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Una cara en el espejo

Recuerdo el día en que empecé a tener cara de adulto. Muerto de sed, me levanté a medianoche hacia el baño de la casa de mis padres, con los que vivía todavía. Sin encender la luz, me miré y no me reconocí. Era y no era yo. Ya no quedaba nada de esa cara de tragedia, de hambre, de espera, que no sabía si mostrar o esconder ante las mujeres que trataba de seducir con los ojos, mascota salvaje que posaba siempre entre los jumpers de mis compañeras de curso, quienes me sometían cada vez que podían a alguna variante de la ley del hielo.

Ya no era una posibilidad. Era alguien. Acababa de cumplir 25 años, pero tenía la misma cara que tendría a los 50, a no ser que interpusiera entre mi rostro y yo una barba como recurso de amparo, como una forma de desviar la potencia misma de ese rostro que ahora se me revelaba. Mis opiniones y mis dedos siempre manchados podían permanecer en una pubertad infinita, mientras que mi cara decidió a los 25 años convertirme en un señor hecho y derecho, una cara agraciada solo a ratos, imposible de estilizar o de dibujar de un solo trazo sin que se confundiera con otras cien caras iguales a la mía a la salida del cine Lido, Gran Palace, Capri. Era un caballero, un jubilado de 20 años, un diputado de Renovación Nacional, un dueño de fundo tranquilo que arrastra los restos de sus ancestros. Una cara más que cómoda y acomodada, que podía leer a Rimbaud o a Baudelaire, pero que no sería jamás un poeta maldito; a no ser que, como el poeta Enrique Lihn, se refugiara en una mueca de sospecha eterna.

Ni feo ni buenmozo, mi cara era una despedida de los fuegos de la juventud, de cualquier locura y heroísmo. Era un aprendiz de adulto que no podía retroceder: estaba atrapado en el presente, lanzado hacia el futuro. Me vestía con la ropa de mi tío ministro, heredada pese a medir 30 centímetros menos que él. Y mi pelo expulsaba caspa por todas partes. Mucho antes de que lo hiciera mi mente, o mi estado civil, mi cara se asentó en una versión inesperadamente tranquila de mí mismo. Sin esposa, vivía como casado; sin trabajo estable, tenía pinta de funcionario; sin pesar un kilo de más, me veía fofo; escribiendo nada más que críticas de televisión en la revista Apsi, ya era un cronista chileno, de esos que acumulan polvo en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional. Profundamente chileno en esa redondez saludable, mi cara confirmaba lo que mi carnet de identidad señalaba: profesor de castellano, nacido en Santiago de Chile en 1970.

Nunca había sido más triste ser profesor de castellano y más vergonzoso parecer un funcionario que en ese entonces. El año 1995 todo el mundo quería ser distinto. La ropa usada americana llegó por kilos y acabó con la uniformidad que distinguía a los chilenos hasta entonces. La rutina y la normalidad eran tan nefastas como la pobreza, la enfermedad o la debilidad. Todo era emprendimiento, inversión, crecimiento. Los condominios que se construyeron jugaban a ser mansiones con nombres que recordaban La Dehesa o Lo Curro, aunque estuvieran en La Florida, Peñalolén o Maipú. La palabra burgués había pasado de ser un anatema con el que nadie quería cargar, a ser simplemente invisible. Todos era tan burgueses que resultaba redundante decirlo. Se buscaba entonces ser algo más: empresario bohemio, emprendedor insomne, especulador nietzscheano. De la revolución de los 70 se había aprendido a vivir en perpetua guerrilla y, por contraste, se adquirió el amor al lujo. Un amor que nada podría atenuar. Mi cara se quedaba en la otra orilla, en otra época. Amaba yo la fama, las luces, la fluidez de las colaboraciones, los neones de Tokyo, los videoclips de Nueva York, pero estaba condenado físicamente a pertenecer al mundo antiguo de la bibliografía, los trenes, la socialdemocracia y el matrimonio para toda la vida. No podía evitar que me preguntaran por mi abuelo del mismo nombre, fundador de la Democracia Cristiana, el Mapu y la Izquierda Cristiana, senador de la Unidad Popular, obsesionado por la teología de la liberación. Mi cara confirmaba lo que sabía sin saber, que estaba condenado al siglo xx, aunque iba a cumplir recién 30 años el 2000, y seguramente pasaría más años en el siglo xxi que en el xx. Estaba condenado a las pasiones y dudas de mis padres y abuelos.

Mi cara, como la máscara de hierro que le ponen al rey en la novela de Alejandro Dumas, limitaba la posibilidad de esa fama, porque no sería ya cantante de rock, artista plástico o modelo de Calvin Klein. Ni siquiera sería el actor cómico que anhelaba ser cuando chico. Justo cuando llegaron a Chile los gimnasios decidí ser gordo. Y cuando llegó la obesidad mórbida, fui solo redondo. Justo cuando los chilenos empezaron a medir un metro ochenta y más, me asenté en mi metro sesenta y tres. Dejé de ser fotogénico cuando aparecí por primera vez en la televisión y en los diarios. Dejé de parecer joven sin atreverme a pedirlo, cuando empecé a trabajar en el canal Rock & Pop (donde estaba prohibido tener más de 30 años). Con esa cara que había renunciado a cualquier aura de seducción, perdí la virginidad o lo que perdemos los hombres cuando nos acostamos por primera vez con una mujer. Con esa cara de profesor alejé de mí el peligro de serlo realmente, aunque es lo que soy ahora que escribo esto, profesor universitario que constata, perplejo, que sus alumnos nacieron casi todos ese mismo año 1995 en que, asustado, me desperté para ver en el espejo del baño a alguien que era más yo que yo mismo.

Vengo de una época aún palpable, aunque para mis alumnos sea algo inimaginable. No tengo su edad, pero tampoco tengo suficiente edad para que esto sea evidente. También me cuesta imaginar esa extraña república soviética de extrema derecha que aún era Chile el año 1995. Las máquinas de escribir que alcancé a ocupar, el primer McDonald’s en la esquina de Ahumada con Huérfanos, la sensación de que en todo momento nos seguían. Ese país tan pobre, tan nuevo, tan ansioso de todo, donde Pinochet no era presidente, pero mandaba a callar y a la cárcel a cualquiera que se le ocurriera hablar mal de él. Ese extraño limbo entre democracia y dictadura, entre el siglo xx y el xxi, entre pobreza y abundancia, en el que nadie sabía muy bien qué estaba pasando, porque de noche se instalaban en los diarios interventores del gobierno, directorios con curas y uniformados. Fiebre y control, el sueño de un mercado sin límites pero, por otro lado, censura y autorregulación a raudales. El fin de la Historia era el comienzo de mi historia. Todo ocurría al mismo tiempo.

Soy de la generación del fin de siglo, que en Chile era cualquier cosa menos un final. En 1988 la dictadura chilena y el socialismo real estaban cayéndose a pedazos ante mis ojos, sin saber cuál de las dos cosas debía celebrar primero. El fin de la primera, del miedo a un poder soviético que pudiera hacer la revolución en Chile, explicaba el fin del segundo. Pinochet se había convertido para Estados Unidos en una redundancia. Nos dejaron la ilusión de que lo habíamos derrotado, cuando en verdad era víctima de su propio éxito. Cuando hablo con polacos o rusos de mi edad, las experiencias, las impresiones y las decepciones se parecen extrañamente. Ellos perdieron el comunismo en una fiebre de color y MTV; nosotros vimos caer un gobierno anticomunista tan gris, tan triste, tan uniforme como el comité central de Albania.

Justo me había inscrito en el Registro Electoral, abierto por primera vez en 17 años. Fui, entonces, parte de la primera generación de chilenos que tuvo derecho a decidir. Tuvimos más oportunidades que cualquiera. Las aprovechamos antes de que se desvanecieran. Educado en el marxismo, o en el terror a él, nutrido en la crisis de la OPEP, en un mundo en que todo era problemas, límites, diferenciación, la vida se me abrió de pronto indistinguible, fluida, colorida, posmoderna. Mis alumnos pueden decidir si su vida es o no política. Yo me hice mayor de edad inscribiéndome en los registros electorales para el plebiscito de 1988. Mi primer acto de madurez fue hacer la cola para votar, en el Escuela Costa Rica de la Plaza Ñuñoa, seguro de que en la noche los militares entrarían a mi casa y nos obligarían a culatazos a exiliarnos de nuevo. Tenía sobre todo la certeza de que no me quedaba otra que apostar con los ojos cerrados a votar, para denunciar después el fraude. Me veo esa mañana del plebiscito en que ganó el NO a Pinochet: 5 de octubre, la Alameda, levantábamos la mano hacia la policía para que supieran que éramos todos hermanos, y en la marquesina del Normandie, al llegar a la Plaza Italia, estaban dando El gran dictador de Chaplin. Los perros vagos, confundidos ellos también, las rejas en las explanadas, las caras de los otros estudiantes que iban dispersándose por entre las ramplas de hormigón mientras corrían como antes, como siempre, las botas de los carabineros, y el chorro de agua y el humo y el limón y la sal que nos pasábamos de mano en mano. Ya saben todo eso, han pasado por eso también. Eso era lo inconcebible entonces, que 20 años después jóvenes como nosotros siguieran pasando por el mismo gas, la misma agua, los mismos gritos, administrados por los que éramos perseguidos en ese entonces. Perdonen queridos alumnos, soy un viejo que se llena de detalles para explicar lo inexplicable. Soy un señor que explica y explica, sin poder dar siquiera con la impresión de ese tiempo que nunca pensé que se convertiría en melancolía, en culpa o en historia. Qué frío también fui, concentrado en no dejarme ir, en no dejar que ninguna idea ni beso me atraparan. Huyendo siempre hacia el centro de mí mismo. Qué poco aventureras fueron mis aventuras, porque trataba de moverme lo menos posible de lo que yo creía que era mi centro: ser como Víctor Hugo, Chateaubriand o nada más. O sea, en mi caso, Neruda, García Márquez, Cortázar o Enrique Linh: ser escritor y nada más.

Un inevitable entusiasmo, una pegajosa nostalgia, me obliga a confesar que tuve 18 años alguna vez, que el lugar y el momento en que esto sucedió explica quién soy y quién no soy ahora. Clínicamente deprimido, saliendo lo menos posible de mi casa, viví contra todos mis principios, como hay que vivir en la adolescencia. Hambriento, desorbitado, ilusionado y desilusionado al mismo tiempo. Enamorado también, aunque más de mi sombra que de cualquier mujer. “¡Puta que eres autoconstructivo tú!”, me decía el autodestructivo Guatón Hidalgo, quien ya no está vivo. Todo eso y más. Qué cantidad de ilusiones tuve. Qué cantidad de azares me obligaron a llegar a esa cara en el espejo, que me cubre, que me esconde, que no me conoce. No puedo evitarlo: a los 45 años, mientras escribo estas páginas, tengo eso que jamás esperé tener: recuerdos de juventud.

La edad media [1988-1998]

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