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4. AQUELLOS OJOS CLAROS

Ojos azules contra ojos negros. Y pelo rubio resplandeciente contra pelo moreno rapado. Y manos limpias contra manos mugrientas. Y uniforme impecable de las SS contra uniforme rayado andrajoso.

«Esto que tengo ante mí —parecían repetir las pupilas azuladas— merece sin duda la cámara de gas. Pero antes conviene considerar si, en este caso concreto, posee algún elemento utilizable».

—¡Especialidad! —el oficial de las SS se impacientó.

—Especialista en Psiquiatría y Neurología —respondió al fin Viktor.

Entonces el oficial ordenó que otros prisioneros veteranos, con mando en Auschwitz, lo enviasen a un grupo más reducido, quizás porque no comprendía del todo qué significaba la segunda palabra: «Neurología».

De nuevo le condujeron a otro barracón y le agruparon de forma diferente, junto a personas que hablaban todas las lenguas de Europa. «¿Qué ocurrirá después?», era la pregunta que golpeaba el cerebro de Viktor. Y lo que sucedió después, y durante todo el día, fue el mismo proceso. Selecciones y más selecciones.

Por fin, pasó la última selección y se encontró de nuevo en el grupo de médicos con quienes había pernoctado en el primer barracón. Fue plenamente consciente de que en las horas transcurridas se había cruzado con un destino distinto en cada ocasión[1].

Segunda noche en Auschwitz. Unas canciones despertaron a Viktor de un sueño profundo. El guarda encargado del barracón celebraba una especie de fiestecilla en su cuarto, cerca de ese grupo de literas. Sin duda, había conseguido el alcohol después del negocio realizado con la venta del alfiler de corbata hecho de platino y diamantes.

Voces poco timbradas se desgañitaban entre un mar de canciones repetitivas. De pronto se hizo el silencio y en medio de la noche se oyó un violín que tocaba desesperadamente un tango triste, una melodía poco conocida y un poco desgastada por la continua repetición. El violín lloraba y una parte de Viktor Frankl lloraba con él, pues aquel día alguien cumplía 24 años, alguien que yacía en alguna otra parte de Auschwitz, quizás alejada sólo unos cientos o miles de metros y, sin embargo, lejos de su alcance. Ese alguien era Tilly, su mujer.

Viktor recordaba vivamente el día en que se fijó en ella. Ya se había producido la invasión de Austria por las tropas de Hitler. También había comenzado la Segunda Guerra Mundial, tras la invasión alemana de Polonia a primeros de septiembre de 1939. Unos meses después, le ofrecieron ser Director del Departamento de Neurología del Rothschild Hospital —institución médica patrocinada por la comunidad judía—, algo que hasta cierto punto le protegía, a él y a sus padres, contra la deportación a los campos de concentración. Cada día se producían más de diez intentos de suicidio entre la población judía de Viena, debido a la persecución nazi, y el psiquiatra hacía todos los esfuerzos imaginables para ayudar a esas personas que le traían al Hospital.

En el Rothschild Hospital trabajaba Tilly Grosser. Era enfermera del equipo médico del doctor Donath. La primera vez que Viktor la vio, quedó tan impresionado por su alegría y desenvoltura, que creyó estar ante una auténtica «bailarina española». Así era Tilly: desenvuelta, sonriente y muy atractiva.

Pero hubo un episodio que los unió mucho. Viktor había mantenido una relación con la mejor amiga de Tilly, hasta que un día dejaron de salir juntos: resultaba evidente que no congeniaban entre sí. Ofendida en su amor propio, la amiga de Tilly se quejó amargamente del comportamiento del doctor Frankl, y adujo que él la había abandonado sin motivo. Tilly decidió entonces vengarla. Y ella misma empezó a relacionarse con él. Quería enamorarle con la intención de abandonarle luego.

Uno de esos días, al salir juntos del hospital, Tilly le preguntó:

—¿Quiere que caminemos por las calles antiguas de Viena, doctor Frankl, o prefiere un paseo por el parque?

—Ninguna de las dos cosas —contestó Viktor con rapidez, al tiempo que daba un suave toque a su elegante corbata de color gris plateado.

—¿No? ¿Por qué? —preguntó ella.

—Porque leo en sus ojos claros un brillo de color rojo. Y usted sabe muy bien que el color de la sangre se parece mucho al color de la venganza.

—¿Venganza? No sé a qué se refiere, doctor —disimuló la enfermera.

—Sí, mi querida bailarina española, usted desea enamorarme y, luego, ponerme un par de banderillas rojas, como si yo fuera un toro bravo de mala casta. Me ha sentenciado a muerte habiendo escuchado sólo una versión, la de su amiga, pero no la mía.

—¡Dios mío! —exclamó Tilly, muy sorprendida—. ¿Cómo lo ha adivinado, doctor?

—Ya se lo he dicho antes, enfermera —sonrió Viktor—. Me basta con ver la claridad de sus ojos.

Ese episodio impresionó a Tilly. Una mente avispada, como sin duda era la del doctor Frankl, había adivinado al vuelo lo que ella se proponía hacer. Se veía nobleza en ese médico. Viktor la invitó entonces a tomar un café y, desde aquel día, comenzaron a salir juntos en serio.

Pero Viktor no se casó con ella sólo porque era guapa y simpática, ni Tilly se casó con él sólo porque era un hombre inteligente y elegante. Ambos sabían bien que no fueron esos los motivos de su matrimonio.

Naturalmente, la belleza de Tilly Grosser fascinó a Viktor. Sin embargo, el factor decisivo fue el carácter de ella: su intuición natural y su profundo corazón. Por ejemplo, Viktor recordaba aquella noche en que llamaron a la puerta del piso donde vivía la madre de Tilly, en Viena. La bondadosa señora hebrea, gozaba hasta ahora de cierta inmunidad contra la deportación debido a que Tilly era enfermera. Pero ese decreto en favor de los familiares fue abolido por los nazis. Justo antes de las doce de la noche, momento en que las nuevas y criminales normas entraban en vigor, sonó el timbre de la puerta.

Tilly y Viktor estaban junto a la madre. Ninguno tenía suficiente ánimo para abrir. Seguramente, se trataría de un piquete de nazis ansiosos por aplicar el nuevo decreto en contra de los judíos. Finalmente, la madre de Tilly abrió la puerta. ¿Quién apareció?

—Señora Grosser, vengo a ofrecerle un trabajo para mañana —era un mensajero del Servicio Comunitario Hebreo—. Consiste en limpiar las viviendas de unos judíos deportados hace poco. Si lo acepta, le extenderé un certificado que, por el momento, la protegerá a usted contra el peligro.

La señora Grosser respondió que lo aceptaba. Y el mensajero firmó el certificado de protección. Inmediatamente después, dijo:

—Buenas noches, señora Grosser.

Cuando el mensajero se marchó, los tres se miraron durante largo rato. Estaban sorprendidos y ninguno sabía qué decir. La primera en romper el silencio fue Tilly:

—¡Bueno! ¿Acaso Dios no nos cuida con ternura?

Viktor la miró con verdadero asombro: «Es la sentencia teológica más maravillosa y más cierta que he oído en mi vida —pensó—: un resumen de la Suma Teológica de Tomás de Aquino».

¿Cuál fue el broche de oro que decidió a Viktor a casarse con Tilly? Un día ella estaba preparando la comida del mediodía en casa de los padres de Viktor. Sonó el teléfono. Era una llamada urgente del Rothschild Hospital. El psiquiatra atendió la llamada.

—Doctor Frankl, acabamos de ingresar a un paciente judío que ha intentado suicidarse con somníferos —dijo el médico de guardia.

—¿Está realmente grave?

—Se está muriendo. Necesita urgentemente una operación de cirugía cerebral —precisó el médico de guardia—, una de sus operaciones mágicas, doctor.

—Voy ahora mismo.

Colgó el teléfono. Antes de salir, cogió unos granos de café y los metió en su boca para masticarlos mientras corría hacia una parada de taxi. Los nazis habían prohibido a los judíos ir en taxi, pero a Viktor eso le importó muy poco en aquellos momentos.

Volvió dos horas más tarde. Suponía que, lógicamente, todos habrían comido ya. Pero sólo sus padres habían almorzado. Tilly había esperado tranquilamente. Y su primera reacción no fue decirle: «Por fin has vuelto: te estaba esperando para comer juntos». Su primera reacción fue preguntar con naturalidad:

—¿Cómo ha ido todo? ¿Cómo está el enfermo?

En ese momento Viktor se quedó sin habla. Y pensó que quería casarse con Tilly. No porque ella era de esta manera o de otra, sino porque Tilly era Tilly.

Fue el 17 de diciembre de 1941 cuando contrajeron matrimonio. Viktor tenía 36 años, y Tilly 21. Junto a otra pareja más, fueron los últimos judíos de Viena que pudieron obtener el necesario permiso para casarse, expedido por las autoridades del Nacional Socialismo. A partir de esas dos bodas, la Oficina Judía de Registros fue clausurada a cal y canto.

Después de la ceremonia en el Centro de la Comunidad Judía, Viktor y Tilly fueron caminando por las calles de Viena —sabían que no debían coger un taxi— con el fin de hacerse unas cuantas fotografías. Tilly llevaba su velo de boda, blanco y resplandeciente. Cuando volvían a casa se fijaron en un escaparate: vieron un libro, titulado Nosotros queremos casarnos. Entraron en la tienda. Tilly seguía con el velo blanco sobre su pelo moreno y los dos tenían la estrella judía amarilla cosida a sus trajes, como era preceptivo. Viktor animó a Tilly:

—Pide tú misma el libro, por favor. Así fomentarás tu propia autoafirmación.

—¿Desea usted algo, señorita? —preguntó el librero.

—Nosotros queremos casarnos —contestó ella a pie firme mientras se ruborizaba por completo.

Meses más tarde, el matrimonio Frankl supo que iba a tener un hijo. Pero la Gestapo no autorizaba a ninguna mujer judía a seguir adelante con su embarazo. Y Tilly, la enfermera de ojos claros, fue forzada a abortar. Su hijo se hubiera llamado Harry o Marion, según fuera niño o niña[2].

[1] Cfr. El hombre en busca de sentido, pp. 84-85.

[2] Cfr. Autobiography, pp. 84-87.

Cuando el mundo gira enamorado

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