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I.
LOS HILOS DE LA VIDA PASADA

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Índice

Unos meses solamente habían transcurrido desde la salida de Aviraneta de Veracruz a su llegada a Aranda de Duero, pero estos meses abundaron en acontecimientos.

Cierto que los sucesos ocurridos a don Eugenio no fueron de aquellos en los cuales él representara el papel de protagonista, sino más bien el de comparsa.

A esto se debió, sin duda, el que Aviraneta no tuviese gran interés en contarlos. Sólo gracias a la inteligencia del cronista aviranetiano, don Pedro Leguía, se conocen en detalles.

Se habían embarcado en Veracruz, en la fragata Estrella, Aviraneta, el oficial don Ignacio Arteaga, enfermo, gravísimo, y su mujer, Mercedes, en meses mayores.

Arteaga estaba desahuciado y no tenía más anhelo que morir en España y que su hijo o hija naciera en la Península.

La suerte no lo quiso así: la travesía fué muy larga y fatigosa, y quince días después de salir de Veracruz, Arteaga moría, y pocas horas más tarde, Mercedes daba a luz una niña, que se llamó María del Coro.

Aviraneta tuvo que cuidar de la madre y de la niña. La viuda quiso levantarse inmediatamente para ver el cadáver de su marido, y Aviraneta, no pudiendo convencerla con razones, cerró con llave el camarote, y a pesar de las lágrimas y de las amenazas de Mercedes, no la dejó salir.

Los días siguientes, Aviraneta tuvo que estar de niñero, paseando en brazos a la criatura hasta que la madre pudo levantarse.

Después de una penosa travesía, la viuda de Arteaga, su niña y Aviraneta desembarcaron en Burdeos.

Mercedes tenía la idea de trasladarse a Pamplona o a Laguardia. Aviraneta deseaba acompañarla, y con este motivo los tres fueron en la diligencia a Bayona.

Aquí la viuda de Arteaga quiso quedarse unos días a comprar ropas; pero los días se convirtieron en semanas, las semanas, en meses, y Mercedes decidió vivir provisionalmente en Bayona.

Dejó la fonda y marchó a instalarse a una pensión. Se bautizó a la niña en la catedral y fué padrino don Eugenio.

Durante este tiempo, Aviraneta se presentó en Bidart a visitar a Etchepare, y se acercó a Irún, donde pasaba una temporada su madre. Aviraneta quería entrar definitivamente en España; pensaba que más pronto o más tarde intervendría en la política española, aunque por entonces no tenía proyecto alguno.

Mercedes se había acostumbrado a consultar con Eugenio a cada paso. La viuda de Arteaga estaba muy guapa, muy interesante y melancólica.

Alguna vez se le había ocurrido a Eugenio la idea de casarse con ella y convertir a Corito de ahijada en hija, pero pensaba que el recuerdo de Ignacio se le interpondría siempre como una imagen difícil de borrar. Ignacio Arteaga había sido para él de estos amigos a quienes se quiere más que se estima, que son como parte de uno, que estorban a veces, pero que es imposible olvidarlos.

Aviraneta, al llegar de nuevo a Europa, no había cumplido veintiocho años. Su pelo, rubio, comenzaba a clarear y le preparaba una calvicie prematura. Aviraneta tenía aplomo y sabía dominarse. Vestía con elegancia un poco siniestra, que le daba aspecto de viejo.

Aviraneta no tenía proyectos; pensaba que si seguía viviendo en Bayona de aquella manera plácida, era posible que acabase allí su vida de conspirador.

Qué cantidad de necesidad, qué cantidad de casualidad hay en la vida de los hombres, nadie lo sabe.

En este momento el destino no quiso que las grandes facultades de maquinación y de intriga de don Eugenio se perdieran, y produjo una coyuntura para emplearlas.

Visitaba la pensión de la viuda de Arteaga, en donde había una familia española, un cura vizcaíno.

Este cura se relacionó con Mercedes, y por Mercedes se hizo amigo de Aviraneta. Se llamaba don Pedro Ignacio de Gondraondo y había sido párroco de la anteiglesia de Gatica, en Vizcaya.

No era Aviraneta de los anticlericales que tienen antipatía personal por los curas; al revés, se entendía bien con ellos. Gondraondo era hombre amable y servicial, un tanto satisfecho de sí mismo, como buen vizcaíno. Aviraneta y Gondraondo se hicieron amigos. Pasearon juntos, hablaron de su vida anterior, y don Eugenio, para asombrar al cura, le contó su vida de guerrillero con Merino, su expedición con Riego por Europa y sus aventuras de Méjico.

Luego añadió:

—También tomé parte en una tentativa revolucionaria, bastante misteriosa, dirigida por Renovales y Richart.

—Hombre, ¡qué extraño!—exclamó el cura.

—¿Por qué?

—Por que yo también intervine en esa conspiración—contestó Gondraondo.

—¿De verdad?

—Sí, señor; no es broma.

El cura, efectivamente, había sido amigo de Renovales y tenido ocultos durante unas semanas a los conspiradores en su casa de Gatica. Después del fracaso de la conspiración preparó un barco en Plencia, en el que huyeron los revolucionarios bilbaínos. Los realistas olfatearon la complicidad, y Gondraondo fué perseguido por el Gobierno, y tuvo que emigrar, y quedó arruinado.

Es siempre curioso, cuando dos personas toman parte en un mismo acontecimiento sin conocerse, la distinta manera como lo recuerdan. El cura de Gatica no conocía lo que Aviraneta y el barón de Oiquina habían hecho en Madrid; en cambio, Aviraneta no sabía con detalles lo ocurrido en Bilbao.

—¿Y se sabe lo que ha sido de Renovales?—preguntó Gondraondo.

—Está en Nueva Orleáns; fué a vivir allí después de su expedición fracasada a Méjico. Parece que hizo un convenio con el embajador de Londres.

—Cierto—dijo Gondraondo—; ese convenio se pactó entre Renovales y el duque de San Carlos, y se ha respetado. Según han dicho, el Ministerio no quería aceptarlo; pero el general Eguía, como paisano nuestro y de Renovales, consiguió que se respetase.

Después de hablar de estos sucesos pasados, el cura de Gatica preguntó a Aviraneta si no trataba a los emigrados españoles de Bayona.

—No, no conozco a ninguno—contestó Aviraneta.

Gondraondo citó el nombre de los emigrados que estaban allí. Se encontraba entre ellos Salvador Manzanares; había otros varios a quienes Aviraneta conocía de nombre como afiliados a la conspiración del Triángulo.

—¿Y dónde se ve a esa gente?—preguntó Aviraneta.

—Salen muy poco, y de noche. Están vigilados por el Gobierno francés muy de cerca. Si usted quiere, yo le llevaré adonde se reúnen.

—Bueno, aceptado.

Efectivamente, unos días después, de noche, fueron a una casa vieja del barrio de Saint-Esprit. Entraron en un cuarto pequeño, con un papel rasgado y sucio, en el cual se veían clavados con tachuelas retratos de Lacy, Porlier, el Empecinado y Mina.

En el testero principal, encima de la mesa, había una estampa grande que, por su aspecto, era inglesa.

Representaba a Fernando VII en su trono, vestido de payaso y con un gran gorro puntiagudo de bufón, terminado por una campanilla. En el gorro se leía la palabra superstición. En una mano, el rey tenía un cetro pesado, y en la otra mano, una calavera: España. A un lado de Fernando estaba sentado el Diablo, y al otro, el padre Cirilo, que hablaba al déspota de un modo insinuante. Alrededor del trono se levantaban los patíbulos de Lacy, Porlier, Richart, y la casa de la Inquisición, a cuya puerta un diablillo quemaba un número de El Español Constitucional, el periódico que por entonces publicaban en Londres Blanco White y sus amigos.

El cura de Gatica acercó la lámpara a la pared para que Aviraneta contemplase la estampa.

Luego estuvieron los dos hablando hasta que fueron llegando varias personas. Eran casi todos oficiales huídos de España, por haber tomado parte en las conspiraciones últimas de Barcelona y Valencia.

Los dirigía Salvador Manzanares, oficial de Artillería, muchacho activo, valiente, emprendedor, efusivo y lleno de iniciativas.

La mayoría de los reunidos eran jóvenes; pero no faltaban dos o tres viejos.

Entre éstos se encontraba Sanz de Mendiondo, el Manco, hombre ardiente, oficial de Mina, cómplice de Porlier, que había pasado dos años en la cárcel de La Coruña, de la cual pudo escaparse. Mendiondo seguía animado de un gran entusiasmo, que no le quitaban las enfermedades ni los años.

Manzanares, al saber que Aviraneta había pasado bastante tiempo en Méjico, le explicó los trabajos que se llevaban a cabo en España y las esperanzas que se tenían de que la Revolución triunfase. Don Enrique O'Donnell, conde de La Bisbal, estaba dispuesto a dar el grito, y todo el ejército expedicionario que pensaba el Gobierno enviar a América se hallaba ya comprometido. Hacía unos días que acababa de pasar por Bayona un oficial de Artillería, Rodríguez Acuña, venido de España a avisarles que estuvieran dispuestos.

Aviraneta, en seguida expuso sus observaciones, lo que se debía hacer, las medidas que se debían tomar, todo con la claridad y astucia que le caracterizaban.

La mayoría de los liberales aceptaban los puntos de vista de Aviraneta; algunos se pusieron en contra de sus opiniones. Manzanares fué de los primeros, e indicó a Aviraneta que volviera a la reunión.

A la segunda entrevista, Manzanares le dijo:

—¿Tú puedes entrar en España sin peligro?

—¡Pse! Sin gran peligro.

—¿Tendrías inconveniente en ir?

—Hombre, no.

—Pues entonces, vete. Dirígete primeramente a Madrid, observa lo que pasa; luego, marcha a Sevilla, y después, a Cádiz. Entérate de los planes de Riego. De Cádiz sal para Gibraltar, y de aquí nos mandas un relato de lo que ocurra.

Aviraneta aceptó la comisión y se dispuso a desempeñarla.

Manzanares le dió recomendaciones en Madrid para mucha gente, a quien podía pedir noticias e informes.

Con la Pluma y con el Sable: Crónica de 1820 a 1823

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