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II.
EN MADRID, DE PERFUMISTA

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Aviraneta pensó que para entrar en España le convenía un disfraz. Ciertamente, nadie o casi nadie le conocía.

La gente de Merino probablemente no estaría en las ciudades. El único contratiempo serio hubiese sido encontrarse con Cecilio Corpas, Freire o con alguna otra persona que hubiese intervenido en la conspiración del Triángulo.

Pensó Aviraneta si estaría bien marchar vestido de peregrino o de fraile; pero supuso que quizá fuera comprometido.

Luego vaciló en pasar por indiano rico o por vendedor de drogas y de artículos de perfumería, y se decidió por esto. Como su verdadero nombre, Aviraneta, no lo conocía nadie, se le ocurrió usarlo italianizado y llamarse Aviranetti. Un perfumista entrometido no es cosa que choque, y con el pretexto de vender sus pomadas, cosméticos y bandolinas pudo andar por todas partes.

Aviraneta compró en una perfumería varios frascos de aceites, perfumes y elixires, y mandó hacer etiquetas muy adornadas y elegantes, en donde ponía:

EUGENIO D'AVIRANETTI

PARFUMEUR DES ROIS

Sanz de Mendiondo, el Manco, proporcionó al signor Eugenio d'Aviranetti un pasaporte visado por lord Wellington, y el perfumista de los reyes se dirigió a España. Tres días después estaba en Aranda, donde habló con el Empecinado, que se mostró dispuesto a todo por traer la Constitución. Al día siguiente llegó a Madrid y se instaló en una fonda de la calle de Preciados.

Hacía ya cerca de cinco años que Aviraneta había dejado la corte. En estos años, Madrid no había progresado nada. Era un poblachón sucio, polvoriento, destartalado. La Puerta del Sol, el sitio más céntrico, no llegaba a ser mas que una encrucijada con una fuente, en donde bebían hombres y burros.

El pueblo, a pesar de su corto número de habitantes, disfrutaba de diez y siete parroquias, cuarenta y dos conventos de frailes y treinta y dos de monjas. Las calles se veían cuajadas de frailes, legos, demandaderos, y esto, unido a los mendigos, cojos, tullidos, ulcerosos, paralíticos, que arrastraban las piernas, mudos, que tocaban una campanilla, y otros monstruos, más o menos pintorescos, daban a la ciudad un aspecto trágico y desagradable.

La corte ofrecía pocos atractivos: había muchas calles donde no se podía entrar; las posadas eran hórridas, y sus portales, un asilo de vagos y de ladrones. En el Prado andaban unos chiquillos andrajosos con mechas encendidas, formadas de trapos, ofreciendo fuego al que iba a encender un cigarro.

Aviraneta comenzó sus trabajos de exploración con su natural prudencia.

Habló en los comercios, fué a la Fontana de Oro, oyó las conversaciones de unos y otros. Todo el mundo estaba descontento; el país marchaba mal, y, a pesar de las prisiones y deportaciones ordenadas por el ministro don Bernardo Mozo de Rosales, marqués de Mataflorida, se hablaba en las calles con audacia. Había gran incertidumbre entre la gente; machos deseaban un cambio radical en la política. El optimismo de la guerra de la Independencia había desaparecido. El tesoro estaba exhausto, el ejército desnudo y hambriento, los caminos infestados de partidas de bandidos.

—Esto no marcha—decían unos; pero no se atrevían a hablar de la Constitución, ni de un cambio de régimen.

Aviraneta comprendía que los resortes policíacos se debilitaban en las manos del ministro y que podía seguir impunemente en sus investigaciones.

Había por entonces una logia masónica en la calle del Barquillo, y un Oriente Escocés de señoras, que se reunía en la calle de la Puebla, cerca de San Antonio de los Portugueses; pero el Oriente y la logia eran igualmente anodinos.

Aviraneta no pensó en visitarlos, y fué a ver a uno de los recomendados por Manzanares, al coronel retirado, Miguel Ezquiaga, que vivía en la calle de Luzón.

El tal Ezquiaga, jugador empedernido, acudía a una timba de los Portales de Manguiteros, esquina a la calle de los Tintes. En aquella chirlata, en donde entraba la policía, se conspiraba, según dijo el coronel; pero Aviraneta no notó más sino que se hacían trampas y se levantaban muertos.

De esta chirlata enviaron a Aviraneta a otro rincón de la calle del Sordo, donde vivía Paca la Valenciana, y se jugaba al monte. Allí también se decía que se conspiraba y que el juego era el manto con que se envolvían intrigas políticas; pero más bien parecía lo contrario.

Aviraneta sabía que en estas supuestas conspiraciones suele haber parte de verdad en medio de la farsa y que no es prudente pensar que en ellas todo es mentira.

La Valenciana era una mujer lista y bien informada de la vida de la corte. Por ella supo Aviraneta que Corpas hacía ya tiempo que no estaba en Madrid. En la conversación que tuvieron la Valenciana y Aviraneta se barajaron los nombres de muchas personas conocidas, entre ellos el de madama Luisa Robinet, la ex ama de llaves del ministro Macanaz, que seguía viviendo en Madrid e intrigando.

Aviraneta se despidió de la Valenciana, fué a buscar al Majo de Maravillas, el chispero que tenía un taller de herrería en la calle de Segovia, y por medio de la gente que conocía éste fué enterándose de dónde vivían algunas personas a quienes no deseaba encontrar. Pronto pudo asegurarse que ni Corpas, ni Freire, ni Magaz, ni ninguno de los que habían intervenido en la intriga de la conspiración del Triángulo estaban por el momento en Madrid.

Aviraneta tenía el campo libre y se decidió a avanzar en su camino.

Con la Pluma y con el Sable: Crónica de 1820 a 1823

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