello. Pero todo esto no lo estimaba tanto Luisa como la intriga, la alta intriga política.

Carolina no quería mas que el dinero; a Luisa no le bastaba el dinero, deseaba el poder.

La ex ama de llaves había querido conquistar a algún personaje de la Camarilla y reunir en su casa una tertulia influyente; pero no lo había conseguido.

Sus dos ambiciones eran tener un salón con diez o doce personas de prestigio, en donde se intrigara y se jugase a las cartas, juegos franceses, y casarse.

Corpas, durante algún tiempo, la había visitado, dejándola maravillada con su cinismo y su audacia. La Robinet había esperado que fuese la primera adquisición de su tertulia, pero Corpas la abandonó pronto.

Aviraneta alentó las ambiciones de la francesa, y quedaron de acuerdo en escribirse y comunicarse datos acerca de lo que ocurría en Madrid.

Con la Pluma y con el Sable: Crónica de 1820 a 1823

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