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1. SEÑOR, LA CLASE HA TERMINADO

Viena. Marzo de 1938. Las tropas de Hitler entran en Austria. Viktor Emil Frankl, psiquiatra, de 33 años de edad, está dando una clase aquella fatídica tarde. De repente, la puerta del aula se abre con estrépito e irrumpe la figura de un hombre vestido de uniforme nazi, con el afán de sabotear la explicación. Los alumnos se sorprenden, hasta que los ojos negros y experimentados de Viktor Frankl posan su mirada en el militar.

El soldado comprende que no son unos ojos cualquiera. Resultan amables, sí; pero también presentan un magnetismo y una capacidad de persuasión fuera de lo común. Ignora, por supuesto, que se trata de unos ojos de raza judía. Desconoce también que las pupilas de ese especialista en Psiquiatría, nacido en Viena el 26 de marzo de 1905, aprendieron a hipnotizar perfectamente cuando sólo tenían 15 años. En realidad, el hombre de uniforme nazi no acierta a comprender qué le está ocurriendo.

Simplemente, se mantiene en pie bajo el dintel de la puerta, envuelto en la mirada suave del profesor de pelo moreno y de flamante corbata. Incluso le parece que está oyendo las notas de un vals: el Danubio Azul, de Johann Strauss, himno no oficial de Austria. No sabe, claro está, que el doctor Frankl nació y vive en el número 6 de la calle Czernin, al otro lado del edificio donde Johann Strauss compuso el famoso vals.

Ha recibido la orden terminante de poner fin a la clase, pero algo superior a sus fuerzas se lo impide. Siente que los tacones de sus botas se han clavado en el suelo de madera. Y, sobre todo, le extraña ese deseo de prestar atención a las palabras del doctor Frankl:

—Como les estaba diciendo, he conocido personalmente a Sigmund Freud, creador del Psicoanálisis y fundador de la Primera Escuela Vienesa de Psicología —la voz de Viktor Frankl suena alta y persuasiva—. Según Freud, el motor de todos los actos del hombre es el «afán de placer». Pero yo no estoy de acuerdo.

Los ojos del profesor Frankl sonríen mientras siguen fijos en el hombre de Hitler.

—También he pertenecido a la Segunda Escuela Vienesa de Psicología —prosigue el doctor Frankl—. La abandoné hace diez años. Para ser exactos, me echaron porque me opuse a las ideas de su fundador: ya saben, Alfred Adler. Según su opinión, el motor de todos los actos del hombre es el «afán de poder». Y yo, naturalmente, tampoco estaba de acuerdo en eso del «afán de poder».

Casi sin darse cuenta, los alumnos giran sus cabezas hacia el soldado nazi. Viktor Frankl se permite el lujo de alzar aún más su voz:

—¿Cómo se puede estar de acuerdo con que el hombre se mueve sólo por el instinto de poder? ¡Qué barbaridad! Ni siquiera bajo el influjo de la hipnosis cabe pensar así.

Entonces sus palabras se tornan más íntimas y convincentes:

—El afán de placer y el afán de poder pueden, efectivamente, mover a algunas personas, especialmente cuando están enfermas o se han vuelto locas de remate.

Mira al reloj. Sí, ha llegado en verdad la hora de concluir la lección del día.

—Lo que realmente mueve a la persona es la búsqueda de sentido de la vida —afirma solemnemente el psiquiatra judío—. Porque el hombre se siente frustrado o vacío cuando no encuentra una tarea que realizar, o alguien a quien amar, incluso alguien por quien sufrir. Dentro de unos años, si Dios quiere, esta nueva vía —la logoterapia, es decir, la curación desde el espíritu (logos, en griego)— se habrá convertido en la Tercera Escuela Vienesa de Psicología. En cualquier caso, recuerden siempre que lo único que no se debe reprimir es la búsqueda del sentido de la vida. Y, llegado el momento, claro está, del sentido de la muerte.

Finalmente, Viktor Emil Frankl apunta las palmas de sus manos en dirección al soldado nazi y le dice:

—Señor, la clase ha terminado[1].

[1] Cfr. Viktor Frankl Recollections. An Autobiography. Ed. Plenum Press, New Work, 1997, p. 76. En adelante se citará este libro simple- mente como Autobiography. No está traducido al castellano.

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