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Sergio

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Dos semanas después.

La llegada a Alemania fue de lo más caótica. Pensé que sería algo más relajado y no el ajetreo en el que mi hermano Nick me ha tenido metido. Ya había llegado el día de volver y para ser sinceros, estaba deseando pisar Madrid y ver a mi pequeña de ojos azules. Cuánto la echaba de menos. Habíamos hablado casi a diario, cosa que no le había gustado a mi hermano; me lo hizo ver el día que llegué diciendo que tenía novia, pero me dio igual. No podía dejar de hablarle, de decirle lo que sentía por ella a cada instante y mucho menos lo que necesitaba de sus besos y caricias.

Al menos me iba alegre, pues mi abuelo parecía estar un poco más recuperado y así no me sentiría mal por abandonarle en estos momentos. Sabía que sería algo momentáneo, que volvería a recaer, un cáncer de colon no se curaba y era cuestión de tiempo que se fuese de nuestras vidas, pero no por ello iba a parar la mía. Era joven y tenía planes, unos planes en los que Lucía + boda + familia= a vida feliz. Eso era lo que quería y lo que conseguiría.

Mi vuelo salía por la mañana y no he querido decirle nada a ella para darle la sorpresa.

Miré la hora en mi reloj de muñeca y bostecé al tiempo en el que me recostaba en mi cama. Deseaba que amaneciera para salir de este encierro. En todos estos días lo único que me habían obligado a hacer, era ir a la empresa familiar, enseñarme su funcionamiento, cosa en la que no he puesto ningún tipo de interés. Y la verdad, no sabía a qué venía tanta insistencia por parte de mi hermano cuando era él quién debería coger las riendas de la empresa cuando mi abuelo faltara. Aunque, por otro lado, éramos él y yo, nadie más que mi hermano y yo. Mis padres fallecieron en un accidente de avión hacía ya diez años y me crie con mi tío, el hermano de mi madre, por eso viví toda mi vida en Madrid. En cambio, mi hermano prefirió venir a Alemania con mis abuelos y así fue formándose para llevar la empresa algún día. Por eso no entendía nada.

Escuché unos golpes en mi puerta, del susto, casi me caigo de bruces contra el suelo, pues estaba dormido. Me levanté y caminé hasta la puerta donde, al abrir, mi hermano tiró de mí sin decirme nada. Aunque sí me fijé en sus ojos, estaban hinchados y rojos, había llorado y eso me puso en alerta. Me paré y me puse frente a él.

—¿Qué ocurre? —Pregunté aun sabiendo la respuesta.

—El abuelo... Se muere —titubeó al decirlo.

Sabía lo que me iba a decir, pero escucharlo fue como si me arrancasen el corazón, como si una parte de mí se quebrara. Siempre quise a mi abuelo, aunque no lo viese a menudo. Él fue en parte, esa figura paterna que me faltó, aunque me hubiera criado con mi tío. Y también pasaba alguna que otra temporada con él. Además de las visitas que me hacía constantemente. Corrí hasta su habitación y ahí estaba... Sus ojos estaban cerrados, respiraba con dificultad y su semblante era blanquecino, sin un ápice de color en sus mejillas. No era lo mismo escucharlo, que verlo. No era lo mismo verlo, que sentirlo. Era muy, pero que muy triste ver morir a alguien y si encima era alguien de tu misma sangre, mucho peor.

—Abuelo, sé que me escuchas —murmuré en su oído—. Despierta, lucha. Tú eres fuerte, eres el hombre más fuerte que conozco —aseguré sintiendo como unas pequeñas lágrimas comenzaban a mojar mis mejillas.

Mi hermano se puso a mi lado y apretó mi hombro, intentaba darme fuerzas, unas que él mismo ya había perdido. Mi abuelo no respondió al instante, pero sí abrió los ojos unos milímetros. Al menos me había escuchado. Una diminuta sonrisa se dibujó en su arrugado rostro y pensé que haría como siempre. Se levantaría para demostrarnos que sí, que era ese hombre fuerte que yo le había mencionado, que era ese pilar en la familia indestructible. Pero no, no lo hizo y solo le dio tiempo a pedirme algo, una simple cosa me pidió, algo que cambiaría mi vida por completo y con lo que yo no estaba de acuerdo, pero que tampoco podía negarme. No cuando me lo pedía a punto de morir.

—Te necesito en la empresa —dijo con dificultad.

No quería escuchar, no necesitaba saber más sobre lo que estuviese pensando en ese momento. ¿Por qué yo? ¿Por qué cuando siempre me había negado a hacerlo?

—Prométeme que lo harás, que llevarás en mando de Fisher Enterprise. —Lo miré fijamente—, por favor.

Miré a mi hermano que aún seguía con su mano en mi hombro y él asintió, ayudándome o, más bien, obligándome a aceptar algo con lo que no contaba en este viaje que pondría mi relación con Lucía en la cuerda floja, tan floja que se rompería haciendo que ambos cayésemos en diferentes lugares, así como estábamos ahora. Una parte de mí, la parte racional, no podía negarle nada a mi abuelo y la otra, la parte del corazón se negaba... Negaba cualquier cosa que pusiera la relación con Lucía en peligro.

Me quedé callado, pensando en algo que pudiera hacer para no joder ninguna de las dos cosas, pero no había nada que pudiese remediar el caos de mi vida. Mi hermano me miraba suplicante, mi abuelo prácticamente parecía estar esperando mi respuesta para morir en paz y me sentí acorralado. Así que acepté, acepté ese puesto que me jodería la vida por el resto de mis días, que haría que no volviese a ver a Lucía, a no ser que ella aceptara venir conmigo. Era otra opción.

—Está bien abuelo, lo haré —anuncié al fin dejando que diera su último suspiro. Y con una sonrisa se fue, nos dejó para siempre.

Tras eso, las horas pasaron sin parar, sin darme si quiera un mísero respiro, un mísero minuto en el que poder llamar a mi novia para comentarle todo lo que había pasado. Y ya habían pasado tres días, tres días en los que no me había atrevido a llamarla por miedo, miedo a perderla… miedo de saber su opinión acerca de la decisión que había tomado sin haberle dicho nada antes.

Cuando terminamos con el entierro de mi abuelo y tras haber firmado toda la documentación en la que me nombraba presidente de la empresa, comencé a trabajar codo con codo con mi hermano y tenía que aceptar que no se me daba mal, pero tampoco lo estaba disfrutando. Entonces un día tras dos meses en los que no había parado de trabajar, que no podía siquiera hablar con ella, mi hermano me dijo que tenía que llamarla, que debía cortar una relación que lo único que me iba a traer era problemas en mi vida en este momento. Al ser presidente pasaba demasiadas horas en la empresa y en este momento, al menos no en mucho tiempo, mi vida amorosa debía quedar en tercer plano y aunque me jodía, era mi realidad, mi triste y puta realidad.

—No me puedes estar pidiendo eso —le reproché—. ¿Cómo se te ocurre pedirme que la deje? Yo la amo... Es la mujer de mi vida —mascullé cabreado.

—Eso dímelo dentro de cinco años cuando esa adolescente de diecisiete años siga contigo porque te quiere y no por el dinero que tienes y que tendrás en un futuro no muy lejano, hermano —escupió levantándose de la silla.

Estábamos en mi despacho. Sí, mi maldito despacho.

—Ella no es así, Lucía me quiere tanto o más que yo.

—Lo que tú digas —respondió mirándome fijamente—. Pues si estás tan seguro llámala, dile que no puedes volver y que mejor venga ella. A ver si lo deja todo por ti, hermanito.

—No seas hijo de puta. Te encanta hacerme sufrir —bramé levantándome yo ahora.

Nick me miró con una compasión fingida, pues yo sabía muy bien que él no sabía lo que significaba ese sentimiento. Sabía lo que me molestaba que hablase así de ella, que me dijera algo que, por otro lado, ya había pensado yo. Pero como dije, no era lo mismo escucharlo, que verlo por tus propios ojos. Así que decidí hacer algo con lo que tenía la certeza, mi hermano no estaría de acuerdo. Cogí mi chaqueta del traje y me la puse.

—¿Dónde vas? —Frunció el ceño.

—A Madrid.

—No puedes dejar la empresa, Sergio ¿Crees que estás en el instituto y que puedes hacer pellas? No hermano, aquí tienes una responsabilidad muy grande y ninguna cría hormonada va a joder eso.

Caminé hasta él y le pegué un puñetazo que lo tiró al suelo. Nick no se lo esperó, aunque si era sincero, yo tampoco. Sin embargo, no iba a dejar que hablase más de ella y menos de esa manera. Se levantó y me miró decepcionado, cosa que no me dolió ni mucho menos.

—Está bien, tú sabrás lo que haces, pero atente a las consecuencias.

—Yo soy el presidente, no pueden decirme nada. Además, me importa una mierda las consecuencias. Voy a ir igualmente.

Y salí de mi despacho como alma que lleva el diablo. Debía coger un avión, ir a Madrid, verla por última vez, aunque con la esperanza de traerla conmigo y volver el mismo día. Demasiado para tan pocas horas. Menos mal que teníamos avión privado y en unas horas estaría pisando mi tierra.

Cuando llegué, eran las diez de la noche y sabía que era tarde para ir a verla, que sus padres podrían negarse, pero debía correr el riesgo, debía verla sí o sí.

Cogí un taxi que me llevaría desde el aeropuerto hasta el barrio de Salamanca y en unos veinte minutos, ya que el tráfico era incansable, daba igual la hora que fuera, llegué. Le pagué al taxista y bajé de ese coche con el corazón latiendo a mil por hora.

Paró justo al frente del edificio donde vivía. Hacía tantos días que no la veía, tantas horas. Parecía que llevábamos sin vernos años. Caminé despacio, con miedo, con algo de vergüenza por haberla abandonado cuando le prometí que volvería, cuando le dije la última vez que hablamos que faltaban días para vernos. Y no fue así, fallé a mi promesa. Entré al edificio y subí por las escaleras, pues ella vivía en el primer piso. Las manos me sudaban, el corazón se me iba a salir por la boca y el alma, esa, la tenía prácticamente resquebrajada. Deseaba verla, besarla, encerrarla entre mis brazos y secuestrarla para llevármela lejos, pero eso solo era en mi mente y corazón. La realidad era otra, una muy dolorosa que acabaría conmigo.

Cuando llegué a su puerta, mis pies se anclaron al suelo sin dejarme avanzar, incluso creo que mis brazos hicieron lo mismo, pues no podía levantarlos para poder tocar el timbre.

—Vamos, Sergio. Tú puedes —me animé a mí mismo al tiempo en el que negaba y le echaba valor para tocar el dichoso timbre.

Lo hice, claro que lo hice. El padre de Lucía se puso frente a mí y cuando me vio, primeramente, me miró de arriba abajo. La última vez que me vio, era un chico de veinte años despreocupado que vestía con vaqueros rotos y camisas de cuadros y ahora, ahora era un joven adulto con traje y corbata, aunque llevase la camisa con los primeros botones abiertos y la corbata y chaqueta en mi brazo.

—Sergio —anunció sorprendido a la vez que sus ojos me asesinaban.

Lo que me temía. Entonces escuché su voz, escuché esa preciosa y perfecta voz de la chica que robó mi corazón hacía ya dos años. Sin que su padre le respondiera, ella vino hasta la puerta y cuando me vio sus ojos se llenaron de lágrimas, aunque no podía asegurar si eran de alegría al verme por fin o de dolor por presentarme después de todo este tiempo. Sí, todo era por verme, pero también por saber que, tras esta visita, las cosas iban a cambiar. Quise acercarme a ella para abrazarla y jurarle que todo iba a estar bien, pero no, no lo hice. En cambio, su padre intentó cerrarme la puerta en las narices, por supuesto no le dejé y puse un pie para que no lo consiguiera.

—Por favor, señor, déjeme hablar con ella —supliqué.

—No quiero que le hagas más daño, Sergio —expresó duramente.

Me lo tenía merecido y sabía que esto iba a pasar.

—Prometo…

—No, no prometas algo que no vas a cumplir. —Miró a su hija buscando aprobación y ella asintió—. Tienes cinco minutos —afirmó mirándome a mí de nuevo. Asentí.

Lucía salió al rellano y cerró la puerta para que su padre no escuchara lo que íbamos a hablar. Me moría por besarla y borrar cada ápice de tristeza en ella. Me dolía, me desgarraba que estuviera sufriendo tanto y que fuese por mi maldita culpa. Caminé hasta ella con la intención de abrazarla, pero se alejó.

—Cinco minutos —me recordó.

—Lo siento, lo siento. Sé que debí llamarte, que debí explicarte lo que estaba pasando, pero no he podido.

—Aja.

—Por favor, Lucía. Te estoy diciendo la verdad.

—No te creo —anunció—. Dos semanas dijiste ¿lo recuerdas? Ya hace bastante tiempo de eso y aún sigo esperando tu llegada. —Iba a responderle, pero no me dejó—. No quiero escuchar nada, no quiero saber el motivo que hizo que no recordaras una simple promesa. No creo más en tus palabras y puedes irte por dónde has venido y regresar a tu vida lejos de aquí.

Sus palabras traspasaron mi pecho, desgarrándome el alma por completo. No podía dejar que me echara de su lado así, debía conseguir que me escuchara al menos, que supiera todo lo que me había pasado, pero no, se negó y tras echarme una última mirada que terminó por destrozarme, entró en su casa pegando un fuerte portazo que retumbó en mis oídos.

La había perdido para siempre, la cagué y ahora todo estaba perdido. Sin saber que más hacer, me di la vuelta y volví al aeropuerto, donde mi avión, el maldito avión de la estúpida empresa de mi familia, esa estúpida empresa que ahora era mía, me llevaría de vuelta a una realidad aplastante y que tenía que aceptar de una vez por todas.

Nuestro amor en primicia

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