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2. EL JUEGO DE UN DEDO

Octubre de 1944. En plena Guerra Mundial, uno de los famosos trenes de guerra alemanes transportaba a más de 1.500 personas: hombres, mujeres y niños. Todos judíos. Varios días antes habían salido de un campo de concentración llamado Theresienstadt, situado al oeste de Checoslovaquia. No sabían con certeza si su destino sería otro campo de concentración aún más terrible: Auschwitz.

Los vagones iban tan abarrotados que todos debían tenderse encima de sus maletas, y sólo quedaba libre la parte superior de las ventanillas. Amanecía. Con su mirada de águila, Viktor Frankl echó un vistazo rápido[1]. Pronto supo el psiquiatra judío que el tren había abandonado ya Checoslovaquia y se adentraba en Polonia.

—Dejamos atrás los pinares negros —dijo, volviéndose a su esposa— y hay nieve alta. Al sur quedan los Cárpatos. Nos encontramos en Silesia, Tilly.

A pesar de la sed, el frío y la falta de sueño, Tilly tuvo fuerzas para sugerir:

—Y Auschwitz está en Silesia, ¿no?

Tilly no esperaba realmente una respuesta. Todo el mundo sabía que el campo de concentración de Auschwitz estaba en Silesia, al sur de Polonia. Con sus ojos grandes y claros miró con intensidad a Viktor. Después le sonrió abiertamente, dejando traslucir una sonrisa blanca y generosa. Era una mujer que impresionaba por su belleza.

—Me temo que sí —contestó Viktor—. Aunque, considerando que pasado mañana cumples veinticuatro años, preferiría pensar que no. En cualquier caso, deberías haber permanecido en el campo de Theresienstadt. No sé cómo has podido presentarte voluntaria para venir conmigo. Theresienstadt era incluso soportable para algunos prisioneros...

—No olvides que el único prisionero a quien yo realmente debo vigilar eres tú —bromeó Tilly—. Ten en cuenta que eres un prestigioso psiquiatra, y que eso siempre atrae miradas furtivas. ¿Verdad, doctor Plautus?

—¡No se preocupen ustedes! —el doctor Plautus, siempre dispuesto al optimismo, se encaramó a la parte alta de la misma ventanilla—. Sé que volveremos a casa. Y celebraremos la fiesta del retorno con un vino nuevo. Yo les invitaré a todos. No en vano soy médico de beneficencia en Viena y todos me llaman el ángel de Ottakring.

—Me encantaría compartir su optimismo —confesó el psiquiatra.

—Volveremos a Viena —insistió el doctor Plautus—. Y entonces me enseñará usted a hipnotizar a mis pacientes, estimado colega: así les ayudaré a relajarse.

—¡Bien dicho, mi querido ángel! —sonrió Tilly.

A la luz grisácea del amanecer, el silbato de la locomotora emitió un sonido misterioso. Se acercaban a la estación principal. Y, de pronto, un grito se escapó de sus angustiadas gargantas:

—¡Hay una señal, Auschwitz!

Tilly palideció durante unos breves segundos. Después procuró serenarse y pidió a otros pasajeros que le ayudasen a ordenar los equipajes revueltos.

El nombre de Auschwitz evocó en Viktor Frankl todo lo que había de horrible en el mundo.

—¡Cámaras de gas, hornos crematorios! —exclamó—. Eso es lo que nos espera, querido doctor Plautus.

—Calle, Viktor. Le insisto en que regresaremos a Viena.

El tenaz doctor Plautus entonó una canción dirigida a Baco, dios romano del vino, pero Viktor y Tilly notaron que los ojos de su amigo se llenaban de lágrimas.

El tren avanzaba muy despacio, como indeciso. A medida que iba amaneciendo se hacían más visibles los perfiles de todos los campos de concentración, unos cuarenta, que se agrupaban bajo el atroz nombre de Auschwitz. Viktor observó varias hileras de alambradas espinosas, torres de vigilancia, focos potentes e interminables columnas de harapientas figuras humanas. Su imaginación le llevó a ver horcas con gente colgando de ellas. Se estremeció de horror. Y su mente de experto psiquiatra no andaba descaminada.

Pasado algún tiempo, entraron en la estación. Se oyeron voces de mando, roncas y cortantes. Las portezuelas del vagón se abrieron de golpe y un pequeño grupo de prisioneros entró vociferante. Todos tenían la cabeza afeitada y vestían uniformes a rayas. Hablaban en muchas lenguas. Parecían conservar cierto humor.

—Los prisioneros tienen buen aspecto —comentó Tilly—. No se les ve mal alimentados.

—¡Ya se lo decía yo! —respondió el doctor Plautus—. Las mejillas sonrosadas y los rostros redondos son la mejor muestra de que volveremos a casa.

Nadie sabía entonces que aquellos prisioneros eran un grupo especialmente seleccionado para formar el «comité de recepción», a fin de sonsacar lo que hubiera de valioso en los escasos equipajes.

La voz de los soldados alemanes tronó en el interior del vagón:

—¡Todos afuera! ¡Y dejen sus maletas en el tren!

Salieron de golpe. Les ordenaron formar en dos filas, una de mujeres y otra de hombres. Entre el barullo de gritos, órdenes y empujones de los soldados, Viktor cogió las manos de Tilly y, antes de que los separasen, le dijo, empleando un tono muy firme:

—Tilly, permanece viva a cualquier precio. ¿Me estás oyendo?

Intentaba decirle que, si ella se encontrara en la situación de salvar su vida, no debería pensar en él: lo importante para Viktor era la vida de Tilly.

—¡Permanece viva! —gritó Viktor mientras un soldado arrancaba a Tilly de sus brazos y de sus ojos[2].

Después hicieron desfilar a los hombres, uno a uno, ante el oficial de las SS, Joseph Mengele, uno de los más terribles asesinos del holocausto judío. Mengele decidía el destino de cada prisionero con un pequeño movimiento de su dedo: a la derecha o a la izquierda.

Aunque ellos lo ignoraban, se trataba de algo siniestro: la primera selección. Y esa palabra significaba: o bien trabajo en los campos de concentración, o bien muerte directa en cámaras de gas. Bastaba el juego de un dedo.

Viktor tuvo el valor de esconder su macuto debajo del abrigo, aun a sabiendas de que, si Mengele localizaba el saco, corría un inmenso peligro. Por otra parte, oculto en el forro de su chaqueta, llevaba algo que él consideraba muy valioso: el original de su primer libro sobre Psicología —casi doscientos folios—; lo acababa de escribir y deseaba publicarlo a toda costa, porque era como su hijo espiritual. Detrás de Viktor, el doctor Plautus le susurró:

—Me han dicho que, si el oficial de las SS nos envía a la derecha, eso significa trabajos forzados; y que, si nos manda a la izquierda, entonces es para un campo de enfermos e incapaces de trabajar. ¡Pero, por Dios, doctor Frankl, se está escorando hacia un lado por culpa de ese dichoso macuto! ¡Debe usted caminar más recto!

Llegó el turno a Viktor. Ahora tenía a Mengele frente a frente. Era un hombre alto y delgado y llevaba un uniforme impecable. Se sujetaba el codo derecho con la mano izquierda, en actitud de aparente descuido. Viktor hizo un esfuerzo para permanecer erguido: el macuto pesaba como un saco de plomo.

Mengele le miró de arriba abajo. Pareció dudar. Después puso sus dos manos sobre los hombros del psiquiatra, le hizo girar hacia el lado izquierdo, es decir, hacia las cámaras de gas. Viktor no vio a ningún amigo suyo en esa dirección. Entonces se giró él mismo hacia la derecha, donde reconoció a unos cuantos colegas, y comenzó a caminar en esa dirección, sin que el asombrado Mengele opusiera resistencia[3]. Nunca supo por qué se le ocurrió esa idea ni de dónde sacó el coraje. Cuando se detuvo, pudo mirar hacia atrás: y vio que el doctor Plautus había sido enviado hacia el lado izquierdo.

Acabada la primera selección, los guardias de las SS, que iban cargados con pesados fusiles, ordenaron a los presos recorrer a paso ligero el camino desde la estación hasta la alambrada electrificada. Enseguida entraron en uno de los campos de concentración y los metieron en un pabellón para desinfectarlos a todos, como si se tratase de animales sucios y mugrientos.

Mientras esperaban en la antesala de la cámara de desinfección, los hombres de las SS extendieron unas mantas.

—¡Echen aquí todo lo que lleven encima! —gritaron—. ¡Relojes, medallas y anillos: absolutamente todo!

Viktor arrojó su macuto y lo poco que le quedaba, incluso lo que constituía su orgullo y alegría: el carnet del club alpino Donauland, que le acreditaba como guía de alta montaña. Pero mantenía su libro en la chaqueta. Entonces otro oficial de las SS dijo:

—Os daré dos minutos y mediré el tiempo por mi reloj. En estos dos minutos os desnudaréis por completo y dejaréis en el suelo, junto a vosotros, todas vuestras ropas. No podéis conservar nada a excepción de los zapatos, el cinturón y las gafas. Empiezo a contar: ¡ahora!

Rápidamente, Viktor sacó el manuscrito de su libro y se acercó a uno de los antiguos prisioneros, el que aparentaba más edad.

—Mira, es el manuscrito de un libro científico —le susurró, al tiempo que señalaba los papeles—. Ya sé lo que vas a decir: que debo estar agradecido de salvar la vida, que eso es todo cuanto debo esperar del destino. Pero no puedo evitarlo. Tengo que conservar este manuscrito a toda costa. Mi libro supera al psicoanálisis de Freud. ¡Es la obra de mi vida! ¿Comprendes?

En el rostro del prisionero veterano se dibujó una mueca, primero de piedad, luego se mostró burlón, insultante, hasta que rugió:

—¡Mierda!

Y en ese momento a Viktor Frankl le pareció que se borraba de su conciencia toda su vida anterior. Tiró al suelo su libro y su ropa con una rapidez impensable. Cuando se quedó con sus gafas y su cinturón en las manos, oyó los primeros estallidos del látigo que azotaba cuerpos desnudos. A continuación los metieron en otro cuarto para afeitarlos: no sólo rasuraron sus cabezas, sino que no dejaron ni un solo pelo en sus cuerpos. Y los empujaron a la habitación de las duchas. Viktor miró hacia arriba; y, con gran alivio, advirtió que de las alcachofas salían gotas de agua de verdad...

Mientras esperaba que aumentaran la presión del agua, la desnudez de todos se le hizo patente: nada tenían ya, salvo sus propios cuerpos, incluso sin pelo. «Literalmente hablando —pensó el psiquiatra—, lo único que poseemos es nuestra existencia desnuda. Sólo eso nos queda de nuestra existencia anterior». De pronto, las duchas comenzaron a correr. Y el agua gélida golpeó todo su cuerpo.

De las duchas fueron directamente afuera, a la intemperie: en el frío del otoño, completamente desnudos y todavía mojados. Dos horas después, apareció un hombre de las SS acompañado por prisioneros veteranos. Traían viejos uniformes a rayas. A Viktor le asignaron uno de un prisionero que había sido enviado a la cámara de gas. Eran ropas verdaderamente zarrapastrosas.

En cuanto se vistió, introdujo sus manos en el bolsillo de la cochambrosa chaqueta, soñando con lo imposible: encontrar allí las muchas páginas de su libro manuscrito. Para su sorpresa, lo que encontró fue una sola página arrancada de un libro de oraciones en hebreo, que contenía la más importante oración judía, la Shema Yisrael (Escucha Israel). Viktor Frankl la leyó lentamente: «Escucha, Israel: el Señor es tu Dios, el Señor es Uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Que estas palabras que yo te dicto hoy estén en tu corazón».

El psiquiatra se quedó pensando. «¿Cómo interpretar esta coincidencia sino como el desafío para vivir mis pensamientos en vez de limitarme a ponerlos sobre el papel?»

Pasó a continuación varias selecciones más. A la gran mayoría de su expedición, cerca de un 90 por ciento, el juego del dedo les había enviado hacia la izquierda. A él siempre le tocó la derecha. «¿Qué habrá sido del doctor Plautus?», se preguntaba Viktor.

Atardecía en Auschwitz. En un respiro entre el ir y venir, vio a varios prisioneros veteranos.

—Por favor —dijo Viktor, ansioso—, ¿podéis decirme a dónde pueden haber enviado a mi amigo y colega, el doctor Plautus?

—¿Lo mandaron hacia la izquierda? —preguntaron ellos.

—Sí —replicó Viktor.

—Entonces puede verle allí —le dijeron.

—¿Dónde? ¿Dónde está el ángel de Ottakring?

Las manos señalaban la chimenea que había a unos centenares de metros y que arrojaba al cielo gris de Silesia una llamarada de fuego que se disolvía en una siniestra nube de humo.

—Allí es donde está su amigo y su ángel, elevándose hacia el cielo[4].

Y a partir de entonces, una extraña sensación se apoderó del psiquiatra vienés: curiosidad, una fría curiosidad por saber lo que sucedería a continuación.

[1] El esquema narrativo está basado en el famoso libro de Viktor Frankl, Un psicólogo en un campo de concentración, traducido al castellano por Ediciones Herder con el título El hombre en busca de sentido, Barcelona, 1998. Cfr. pp. 25-35.

[2] Cfr. Autobiography, p. 90.

[3] Cfr. Autobiography, p. 93.

[4] Cfr. Viktor Frankl, El hombre doliente, Herder, Barcelona, 1990, p. 267.

Cuando el mundo gira enamorado

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