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Sergio

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Un año después.

Podría pasarme la vida entera recordando aquella vez que la vi, como sus labios se pegaron a los de aquel tipo que luego alabó lo que hacía. Encima parecía buen tío, uno que sí sabría valorarla. Ahora me encontraba a las puertas de una iglesia donde ella estaba a punto de darle ese sí quiero que debía ir para mí. ¿Por qué tuve que aceptar esta maldita vida? ¿Por qué dejé que me la arrebataran? ¿Por qué sigo buscándola? Estaba cansado de tanto seguirla, de seguir tratando de acercarme a ella cuando ya me había olvidado. Lucía estaba casándose con el hombre del cual ni siquiera recordaba su nombre.

Y no sabía si podría acercarme e interrumpir algo que a lo mejor lo único que iba a darme, era la realidad de todo. Y eso era que la perdí, que ella ya no era mía y que nunca más la iba a poder tocar, abrazar y mucho menos hacerla mía como tantas noches había soñado.

La amaba con todo mi ser, con todo el maldito corazón que he querido endurecer, pero que con su simple recuerdo se volvía el más débil de este mundo.

—Pablo Alcázar. ¿Aceptas como esposa a Lucía Lago?

La pregunta del Cura fue lo que me hizo despertar de mi trance. Mis ojos no se despegaban de ella, de toda ella. Estaba tan hermosa con ese vestido blanco. Siempre la imaginé caminando hacia el altar, donde yo la esperaba con una amplia sonrisa. Era tan guapa, tan perfecta. Suspiré cuando escuché el sí de ese tal Pablo y como ella sonreía plácidamente, aunque no era la sonrisa que a mí me regalaba, esa que irradiaba felicidad. Parecía contenta, pero no feliz.

—Lucía Lago. ¿Aceptas como esposo a Pablo Alcázar?

Ella se quedó callada, anclada al suelo o eso fue lo que me transmitió. Su cabeza se movió despacio, buscando a alguien con la mirada, hasta que me vio, sus ojos se clavaron en mí. No era a mí a quien quería ver, su gesto me lo demostró, pero tampoco dejó de mirarme. Por un momento pensé que lo dejaría todo y correría hasta mis brazos, pero no, no lo hizo y dejó de mirarme para mirarle a él, a ese tipo que esperaba una respuesta ansioso.

—Sí, quiero… claro que quiero —respondió y mi mundo cayó al suelo.

No volvió a mirarme y lo último que vi, fue como se besaban, sellando con eso su amor. Me di la vuelta y salí de esa iglesia tan grande y pequeña a la vez. A mí me ahogaba estar encerrado ahí mientras los veía felices.

Me subí al coche y conduje hasta el hotel donde me esperaba mi hermano. Teníamos una reunión muy importante con una revista española, aunque el dueño era alemán, pero llevaba en Madrid unos años. En principio ese fue el motivo de mi regreso, pero llamé a casa de Lucía para hablar con ella, para saber de ella y me respondió su padre. Ese hombre me odiaba y no lo culpaba. Él fue quien me dijo que se casaría y el lugar. Creo que lo hizo para hacerme ver que ya la había perdido o puede que con eso pusiera a prueba a su hija si yo le pedía que no se casara. No lo sabía, el caso era que ya se casó y que no había nada que podía hacer.

Cuando llegué al hotel, mi hermano me esperaba en la puerta. Me cabreaba que tuviera que estar tan pendiente de mí y mi vida, cuando la suya era una puta mierda. Claro, por eso no se aguantaba ni él. ¿Quién iba a quererle con ese carácter?

—Hasta que llegaste. ¿Dónde estabas? Seguro que fuiste a buscarla ¿me equivoco? —Se interesó. Lo asesiné con la mirada, sinceramente no estaba para que me tocase los huevos.

—Pues sí, fui a verla, pero tranquilo que se cumplió tu deseo.

—¿A qué te refieres?

—No volveré a buscarla, ya no es mía —anuncié con el corazón estrujado.

—Nunca lo fue, Sergio. Solo era la ilusión de un adolescente, pero creciste y tienes obligaciones que atender, como la reunión con la revista Meyer —ignoró por completo mis sentimientos, como siempre.

—Me importa una mierda esa revista, ya lo sabes. Pero sí, ya he crecido y tengo que sacar adelante la empresa a la que me habéis obligado elevar.

—Vamos, no te quejes tanto.

Comenzamos a caminar y entramos en el restaurante del hotel Villa Manga, donde el Sr. Meyer, nos esperaba junto con una mujer rubia bastante guapa. Aunque ninguna se comparaba con ella; joder, dejar de pensar de una vez en Lucía, pensé. Imposible, jamás iba a olvidar el momento de ese sí quiero, ni mucho menos cuando me miró y aun así se casó. Sus ojos no me miraban de la misma manera, con ese amor que decía que me tenía y que yo mismo jodí.

—Buenas tardes, disculpen la espera —saludé a Jackson Meyer y a su hija Penélope.

Cuando la vi de cerca, sí la reconocí. Era una modelo muy famosa en Alemania y para qué negarlo, era muy guapa. Nos sentamos y noté como ella me miraba y sonreía de una manera extraña, aunque dulce.

—Entonces ¿a qué debo esta reunión? —Preguntó Jackson sin tapujos.

—Vaya, directo al grano —respondí con seguridad.

Eso fue lo que le gustó a mi hermano de mí, la seguridad que siempre desprendía y que aprendí de mi abuelo. Cuando comencé, la empresa estaba casi en banca rota y la elevé como la espuma, llevándola a lo más alto en menos de un año. Siendo sincero, estaba ahí, por mi esfuerzo y trabajo, porque si fuese por mi hermano, no existiría Fisher Enterprise.

—Me gustan las cosas claras desde el principio, Sr. Fisher.

—Por favor, llámame Sergio.

—Bueno, pues entonces nos tutearemos —anunció. Yo asentí—. Quiero presentarte a mi hija Penélope, aunque creo que sabes quién es ¿cierto?

—Sí, la verdad es que una mujer tan bella no se olvida fácilmente. —Ella se ruborizó mostrándome una sonrisa.

Mi hermano pasó a un tercer plano en la conversación y no le importó, siempre era así. Él gestionaba mi vida y luego a la hora de trabajar, no se metía, dejaba que yo hiciera lo que mejor sabía hacer, negocios.

Las horas fueron pasando y la verdad era que el Sr. Meyer era bastante terco y testarudo, pero yo lo era aún más y tras cuatro horas de reunión, enseñándole nuestros balances durante todo el año, me dijo que lo iba a pensar. Al menos, no dijo que no. Comenzamos a cenar, porque había llegado la hora y ni siquiera nos habíamos dado cuenta, así que ya nos quedamos cenando, aunque sin hablar de negocios.

—Bueno, Sergio ¿y estás casado? —Preguntó Jackson sorprendiéndome.

La verdad es que no me esperaba esa pregunta. Miré a su hija, la que seguía sonrojada y que, suspiró cuando su padre me insistió en la pregunta. Mi hermano me dio un codazo y carraspeé para aclararme la garganta. Tomé un sorbo de mi copa de vino y miré de nuevo a Jackson.

—No, no estoy casado. —Sus ojos se abrieron a la vez que su ceja se elevaba—. Pero tampoco quiero compromiso de momento. Estoy muy bien solo, gracias.

—Bueno, pero llegará el momento en el que quieras formar una familia y…

—No, no llegará ese momento. Si me disculpan. —Me levanté y salí del restaurante.

Me cabreó la manera en la que me estaba intentando endosar a su hija, porque para eso me preguntó y no, no pensaba dejar que lo hiciera. Jamás me casaría con esa mujer, con ninguna mujer. Sabía que era una estupidez, que algún día debía olvidarla, pero no podía, no era tan fácil y no sabía si algún día lograría conseguirlo.

Subí a mi habitación y me senté en el balcón con una botella de ron en la mano. Sorbo a sorbo, fui vaciándola, quemando mi garganta cada vez que el líquido pasaba por ella. No me importó, no me dolió en los más mínimo, más me dolía recordarla e imaginarla en los brazos de ese hombre que seguramente en este momento la estaría amando como debería estar haciendo yo en su lugar. Deseché la idea en cuanto su cuerpo desnudo se cruzó en mi mente. Estampé la botella contra el suelo y me levanté enfurecido en busca de otra para volver a beber. Quería perder la conciencia, olvidarme de todo y dormir para siempre o al menos, hasta que mi mente hubiera olvidado todo.

Por la mañana, me desperté desorientado. Mi cabeza comenzó a latir fuertemente a la vez que escuchaba como alguien aporreaba la puerta. Estaba seguro de que era mi hermano. Caminé hasta ella y la abrí, dejándome ver a un Nick muy cabreado, aunque no me importara demasiado.

—Eres el tipo más estúpido que he visto en toda mi vida —dijo nada más cruzar la puerta.

—Buenos días a ti también, hermano —ironicé.

Nick alzó una ceja y bufó cabreado. No sabía exactamente qué era lo que había hecho ahora para que estuviera así y la verdad tampoco tenía intención de preguntarle, de todas maneras, me lo iba a decir igualmente. Caminé hasta la mesa donde me serví un vaso de agua y me senté en el sofá a escuchar lo que tenía que decirme. Siempre era igual. ¿Qué más daba ya?

—Anoche le hiciste el peor desplante que se le puede hacer a Jackson Meyer.

Seguí mirándole sin responder, me daba igual lo que tuviera que decirme y mucho menos lo que pensara, pues haría lo que me diese la gana.

—¿No piensas decir nada? Has dejado escapar a esa pedazo de hembra por gilipollas —escupió levantando las manos.

Al escuchar eso sí que me levanté y lo encaré, me puse ante él y lo empujé fuerte hasta pegarlo a la pared. Nick me miró desafiante, pero eso no hizo que parase y mucho menos que me quitaría el cabreo que con tan solo unas malditas palabras se habían instalado en mi cuerpo.

—No, la pedazo de hembra que he perdido se llama Lucía y fue por tu culpa. ¡Por tu maldita culpa! —Grité cogiéndole por el cuello de la camisa.

El haber escuchado eso, el darme cuenta de que realmente sí había perdido a alguien, a esa persona que sabía que no dejaría de amar fácilmente, hizo que un fuego interior subiera desde mis pies hasta llegar a mi cabeza, nublándome por completo, importándome una mierda que al que estuviese a punto de golpear llevase mi misma sangre. Nick se merecía todo esto, Nick merecía que le partiera la boca de una vez por todas.

—Vamos, pégame —me animó. Yo alcé una ceja mientras una sonrisa se dibujaba en mi rostro—. No tienes los suficientes cojones para hacerlo, así como no los has tenido para impedir esa boda, por qué no lo hiciste ¿eh? ¿Acaso tenías miedo de que te rechazara, de darte cuenta de que ya no te ama?

—Eres un imbécil —murmuré dándole la puta razón.

Fui un cobarde, uno que no luchó lo suficiente por ella y el único culpable de haberla perdido, había sido yo mismo, por no venir cuando tenía que hacerlo, por no llamarla y contarle todo, por dejarla de lado cuando ella me esperaba. Lucía había rehecho su vida porque yo la dejé y ahora no podía pedirle nada y muchos menos exigirle un perdón que no merecía. Solté a mi hermano y caminé hasta el mueble bar, donde, tras sacar una botella de ron, bebí a morro un buen trago, uno tan largo que me haría perder la conciencia en unos pocos minutos. Nick no me dijo nada, me miró de reojo y salió de mi habitación dejándome completamente solo y vacío, aunque así ya me encontraba antes de que viniera a tocarme los huevos.

Nuestro amor en primicia

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