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Ziggy Stardust en Viña del Mar

Era el año 1990. Bowie acababa de dar un recital casi vacío en el Estadio Nacional que le había gustado hasta a Ítalo Passalacqua. Yo tenía 20 años y había pasado la infancia y la adolescencia escuchando música clásica y cantautores franceses. Sentía que era tiempo de iniciarme en el rock, pero quería recubrirme con cierta barrera profiláctica, algo de prestigio, de referencia cultural, de vanguardia, para no caer en la vulgaridad de los videoclips que seguían aturdiendo a la gente de mi edad. Bowie parecía un candidato ideal para esa iniciación. Mi hermano Ignacio había escuchado en la escuela de arte un casete de grandes éxitos y me dijo que las canciones se parecían un poco a las de Lennon.

Prevenido, informado, protegido, puse en mi walkman The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars. Un hombre vestido de cocodrilo delante de una caseta de teléfono londinense. El cielo amenazante, la luz extraña de un cartel, la insolencia de su gesto de guerrilla con la guitarra como metralleta. El casete empezó a rodar. A lo lejos, una batería se iba acercando, primero sola y luego acompañada de una especie de guitarra que se esparcía como gotas de lluvia espacial. Las arañas de Marte iban tejiendo su red de ecos y reverberaciones eléctricas, hasta que llega la voz: una voz de gemido, de chillido, de llamado, una voz de niño y de vieja a la vez, una voz de apuro y de orden perentoria, una voz que no tenía nada de humana y nada de inhumana tampoco, una voz que era la que tenía atravesada en el pecho cuando nadie me veía, cuando no sabía si era hombre o mujer, niño o anciano, cuando solo sabía que quería ser estrella para que nadie más me tocara.

No sé por qué estaba en Viña del Mar ese día. Creo que había acompañado a mi papá a alguna reunión política. Me había escapado con el walkman a caminar por la plaza, el Hotel O’Higgins, las vías del tren. Estaba nublado, las tiendas vendían botones, posters de Emmanuel, Super 8. Entre las palmeras sucias y los buses, las mansiones y las pensiones se mezclaban en el cielo sin gloria, sin estilo alguno. Ziggy Stardust hablaba de todo eso, supe de pronto. Su esplendoroso mal gusto no quería ser auténtico ni profundo. Su música hacía todo para que se te pegara al cerebro y desde ahí estallar. La guitarra era desafiante, pero se perdía en el eco de los violines que, a su vez, se convertían en rumores de brujas electrónicas. El piano a veces era noble y sentimental, si bien la voz seguía siendo un graznido de otro planeta.

Todos los resguardos que había interpuesto entre mi conciencia y el rock, cayeron. De Bowie no me gustó el buen gusto de sus años de pelo rubio y traje impecablemente cortado, ni sus coqueteos infinitos con la vanguardia, sino eso que en Chile uno había visto en Miguel Bosé y Elton John y hasta en el Luis Miguel de niño, y también en Albano y Romina Power y Jeannette cantando “¿Por qué te vas?”, ante una orquesta de instrumentos naranja, todos sintetizados o desviados en estudio de su sonido original. Ziggy era brillantina y pelucas, pero con un resplandor de muerte, con una voz que asustaba y que, asimismo, daba la idea de que tenía miedo, miedo a ser tragada por sí misma. Era rock sin ningún toque de blues, era la ciudad completa: el asfalto y los electrodomésticos y las industrias y la contaminación: cero rastro de hippismo pastoril. Era televisor en la pieza. Era música de alguien que aprendió a tocar escuchando la radio y no a los abuelos. Era música de gente que no tenía ya relación alguna con la tierra o el mar. Música de gente que no usaría nunca más sus manos, que no sentía del todo su cuerpo. Era música de fantasmas que no comen o comen demasiado, pero viajan entre los objetos sin tocarlos. Era música de un buen hijo que se rebela por donde menos lo esperan los padres, usando el lápiz labial de la mamá, pero parándose en el escenario con la insolencia que nunca tuvo su padre.

Yo no sabía por entonces suficiente inglés para entender que Bowie cantaba como si fuese una súper estrella venida del espacio a suicidarse en público. Sabía que representaba todo lo que la educación de exiliado de izquierda me prohibía: la pretensión y la fama, la extravagancia de las ropas y el maquillaje, el capitalismo sin cristianismo, el aura decadente pero nueva, siempre nueva. Todo eso venía envasado en canciones filosas y sutiles a la vez, que tenían la astucia de desafiar tus oídos con sonidos nunca antes experimentados, hasta que llegaba el coro, preciso y pegajoso, que te recordaba que esto era pop después de todo. Limpio, exacto, sin huellas ni evidencia, como un crimen perfecto.

Escucharlo era lo de menos. Lo terrible era que Bowie te proponía jugar a ser Bowie, a moverse como un lord entre los desechos industriales, ser el payaso blanco que su mamá reta en una playa después del Apocalipsis. La magia de Bowie no consistía en su capacidad para armar personajes para después matarlos en el escenario. La gracia estaba en cómo su música se infiltraba en tu médula espinal. Eso y una cierta elegancia que se podía adivinar hasta en Ziggy Stardust, el menos sofisticado de los discos de Bowie, una manera de pasar por las canciones como quien atraviesa un desfiladero, una cierta distancia que hace tan raro pensar que podía morirse como mueren los seres humanos, de cáncer al hígado, a los 69 años.

¿Dónde estaba el hígado de Ziggy Stardust? ¿Dónde estaba la vejez del Duque Blanco? Y, sin embargo, de eso hablaban las canciones en mi walkman, que luego sería discman, iPod, iPhone. De eso siempre hablaron todas las canciones de Bowie, del miedo a quedarse solo y morirse, y de su reverso: del vértigo de seguir vivo a pesar de todo. No de mujeres fáciles o difíciles, no de protestas contra la autoridad, no de drogas ni alcohol, no de liberaciones de ningún tiempo. Bowie hablaba del tiempo, de la fragilidad de nuestros sexos y nuestras mentes, del terror a volverse loco, de las ganas de perderse en la multitud, de nuestras palabras que chocan siempre en el mismo auto. Hablaba de la fama, es cierto, pero sobre todo de la ansiedad que te impulsa; es decir, el terror a no ser nadie si no te recuerdan cada cinco minutos quién eres. Había que inventarse un personaje, crear tu propio maquillaje.

Algo parecido al cielo se abrió con David Bowie. Antes de esa mañana en Viña del Mar coleccionábamos con mis hermanos revistas en fascículos de historia del rock de los años 70. Escuchábamos a los Velvet Underground, los Beatles y los Rolling Stones. El rock nunca fue para nosotros un desborde. Tampoco recitales, gritos, drogas o alcohol. Fuimos la primera generación que escuchaba rock como quien escucha el cuarteto de cuerdas de Brahms. Bailábamos solos en la pieza. No, ni siquiera: escuchábamos con el cuerpo, recitando letras en un idioma que no conocíamos, pero que quedaban marcadas a fuego. El idioma del mismo imperio que nos exilió. La música de los enemigos. Y nos gustaba también por eso: como la cera caliente, había moldeado nuestros sueños, nuestras fantasías, nuestros cuerpos.

El rock era una forma de aceptar lo que éramos. La luz de los tubos fluorescentes y la posibilidad de hacer arte con cajas rotas y guitarras saturadas, la ropa usada y la música usada también. La onda, la vibración y hasta la excitación sexual de admirar a un hombre pintado de mujer cuya música nos lleva a esas fábricas de válvulas, de ampolletas, de vasos, de ropa donde trabajaban los padres reales o imaginarios de los cantantes de rock.

Nos perdimos con mi hermano la primera parte de esa revolución, esa que hizo de la fábrica, la música y la comida en serie una forma de arte. Un arte que tiene justamente en su falta de materialidad su aura. Nos negábamos a usar jeans y a masticar chicle. Nos negábamos a escuchar la música que daban en la radio. Íbamos donde un vendedor de vinilos en San Diego, que nos grababa casetes de Paolo Conte (que no era particularmente rockero) y Tom Waits y su piano lluvioso de perros abandonados. Coleccionábamos discos ligeros, de esos que venían con los fascículos de Otis Spann, B.B. King, pero también de Buddy Holly y los Beach Boys. No, los Beach Boys vinieron después.

En esa época anterior al rock –para nosotros, repito–comprábamos los casetes en rebaja de la Feria del Disco. En un solo casete venía Percy Sledge, Otis Redding y Wilson Pickett. Otro casete con Marvin Gaye, las Supreme y los Four Tops. Esa música que podía explorar todos los sentimientos sin ser sentimental. Batería y violines que te arrastraban como las olas del mar. Motown, que cristalizaba mejor que ninguno mis inconfesables ganas de vivir. Era el talento como única opción de sobrevivencia. Era subirse al ring a noquear el aire con la ligereza de una avispa, como decía Mohamed Alí para asustar a sus oponentes. La música de Motown era lo contrario de la música posromántica de los hijos y nietos de Wagner, que era la que escuchaba con pasión hasta entonces. Era mi forma de saltarme el callejón sin salida de la dodecafonía y la atonalidad serial en que terminaban fatalmente los experimentos de Wagner y Gustav Mahler.

Esas verdades de la Motown y David Bowie estaban dentro de mi cuerpo, eran conocidas, como un idioma común. Esa fue una sorpresa de la que aún no me repongo: tener un cuerpo que vibra y habla y calla y se mira y se olvida cuando se deja llevar por el baile.

John Lennon, Keith Richards, Pete Townshend, o el mismo David Bowie, hablan de su infancia entre sirenas y racionamiento. Su inconsciencia, sus contoneos en el escenario, sus gritos y sus solos de guitarra surgieron de los bombardeos sobre Inglaterra en medio de los que nacieron. Su conciencia siempre tuvo la guerra como frontera. Entiendo por qué no se hicieron nunca grandes, adultos quiero decir, por qué no dejaron nunca de alimentar una rabia que ni los millones de fans y dólares, ni las sobredosis sin fin de droga y whisky, logran calmar. La guerra no es algo que sucedió; es algo que sucede y se repite en el fondo de algo anterior a los recuerdos.

Esa mañana nublada de Viña descubrí eso. La batería que palpita una promesa temible y la guitarra que despega toda su lluvia radiactiva representaban el derecho a tener un cuerpo que huele la distancia de las cosas, que entra y sale de ciudades que no conoce. Es lo mismo que decía Roger Waters, el ex líder de los Pink Floyd, tocando su The Wall en la Postdam Plazt abandonada de Berlín, el 21 de julio de 1990. Esa guerra con alambres de púas y militares vigilando en ambos puntos del Checkpoint Charly era también una guerra interior, una guerra moral que se libraba en cada uno de nosotros, protegidos nuestros miedos y traumas por un muro de órdenes, frases hechas, bombas atómicas que podían acabar con el planeta, guerrilleros impotentes, mentiras que, una vez derrumbado el muro, nos dejaban desnudos ante nosotros mismos. Miles y miles de alemanes y polacos e ingleses escuchando el coro de Ejército Rojo, y Van Morrison, Cindy Lauper, Scorpions, Ute Lemper y el mismo Roger Waters sobre los ladrillos rotos de plumavit de su propia depresión convertida en un síntoma del mundo.

El talento como única opción de sobrevivencia, decía David Bowie esa mañana en Viña del Mar. Me rebelaba contra mis padres escuchando música que hacía gente de su edad, desmesuradamente joven aún en el escenario, en su momento de gloria, justo antes de la decadencia, cuando el rock se convirtió en un deber más. Reconstruía una parte perdida de mi propia genealogía, los años 70, cuando mis padres escuchaban boleros, cha cha cha, Violeta Parra y Víctor Jara. Pensaba que yo y mi hermano estábamos más o menos solos en esto, así que me decepcionó profundamente enterarme por Iván Valenzuela de que existía un tal Lennon, de Concepción, que escuchaba la misma música que yo. Era la primera reunión de la “Zona de Contacto”, el suplemento juvenil de El Mercurio. Para impresionar a Valenzuela, que era crítico de música en el mismo diario, le presté los audífonos de mi walkman y le puse “Eight Miles High”, de los Byrds, la guitarra que pierde cualquier continuidad, dispara notas como llamados de telégrafo, y las voces como fantasmas que se sobreponen. Parece una canción de los Beatles pero es lo contrario, la noche y sus faroles y sus ciudades dormitorio, suburbios, gasolineras, estrellas, galaxias, agujeros negros.

–El Lennon está haciendo un disco así –me informó Valenzuela–. Graba en Filmocentro. Si quieres, lo vamos a ver. Tiene un grupo, se llaman Los Tres, aunque son cuatro. Hay un guitarrista de jazz espectacular. Uno que tocaba con Cometa. ¿Te acuerdas de Cometa? Jazz-rock. Dejaban la cagada en la sala Isidora Zegers. Angelito Parra se llama, hijo de Ángel Parra. Cuando quieras vamos a escucharlos.

Yo no quería. Yo quería mantener el rock y el soul como una pasión secreta. Era, ahora que lo pienso, la primera vez que iba a El Mercurio, el diario que había apoyado el exilio de mis padres y que fue financiado por la CIA para propagandear el golpe militar. Éramos nosotros, los jóvenes de la Zona, la representación de los nuevos tiempos. No había que pedir perdón ni reincorporar a nadie, sino apostar por los jóvenes, los nuevos, los que fueron criados en los videoclips de Michael Jackson y Madonna.

Mentiría si dijera que sentía algún tipo de duda o de escrúpulo. Todo eso me parecía natural, nos parecía natural. Para dar por inaugurada mi entrada en sociedad, escribí un artículo odioso contra Silvio Rodríguez y la gente que lo escuchaba. Era sincero, puedo alegar en mi defensa. Su gangosa voz, sus metáforas de flores y unicornios, sus complejos acordes y su simpleza ideológica, me repugnaban tanto entonces como ahora, que lo escucho sin parar, como si algo de esa juventud que no fue nunca la mía se hubiese quedado pegada en los complicados arpegios del trovador y el piano y las metáforas floridas y La Habana vieja y su lluvia de tejas. Silvio, la “Zona de Contacto” y Ziggy Stardust... de qué callada manera, como diría Pablo Milanés, termina uno con tal de ser totalmente parte de su época.

La edad media [1988-1998]

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