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3. ¿SABÉIS A QUIÉN LLAMAMOS AQUÍ UN «MUSULMÁN»?

A la espera de ser trasladado a otro campo más pequeño, dentro de Auschwitz, Viktor se encontró esa primera noche en un barracón con otros 1.100 prisioneros más. Observó que había sido construido para albergar a unas doscientas personas como máximo. Por eso no había espacio suficiente ni para sentarse en cuclillas en el suelo de tierra.

Estaba lleno de literas, eso sí, pero de tres pisos. Naturalmente, ni siquiera había colchonetas: sólo tablones. Y en cada litera, que medía 2 × 2,5 metros, tenían que dormir nueve hombres, directamente sobre los tablones. Y para cada nueve había dos mantas. Viktor se subió a una litera, con otros ocho médicos que conocía.

Claro está que sólo podían tenderse de costado, apretujados y amontonados unos contra otros, lo que tenía ciertas ventajas a causa del frío que penetraba hasta los huesos. Aunque les prohibieron subir los zapatos a las literas, algunos los utilizaron como almohadas, pese a estar cubiertos de lodo. Si no, la cabeza tendría que descansar sobre el pliegue de un brazo casi dislocado.

Con las suelas de un colega oprimiendo su mejilla, Viktor oyó una voz procedente de la litera de abajo:

—¡Yo no puedo soportar esto! ¡Mierda! ¡Mañana me lanzaré contra la cerca de alambre electrificada!

—¡Silencio! —gritó el guarda del barracón, un prisionero veterano «ascendido» a ese cargo—. ¡A quien hable le ahorcaré, yo personalmente, de la viga central del campo! Ya os he dicho que las leyes de aquí me dan derecho a hacerlo. ¿No habéis visto que hay tres cadáveres colgando? ¡Silencio, cerdos de mierda!

«¿Lanzarse contra la alambrada?, se preguntó también Viktor. Llevo todo el día escuchando este interrogante en boca de otros —pensó—. Es la frase que se utiliza aquí para describir el método de suicidio más popular. Pero yo no lo haré: mis convicciones personales y todo lo que amo no me lo permiten. Es más: prometo solemnemente que no me lanzaré contra la alambrada».

Movió ligeramente la cabeza y sus labios chocaron contra la suela del zapato que tenía junto a su cara. «Tampoco tiene objeto suicidarse —pensó—, ya que las expectativas de vida en Auschwitz, aplicando el cálculo de probabilidades, son muy escasas: ninguno de nosotros tiene la seguridad de encontrarse en el pequeño porcentaje de hombres que sobreviven a todas las selecciones. Incluso las cámaras de gas acabarán por perder todo su horror; al fin y al cabo, ahorran el acto de suicidarse». Aun con estos pensamientos, a Viktor le llegó el sueño y le hizo olvidarse de todo durante breves horas.

A la mañana siguiente, sin que hubieran tocado diana, un preso que había llegado a Auschwitz unas semanas antes, se coló en el barracón oscuro, aunque estaba estrictamente prohibido, y se acercó a la litera de Viktor. Quería tranquilizar a los colegas recién llegados. Él era también médico[1].

—¡No tengáis miedo! ¡No temáis las selecciones! —dijo el visitante con una actitud despreocupada—. El jefe sanitario de las SS, el doctor Müller[2], tiene cierta debilidad por los médicos.

—Eso es falso —replicó Viktor—. Un prisionero de unos sesenta años, médico de un bloque de barracones, me ha dicho que su hijo acaba de morir en la cámara de gas, porque el tal doctor Müller ha rehusado fríamente ayudarle, pese a que podía liberarle.

El visitante sonrió con un tinte de buen humor. Quería en verdad calmar a sus colegas.

—Ya hablaremos de ese complejo asunto, doctor Frankl.

—¿Nos conocemos? —se sorprendió Viktor.

—Creo que en Viena tuvimos nuestras pequeñas discusiones científicas. Usted arremetía contra el psicoanálisis de Freud y yo defendía a mi maestro...

—¡Dios santo! ¡Usted es el doctor Kurt Pichler! Ha adelgazado tanto que no le he reconocido. Lo siento de veras, doctor Pichler...

—Tranquilo, tranquilos todos —respondió el visitante—. Pero una cosa os suplico: que os afeitéis a diario, aunque tengáis que utilizar un trozo de vidrio para hacerlo, aunque tengáis que vender a otro vuestra pobre ración de pan.

—No entiendo —dijo un médico cirujano, también de Viena.

—Pareceréis más jóvenes y los arañazos harán que vuestras mejillas resulten más lozanas. Si queréis manteneros vivos, sólo hay un medio: aplicaros a vuestro trabajo, cavando y tendiendo vías para el ferrocarril. A todos os destinarán allí.

—Comprendo. Hay que aprovechar el material humano mientras se pueda —ironizó Viktor.

—Si alguna vez cojeáis —Pichler prosiguió como si no le hubiera oído—, si por ejemplo, tenéis una pequeña ampolla en el talón, y un SS lo ve, os apartará a un lado y al día siguiente podéis asegurar que os mandará a la cámara de gas. ¿Sabéis a quién llamamos aquí un «musulmán»?

Viktor puso cara de asombro. Miró a los demás: también aguardaban respuesta.

—«Musulmán» es el que tiene un aspecto miserable, por dentro y por fuera, enfermo, demacrado e incapaz de realizar trabajos duros por más tiempo. El «musulmán» acaba pronto en la cámara de gas. Así que recordad: debéis afeitaros, andar derechos, caminar con gracia, y no tendréis por qué temer al gas. Ninguno de los que estáis aquí tiene que temer al gas...

Pichler hizo una pausa. Observó con más atención a Viktor, y entonces dijo señalando al psiquiatra:

—Ninguno excepto quizás tú. Espero que no te importe que hable con franqueza —se volvió después a los demás—. De todos vosotros, él es el único que debe temer la próxima selección. Así que no os preocupéis.

Viktor sonrió. Incluso estaba convencido de que cualquiera en su lugar hubiera hecho lo mismo.

Nada más irse Pichler, llegó la hora de diana. Mucho antes del alba, a las cinco de la madrugada, sonaron en todo el campo tres agudos pitidos de un silbato y se oyeron voces roncas y cortantes:

—¡A levantarse! ¡A levantarse todos!

El barracón se sacudió desde los cimientos, las luces se encendieron, todos se agitaron alrededor de Viktor en una actividad frenética: las mantas se sacudieron levantando nubes de polvo fétido, los prisioneros se vistieron con prisa febril, corrieron al hielo del aire exterior a medio vestir, se precipitaron sobre las letrinas y los lavabos. Y todo porque a los cinco minutos comenzaba la distribución del pan, de un panecillo gris: sólo unos 150 gramos, calculó Viktor.

En ese momento vio al guarda de la barraca regatear, con uno de los componentes del «comité de recepción», por un alfiler de corbata, de platino y diamantes. Sin duda, lo había robado en el tren a un prisionero novato. Una vez realizado el negocio, los dos prisioneros se mostraron satisfechos.

—¡Compraremos aguardiente —dijo el guarda del barracón— y pasaremos una tarde alegre!

«No sé cuántos miles de marcos se necesitan para comprar alcohol y emborracharse —pensó Viktor mientras apuraba la última miga de su pan—, pero sí comprendo que los prisioneros veteranos necesiten esos tragos».

Enseguida se oyeron fuertes voces de mando. Había aparecido un oficial de las SS para asistir a la revista. Y todos tuvieron que agruparse según diversos criterios: prisioneros de más de cuarenta años, de menos de cuarenta, trabajadores del metal, mecánicos o enfermos con hernias.

Arrancado de los demás médicos, Viktor fue llevado a otro barracón, donde los formaron en línea, con vistas a una nueva selección. El psiquiatra estaba triste: se encontraba ahora no sólo muy lejos de sus colegas, sino también entre extranjeros que hablaban lenguas ininteligibles.

El oficial de las SS que realizaba la selección se acercó a él.

—¿Edad? —preguntó.

—Treinta y nueve años.

—¿Profesión?

Fiel a su norma de decir sólo y únicamente lo que le preguntaban, sin especificar más datos, Viktor respondió:

—Médico.

—¿Especialidad? —insistió el oficial esta vez.

El psiquiatra tardó en responder. Miró fijamente a los ojos azules del hombre de las SS. Y ambas miradas —azul contra negro— se entrecruzaron fríamente.

Pero no. Esa mirada no se cruzó entre dos personas. El cerebro que controlaba aquellos ojos azules y aquellas manos cuidadas parecía decir: «Esta cosa despreciable que hay ante mí pertenece, como todos los judíos y gitanos, a un género al que es obviamente indicado suprimir».

[1] Cfr. El hombre en busca de sentido, pp. 38-40.

[2] Por respeto a las personas y al secreto profesional —que el psiquiatra vienés siempre cuidó con esmero—, se han cambiado los nombres y apellidos. Naturalmente, todos los episodios son auténticos.

Cuando el mundo gira enamorado

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