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Héctor Ortega

Héctor Ortega caminaba por el centro como yo. Héctor Ortega no tenía novias. Héctor Ortega no tenía amigos. Igual que yo. Héctor Ortega se quedaba parado a la salida de los cines. Esperaba el instante preciso en que los espectadores dejan de serlo, cuando la película abandona sus cuerpos y empiezan a ser transeúntes. Coleccionaba el instante preciso en que volvían a tener sus nombres y ya no era Chicago, y no era París ni Nueva York, y no eran inmortales ni gigantes. Héctor Ortega pensaba que eso era lo más importante de la película, el instante en que aún es parte de la sangre de los espectadores, cuando los defienden los neones, los vendedores ambulantes y las 800 motos estacionadas una al lado de la otra en el Paseo Matías Cousiño.

Cuando sentía que lo estaban reconociendo los espectadores, Héctor Ortega arrancaba. Imaginaba películas donde Allende seguía viviendo en el cerro Santa Lucía y Tarzán se deprimía entre los techos del cine Lido. Era una forma de salvarse de una pieza tan estrecha como la mía. Más chileno que nadie, sin señas particulares, enamorado de puros rostros que no lo veían, Héctor Ortega era yo sin futuro. Era yo sin pasado también.

Héctor Ortega era algo –alguien– que necesitaba extirpar de mi piel escribiendo. Una forma de hacerme un nombre sin que manchara el mío. Al tratar de hacerlo más anónimo que yo, descubrí que tenía una voz. Al tratar de dejarlo solo en un departamento del centro, me di cuenta de que vivía con mi familia en una casa de Ñuñoa. Al inventarle una pasión sin límites por las películas malas, me di cuenta de la impaciencia que me provocaban. Al leer sus quejas, sus gritos, sus ganas en el taller de Skármeta, me deshice de parte de mi rabia, de mis quejas y de mis gritos. Sudando por todos los poros, limpiándome los mocos con un boleto de micro, leí unas grandes hojas fotocopiadas a la rápida, lo que fue, quizá, mi primer texto escrito con absoluta libertad, sin saber ni sospechar hacia dónde iba.

Mientras tartamudeaba, supe que mi soledad era también una forma de coquetería. Quería conquistar de todas las formas posibles, con el patetismo, la soberbia, las palabras difíciles, las fáciles también, la poesía, el cómic, a esos alumnos serios e inteligentes que venían de otros talleres y publicaban microcuentos y relatos sutiles sobre la violencia política en antologías bilingües en sueco o franco canadiense. No había otra salida. No tenía otra. Que desnudo debí parecer en la sala calefaccionada del segundo piso del Goethe de la calle Esmeralda, donde habíamos sido seleccionados entre otros 200 postulantes, para dejar en claro que también en la literatura se había acabado la dictadura y los talleres semiclandestinos y las publicaciones en mimeógrafos. Qué patético, leyendo como un sordo metáforas sobre metáforas, imágenes y más imágenes para que me dejaran ahí, para merecer el milagro de sentarme los martes y los jueves, y ser un escritor prometedor. Desafiaba también porque los otros cuentos tenían desarrollo y personajes bien perfilados; lo mío eran versos en prosa, declaraciones de guerra, sin articulación alguna más que la voz misma del Héctor Ortega, desesperado, a la espera de algo que no sabe nombrar.

Agregando en vez de explicar, escribiendo en mayúsculas, corregida la ortografía en lápiz rojo por mi abuela unos minutos antes que me lanzara a leer... Terminé, sin sudor en el cuerpo, sin fuerzas para levantar la cabeza. Por unos segundos interminables nadie dijo nada. Hasta que el Chacal Tamayo (el muy premiado escritor de literatura infantil Luis Alberto Tamayo) se atrevió. No sabía muy bien qué era esto, si novela o cuento, pero lo encontró poético. Y mi forma de leerlo, altamente cómica. Le recordaba a Gregory Cohen, que leía unas cosas así en las peñas de la ACU (Asociación Cultural Universitaria, el reducto de los jóvenes escritores contra la dictadura). No sabía si leído de otra forma tendría gracia, no sabía si corregido y ordenado serviría de algo. Loco, raro, posmoderno, poético. Había imágenes, momentos, algo indeterminado, pero lo encontró original. Lo mismo opinó la Lili Ephick, la estrella del taller de la Pía Barros, y Pancho Mouat, quien citaba como si nada a Pavese y Borges en artículos sobre la coyuntura política. También Juan Pablo Poblete, que luego de leernos un cuento donde dos chicos saltaban las rejas de la Quinta Normal para hacer el amor, se hizo llamar Juan Pablo Sutherland. Y la Alejandra Farías, de la Universidad de Chile, que hablaba de textos y paratextos. Y la Andrea Maturana, que tenía apenas un año más que yo, pero contaba historias de señores mayores acostándose con adolescentes en laboratorios de biología.

Nuestro líder, Antonio Skármeta, grande por todos lados, generoso hasta la brusquedad, después de diagnosticarme sida ortográfico se reservó un día para entregar su opinión. Quedé en suspenso hasta la próxima sesión. Skármeta suspiró desde la altura de su metro 90, como si se sintiera profundamente ofendido por mis desacatos. Lo pensé, dijo, lo pensé mucho, y concluí que era un desastre, que no tenía ni pies ni cabeza, pero que por eso mismo era genial. Para él daba lo mismo la verosimilitud, la coherencia, los diálogos, los personajes, todo lo que llevaba meses enseñándonos. No era novela ni cuento ni relato; era poesía. Eso era, para bien y para mal, era poesía. No sé qué se puede hacer con eso, no sé hacia dónde va, dijo Skármeta, quien no dudaba que esa mezcla de Holden Caulfield e Ignatius Reilly era yo. Esa era la gracia, nos explicó, no hay espacio para pensar que el que escribe miente o que lo que cuenta no es urgente para él. Yo anoté mentalmente Holden Caulfield e Ignatius Reilly, como a dos enemigos que debía eliminar cuando me los encontrara frente a frente.

Skármeta terminó por recomendarme que encontrara una novia con buena ortografía y que siguiera así... aunque no dejaba de temer por mi salud mental si seguía por ese camino.

Yo sabía que era incapaz de encontrar esa novia con buena ortografía que me pedía el profesor. Si hubiera sido capaz de conseguir una novia con buena ortografía no habría escrito Héctor Ortega. ¡Pero yo no era Héctor Ortega!, estuve a punto de gritar, de susurrar, de implorar, de aclarar, mientras Skármeta pasaba a otra cosa. Era demasiado tarde.

Esa es la versión que prevaleció de mí mismo, la que yo mismo vendí a los incautos: Héctor Ortega, con abrigo largo y el pelo que me cortaba yo mismo, mientras veía en la televisión a Montgomery Clift. El partidario de la poesía y el absurdo como único recurso, escribiendo cuentos de fisicoculturistas alemanes y conspiradores que dibujan en sus piezas el mapa de las migraciones de los perros callejeros de Santiago. Me hice solo, exageré aún más mi soledad. Postulé como cualquier mortal al taller, me entrevistaron en un departamento al lado del hospital Calvo Mackenna. Recibí con sorpresa mi cheque mensual, un expendio que nos pagaban los alemanes, el primer dinero que recibí por trabajar. Supe mucho más tarde que Skármeta era amigo de mi tío Alejandro, que José Donoso había sido en los años 50 el mejor amigo de mi abuela, que las revistas de oposición en las que soñaba escribir eran financiadas por las mismas ONG italianas y holandesas que financiaban las actividades semi clandestinas de mi padre. Supe, después, que mi lugar en esa pequeña burguesía de izquierda era completamente natural. Por pura timidez, por puro desdén, por pura soledad, usé como único enchufe, como única carta de visita, a Héctor Ortega, es decir, a nadie.

O menos que nadie. Fue lo mejor que pude hacer, pienso hoy. Me trataron como lo que yo era en el fondo: un desconocido que desea incendiar la pradera. Tuve esa ventaja. Supe en ese taller que fue mi umbral al mundo, ser un recién llegado de ninguna parte. Yo, a gritos, dije estoy solo, y gracias a ese grito dejé instantáneamente de estarlo. Fuimos a celebrar el nacimiento de Héctor Ortega a un restaurante peruano-chilote de la calle Miraflores. No había ningún otro restaurante peruano en Santiago y este pedía disculpas por serlo, sirviendo curanto en olla. Me senté entre Alberto Fuguet, que escribía con su nombre las críticas de cine de El Mercurio y con el nombre de Enrique Alekan una especie de diario de vida del primer yuppie chileno, y la Carola Díaz, que estaba a cargo de las páginas culturales de la revista de izquierda Análisis, aunque le gustaba contar que había desfilado por Pinochet cuando este firmó la Constitución del 80. Ellos descubrieron que habían pasado su infancia a una cuadra de distancia, entre María Luisa Santander y Ricardo Matte Pérez. Antes de terminar la frase, el otro la completaba. Impactado por la velocidad con que se miraban, me daba cuenta de que yo dejaba de existir ante los achinados ojos de ella, la más pesada, la más distante del taller y al mismo tiempo, la única que se había enterado de mi existencia antes de que leyera Héctor Ortega. Toda esa electricidad que me alimentaba y al mismo tiempo temía, obligado como si tuviera esposa e hijos, y debiera volver temprano a casa, me fui de la reunión. ¿A qué? ¿Por qué? Para no molestar, para no incomodar, para quedarme también en la cima del momento, para no pelear mi lugar con nadie.

Sin reparar en mi ausencia, supe que terminaron en una salsoteca en Pedro de Valdivia con Bilbao. Ahí Alberto recordó que no le gustaba bailar. Se supone que ella tampoco bailaba, sobre eso y tantas cosas como esas habían hablado los dos, pero bailó con Pablo Azócar, de abrigo, pelo rizado en perpetuo desorden, dueño de un saxo que llamaba Lester y unas frases insinuantes con que exorcizaba su tartamudeo. De paso por Santiago, entre distintas aventuras en París, Roma y otras ciudades donde era preso de amores fatales y mujeres irrepetibles y jazz y tríos sexuales, Azócar escribía en una prosa que parecía verso a veces (tanto, que terminaría por cometer la anomalía de descubrirse poeta a los 50 años).

La edad media [1988-1998]

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