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Mi vida como mascota

Pablo Azócar y Pancho Mouat me adoptaron como mascota. Recuerdo exactamente cuándo y cómo. Una noche después del taller los acompañé caminando a un cierre de la revista Apsi, la única revista que citaba a Pavese y César Vallejo para hablar del comité por las elecciones libres y la nueva directiva del partido socialista. Atravesamos el Parque Forestal y el puente Pío Nono hasta la calle Alberto Reyes, donde la revista ocupaba una casa celeste de tres pisos. Pelamos a los otros integrantes del taller. Hablamos de libros, de los libros que ellos habían leído, que yo solo hojeaba o adivinaba. De pronto recuerdo que hablé de alguien que era comunacha. “Como un hacha para el pico”, dije. Recuerdo la risa desproporcionada que esto les produjo. Era un chiste típico de mi universidad, pero debió sonar en mi virginal boca, en mi agachado cuerpo vestido de abrigos dos tallas más grandes, tremendamente inesperado. O estaban dispuestos quizás a esperar cualquier cosa de mí, ya que para ellos era Héctor Ortega. Y Héctor Ortega era el más solo de los solitarios del centro.

Paseando con ellos por las calles de Bellavista debí parecer algo así como Pinocho conversando con el Zorro y el Gato. No sé cómo no me vendieron en una feria, como lo hicieron con Pinocho. Aunque algo parecido intentó Azócar al pretender que escribiera artículos irónicos en los especiales electorales de Apsi.

Y la Mariluz Velasco, la encargada de las páginas, dejándome entrever a través del generoso escote de su pullover verde turquesa el movimiento de sus senos pequeños pero alegres, solo para que Azócar los viera de rebote. ¿Qué edad tendría ella?, ¿25 o 26 años? ¿Qué edad tenía la Milena Vodanovic, más linda todavía, que escuchaba con paciencia cómo un tipo de barba muy negra y sandalias le hablaba de un tal Fuguet que escribía unos cuentos raros? ¿Qué habría dado yo por interrumpirle y decirle que yo conocía a Fuguet, que era de mi taller, que sin ser mi amigo era mi amigo? ¿Habría sacado algo con adelantarme dos años y conocer a Roberto Merino, que insiste en que nunca en su vida ha usado sandalias?

No sé qué dije, no sé qué hice ese día. Inmovilizado por lo fácil que me había salido todo. Las páginas llenas de manchas, unos chistes, una noche... y de pronto, las puertas de la revista abiertas (aunque los artículos de prueba que escribí para el suplemento se perdieron en algún basurero). Me bastaba, aún me basta, la sola idea de ganar. Me quedé mirando el movimiento delicado del aire entre las mujeres, mientras Pablo Azócar me presentaba como un logro propio, un adolescente de verdad, o más bien, un adolescente de libros, de esos que solo salen en los libros, rabioso y solo, implacable y desesperado, torpe y decidido, a pesar de mi radical timidez. Todo eso que Azócar había logrado cubrir de su saxo Lester (por Lester Young), de mujeres inolvidables que entraban y salían de su vida al ritmo de las frases sugerentes que anotaba para su novela Natalia, que comenzaba así:

“Por esos días, había que tener talento para no morirse. No cabíamos en nuestros calzones ni en nuestro sueño, caminábamos sin mirar para atrás, fumábamos como si fuera un acto de lucidez y tomábamos café negro para disipar el espanto. Nos rondaba la sospecha de que cada mañana iba a ser la última, y algunas lo fueron. Cometíamos tantos errores que se hubiera dicho que se trataba de un sistema de vida”.

Natalia era todo eso: mujeres imposibles, citas, sexo y saxo también, zigzagueo, poesía, chistes que querían ser crueles y eran casi siempre tiernos, como el propio Pablo, al que en la revista le decían Pablo Azúcar. Él había convertido su tartamudeo en una forma de seducción. Y defendía el valor de la ambigüedad, si bien sobresalía entre los escépticos del Apsi porque creía aún en muchas, en demasiadas cosas: en la literatura, el jazz, las mujeres, la poesía. Todos los deslumbramientos que lo habían alejado de la pichanga y los amigos del colegio, de la impecable normalidad de su familia impecablemente chilena, un ingeniero, un doctor y un periodista, al que se le permitía ser “medio poeta”.

Quizás terminé por defraudar a Pablo al elegir el “poder”, o lo que él llamaba “poder”, muchos años después, al no irme del The Clinic, cuando decretó que este medio se había vendido al poder y el dinero al despedir por exceso de cocaína y falta de trabajo al argentino Enrique Symns. Nunca pude explicarle a Pablo que era eso lo que buscaba en el Apsi esa tarde en que me presentó como un monstruo perfecto a la Mariluz Velasco. Mi virginidad, mi sobriedad, mi soledad eran cualquier cosa, menos inocencia, Pablo. Nunca entendiste eso, que mi empeño por no hacerme culpable de casi nada nacía justamente de esa seguridad, la de ser culpable de todos los deseos más innobles, de las ganas de aparecer, de no desaparecer nunca más. Tú que decías desconfiar de los que no toman y pensabas que la virginidad era una tara, en el fondo me felicitabas por mantenerme a resguardo del mundo, expectante, como si se tratara de mi libro y no de mi vida.

Pero yo estaba vivo, quizás de un modo que hasta a mí me parece inadmisible, Pablo. Era inexperto, pero no era ni por un minuto ingenuo. No me iba a matar ni en broma ni en serio, aunque te tenía convencido en Lisboa, donde te refugiaste después de publicar Natalia ese mismo año 90, de que me iba a suicidar si ella admitía que no podía leer la letra enrevesada con que le escribía cartas.

“Escríbeme, escríbeme, no dejes de escribirme, por favor. No te desanimes, no te desesperes, espérame y escríbeme”, terminaba Carolina sus cartas, donde me contaba sus veraneos en Mallorca, de su departamento en alguna calle con nombre de conde en el centro de Madrid. Y me ordenaba ir al japonés de la calle Merced, ese con fotos de barcos y japoneses de verdad, y comer sashimi, que era todavía una rareza. Y caminar de noche entre los flippers de Irarrázaval, no perderme la noche, sino que perderme en la noche, como ella se perdía en Madrid, orgullosamente sola, desesperada de ganas y de miedo de escribir, de estar todo por dentro escrita.

Leía por ella, con ella, La campana de cristal de Silvia Plath. La adivinaba convertida en esa niña talentosa y demasiado seria que empezaba a delirar en la novela de Plath. Sabía, como sabía la Carola, que el final del libro no estaba en el libro, sino en la solapa, donde se contaba que la autora había terminado por hundir su cabeza en el horno de la cocina. Y el marido, Ted Hughes, se fue con otra, quien a la postre terminaría por matarse también.

“No dejes de escribirme Gumucio –me imploraba–, no te desesperes con mi vagancia, escribe como si fuera lo último que tienes que hacer. Escribe, no dejes ni un segundo de escribir”, leía en las tarjetas postales mandadas desde Sevilla o las Islas Baleares. No respondía nunca a las insinuaciones muy vagas que yo dejaba flotar entre líneas. Escuchaba con delicia a la Cecilia Bolocco en la televisión solo porque su voz quebrada me recordaba a la de la Carola.

Nunca me he comunicado con mayor sinceridad con alguien, quizás justamente porque la Carola nunca contestaba a ninguna de mis insinuaciones. No importaban las respuestas, aunque viviera uno para las respuestas, porque las cartas podían perderse, porque mi letra ilegible en el sobre no aseguraba que el cartero supiera a qué dirección enviarla. Suspendido entre la carta y su respuesta... así me sentía, en un limbo hablando con la sombra de la sombra de Carolina. La idea misma de la existencia de un mundo limpio y de la Católica, casi tan virgen como yo, que tenía mis mismos miedos y otros que era incapaz de imaginar siquiera. Carolina interrumpía bruscamente la carta para naufragar entre los cines de la calle Princesa, donde me perdería yo también 10 años después.

Fines de los 80, principios de los 90: las cartas se mandaban aún por correo, escritas a mano, sobre papel roneo, a la oficina de Providencia con General del Canto, al lado de la oficina de mi mamá en Almirante Pastene. Me gusta pensar que pertenezco a la última generación que envió cartas así. Me da vértigo imaginar la cantidad de cosas que se hacían hace siglos de una manera y que justo en esta época dejaron de hacerse así. Viajar, por ejemplo, que ya no es lo que Carolina hizo cuando aceptó la beca que le ofreció Juan Luis Cebrián para hacer el máster de El País. Viajar, irse, borrarse del planeta, arrancar con todo a medio hacer, irse al verano cuando aquí es invierno, a la noche cuando aquí es de día. Esa valentía era inconcebible para quien había borrado la idea misma de que pudiera existir algo más que Santiago.

No importaba. Digo lo que todos los viejos dicen, que la vida en ese tiempo era otra cosa. Había escogido a los compañeros del taller como amigos. No me atrevía a llamar a los demás. Odiaba el teléfono, no salía a la calle lejos de mi barrio. Tenía las cartas, sin embargo. Por carta era valiente y único. Por carta era aún la promesa. Por carta era Héctor Ortega de un modo en que no alcancé a ser cuando escribía con su nombre. Por carta seguí viviendo esos años, como vivió Carola, lejos, muy lejos, extraña y extranjera, aunque yo tenía la ventaja y la desventaja de hacer eso en mi propia ciudad.

–¿Por qué no escribes a máquina? –me lanzó bruscamente en una de sus primeras visitas a Chile–. No entiendo nada tu letra. Es como si me escribieras en chino.

–¿Por qué no me lo dijiste? Pensé que te gustaba mi letra. Pensé que era más auténtico. ¿Por qué no me dijiste que no entendías nada? Tengo una máquina de escribir en la pieza.

–No podía decirte la verdad, no podía hacerte eso. Pablo me convenció de que si te lo decía, te ibas a matar. Yo no quería tener esa responsabilidad encima. Parecía tan importante para ti lo que escribías, que no te podía decir que no leía nada.

Pero no me voy a matar nunca, pensé por primera vez con toda evidencia. ¿Cómo no sabes eso tú, Carolina? ¿Cómo podía creer mi mentira, como la creía Pablo, 10 años más viejo que yo? ¿Cómo no sabían que mi secreto era ese, y ese mi poder?

La edad media [1988-1998]

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