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Al centro del mundo

De mi cama de adolescente se veía un árbol cualquiera, de esos que a nadie le interesa el nombre, perdido en el patio entre máquinas oxidadas y maleza seca. Era el jardín de la vieja del queso, como llamábamos con mi hermano a la anciana Armenia, quien regentaba un almacén cerca de donde vivía. Mi casa se reducía a esa pieza estrecha y aislada en el tercer piso de esa construcción que imitaba un suburbio obrero de Holanda, moderno y compacto. Era un pasaje de casas de ladrillos nuevas donde se alojaban en su mayoría izquierdistas, artistas, gente tan asustada que necesitaba rejas y un patio común para saber cuándo venía el allanamiento.

El primer piso de la casa lo ocupaba un gallo salvaje que después de haber agotado las fuerzas de las tres gallinas a su cargo, aterrorizaba a cualquiera que se atreviera a pisar su territorio. Un territorio que incluía el living, el lavadero y la cocina. Había que entrar a la casa apurado para que no te picoteara entero y correr por la escalera hacia una reja de madera que había que cerrar para impedirle el paso. El segundo piso era de mi madre, mi padrastro y mi hermana, quienes llevaban sin nosotros su vida de familia más o menos normal, más o menos feliz, una vida que a mí me aterraba. Contra ellos, mis hermanos Ignacio –que tenía casi mi edad– y Salvador –que tenía 12 años menos– vigilaban nuestra barricada. Los muros pegoteados y pintarrajeados por mi hermano Ignacio, las camas destrozadas yaciendo por el suelo, el televisor prendido a toda hora. Una especie de naufragio perpetuo al que oponía la foto de César Vallejo que pegué al librero prefabricado. Mi cama en el suelo, el escritorio estrecho, la máquina de escribir que memorizaba frases enteras antes de escupirlas en el papel, los blocks Torre donde anotaba versos, ideas, prosa, mirando en la ventana las cintas de plástico negro con que trataba de dibujar algo parecido a un vitral que complementara mi celda medieval.

Castidad total. Era la celda de un convento y yo era un monje que soportaba con alegría la escarcha sobre la cara en la madrugada. Evitaba masturbarme lo más posible, no por santidad, sino para acumular líquido y que el orgasmo semanal fuese más placentero. Me resultaba a veces increíble que fuese todo eso tan breve, tan resbaloso, tan silencioso, en circunstancias de que los libros de Henry Miller decían que era monumental, final, universal, inevitable. La calentura nunca me obligaba a nada, pero sí me impedía terminar los libros, porque era incapaz de leer acostado sin que mi sexo se irguiera, tibio pero sin consecuencia. Lo acariciaba sin motivo para calmarlo, como si fuese el manubrio de un barco a la deriva, apurando y ralentizando la tibieza de una madriguera donde, agazapado en mi pecho, oía pasar a los cazadores. Eso es lo que me gustaba de los libros que fingía leer, el tiempo sin borde en que mi cama flotaba, la sensación felina en que mi cuerpo por fin cabía entero. Y la piel blanca de las rusas en sus carruajes, y Natacha Filipovna que lanzaba al fuego un fajo de billetes, y el resplandor del whisky en Los Angeles en las novelas de Chandler.

Por eso quería ser escritor. Para vivir en esa pereza incestuosa, en esa cama eternamente tibia de los amantes denunciados en Hamlet, el niño que embaraza a su amante hasta matarla de amor en El Diablo en el cuerpo, ese rubor de incesto, esa sensación de volver al vientre materno que nadie te reprochaba cuando estabas protegido por un libro. Por eso quería ser escritor, por eso aún quiero serlo, para no hacer nada, para ser nadie, o sea yo antes de nacer y después de morir, flotando sobre mi cuerpo en pleno accidente de auto, el cuello torcido entre las hojas muertas hasta encontrar, como un zorro en la trampa, como un lobo en las cenizas de la hoguera de los cazadores, encontrar, digo, una tibieza que borra todas las preguntas e invita al sueño.

Despertaba con el frío escarchando mi cara en la mañana, la rigidez de las planchas de madera en mi espalda, con los libros que fingía leer y se me quedaban pegados a la piel, seguro de eso y solo de eso: querer ser escritor en un país en que apenas se publicaba algo chileno y donde era absolutamente inconcebible vivir de eso, a no ser que te fueras lejos, a Barcelona o a París, como los del boom. Lejos yo, que no podía concebir la idea de llegar a la casa de mi mamá después de las 12 de la noche. Eso, cuando obligado por ella fingía salir.

Escribía para que todo esto tuviera sentido. Para ser el profeta en mi propia torre. Concentrado en que no se escapara nada de esa soledad que penetraba la médula de mis huesos, como si fuese la secreta grandeza que me haría vencer a todos los enemigos. Ese árbol sin atributos, hojas en verano, ramas en invierno, único testigo de esas horas de huelga de hambre, de masturbación silenciosa, horas y más horas de flotar en un sarcófago, de ser parte de mis huesos, encerrado en una timidez galopante, en un aislamiento completo del que quiero creer que no queda nada. Pero todo queda, no hace otra cosa que quedar, que quedarse. Y mi cama en el suelo, a centímetros del polvo, estrechísima, donde dormía mal, pero durante muchas horas. A ras de piso, no como un príncipe flojo sino como un soldado que se hace el herido para que el general no lo obligue a levantarse y volver a pelear. Un metro sesenta y tres, 57 kilos, vivía para caber en cualquier parte. Esa era mi obsesión: ser parte de un espacio reducido, donde se supone que no había espacio para un hombre como yo. Esa era mi obsesión, pienso recordando esa ventana, esa pieza, ese árbol, una obsesión paradójica, la de ser discreto y caber en cualquier parte, la de ser indiscreto e infiltrarme en todas partes también, ser un profeta, no dejar a nadie indiferente. Ese era yo: un inmigrante que se esconde en el fondo del barco para llegar a puerto, pero también un actor en el camarín a punto de vomitar su papel. Aterrado por lo que venía e incapaz de volver de donde venía, vivía esperando, amarrado a mis propios brazos para no tener que abrazar a nadie.

Aplastado por el peso de ese deber, sorprendido de tener a pesar mío un cuerpo, miraba desde la cama el cielo casi siempre azul de Santiago de Chile, mi ciudad desde hacía apenas cinco años. Era –me sentía– un extranjero. Mi infancia no se parecía a la de ninguno de mis compañeros de universidad ni de colegio. Mi abuela, mi madre y mis hermanos tampoco se parecían a los suyos. París, la excentricidad de cierta clase alta chilena, la política, la izquierda, los libros en la sala, todo eso era distinto, todo eso lo escondía inventándome recuerdos de infancia con el Tío Memo, la chanchita Piggy y El Chavo del Ocho, tan triste, tan fome la infancia de mis amigos, tan vergonzosamente diferente a la mía, a la de Antoine Doinel en Los 400 golpes.

La ciudad me daba miedo. De los abrazos pasaban a las patadas y de las patadas a la risa. Eso me resultaba indescifrable. La policía, política o no, me daba miedo. Las mujeres, lindas y feas, pedían un grado de insomnio que no estaba dispuesto a regalarle a nadie. Todo era horrible pero estimulante, como el centro de Santiago, donde nos arrestaron los detectives de la PDI porque era Navidad y robaban mucho, pero sobre todo porque andaba esa mañana con el Cuye, el presidente del centro de alumnos del Blas Cañas, demasiado moreno para no ser sospechoso.

No hablaba el idioma de nadie más, por lo que fingía que hablaba muy rápido el castellano. Como si sufriera una enfermedad venérea, en las torres San Borja me humillaban los vendedores de la librería Mímesis. Artaud en México, entrevistas a André Breton, el supermacho de Alfred Jarry que los dependientes pesaban y sopesaban con aire de superioridad, recomendándome otros títulos que no tenía la plata para comprar. Mis ojos hundidos en la profundidad del suelo, buscando sin embargo absorber hasta la última sílaba de lo que decían esos sabios. Desesperado a la salida del Microcine de Bellavista o del Normandie en la Alameda o, en el peor de los casos, del Centro de Extensión de la Universidad Católica, de conversar con los espectadores más frecuentes, los que como yo no se saltaban el ciclo entero de los cuentos morales de Rohmer, las primeras películas de Wim Wenders, todo Fellini y todo Bergman.

Sonrisas, miradas, silencio. Mi abrigo, mis manos en los bolsillos, el fervor de lo que vimos, la sensación de haberlo visto juntos se iba alejando paso a paso mientras me alejaba de ellos, que sí eran amigos, que sí se conocían. Incomprensible distancia que no me permitía argumentar con ellos, porque me saltaba el ciclo de Fassbinder y el de Herzog. Un miedo a todo lo que es demasiado alemán, es decir, puro, extremo, final. Miedo a todo lo que no tenía retorno: la homosexualidad en Fassbinder y la naturaleza en Herzog. Algo adivinado a lo lejos, porque solo después, mucho después, me atreví a atravesar las fronteras de cartón y planchas podridas que vivía haciendo y deshaciendo para no ser tragado por la inmensidad de lo que quería saber, de lo que sentía que era mío por derecho propio, porque esperando solo la micro en la Plaza Italia, una vitrina llena a rabiar de papas fritas recién salidas del aceite, los neones flotando en el esmog invisible, sabía que nada ni nadie se podía negar a mi encanto.

Para muchos, Los detectives salvajes de Roberto Bolaño puede ser un clásico; para mí es una sucia mentira. Esos poetas leen juntos los libros que yo leí solo, y se drogan y se besan, y conocen poetas mayores, y se pierden en el desierto. Perderse en grupo no es perderse, leer poesía para tener amigos no es leer poesía. Escribir para seducir a las mujeres no es escribir, aunque eso hacía yo, escribía para mujeres que no existían, hablaba con amigos que no tenía, modulaba canciones sin fin para ver como las palabras flotaban solas sobre el pantano de petróleo. Sin cómplices, sin enemigos, sin público. Los amigos del colegio de los que no tenía ni dirección ni teléfono, los amigos de la universidad, el Pájaro Rodríguez y Carlos Mejías, que vivían muy lejos de mi casa, uno en el paradero 14 y medio y el otro en el siete y medio de la avenida Vicuña Mackenna.

Ni amigas ni amantes. Virgen, virgen, virgen, virgen. Escuchaba a oscuras con mi hermano Ignacio un movimiento por día de los cuartetos de Webern, tratando de extraer de los violines todas las sensaciones más felinas, más misteriosas, más oscuras posibles. Tratando de avanzar en orden desde el posromanticismo a la dodecafonía, ayudado por un curso que impartía Juan Pablo Izquierdo y Cirilo Vila en la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Chile, más los libros de Adorno, que sacaba junto con las óperas enteras de la biblioteca del Goethe Institut.

Estudioso, concienzudo, riguroso en todo lo que no tuviera que ver con lo que se supone que estudiaba, pedagogía en castellano en una universidad católica barata en que nadie más soñaba siquiera con hacer otra cosa que clases.

–¿Quién quiere ser escritor aquí? –preguntó el profesor Ramírez y, asustado, levanté la mano. Fui el único entre los 35 alumnos, entre los cuales figuraba una monja.

–Los que quieren ser escritores, se equivocan de carrera –se complació en subrayar el profesor Ramírez, aunque la carrera la dirigía de modo más o menos honorario un escritor: Guillermo Blanco, quien tenía la edad y la condición de José Donoso y Jorge Edwards, pero se había quedado en Chile cuando, para ser escritor, un escritor de verdad debía irse. Pasar por Barcelona, publicar allá y emborracharse en París, y hacer clases en Princeton y Saint Louis, toda esa cosa que no me atrevía a hacer yo, que ni siquiera quise saber los resultados de la lista de espera de la escuela de Derecho de la Universidad Católica de Valparaíso, de puro miedo a verme separado por una semana de mi madre.

Había llegado de París hace apenas cuatro años. Una distancia que nadie notaba a primera vista, pero que se interponía en cualquier conversación. Fingía entender quiénes eran el Chavo del Ocho, la Tía Pucherito y el tío Memo, la diferencia profunda entre la U y el Colo, el paradero 14 y el 14 y medio de la Gran Avenida. Hablaba de Chaplin, y me respondían con Cantinflas. Hablaba de los hermanos Marx y me salían con Los Tres Chiflados. Hablaba de El ladrón de bicicletas y me contestaban con La naranja mecánica. Me inventaba una infancia que pudiera pegotearse con mi adolescencia. Exilié de mi vida mi exilio: París, y la manía de mi familia por contar el cuento más raro y divertido posible, quedó separado de mí. Decidí ser normal hasta la locura, ser más de aquí que ningún otro, como si este fuera el centro del mundo.

No tenía más vida privada que el centro de Santiago, donde me perdía a la hora en que aparecía La Segunda, con sus titulares rojos contra fondo verde. Mezclaba mi corbata roja con puntos blancos con la de los oficinistas, en lo que era una especie de parodia adolescente. Veía salir del cine parejas y señores solos. Entraba y salía de las galerías. Relojes, videos, revistas porno, casetes, los primeros CD del mercado. Concentrado en estar solo y al mismo tiempo estar con todo el mundo, ahí mismo donde abogados, clientes, vendedores y compradores de dólares, secretarias, militares de uniforme y de civil, confluían en la misma marejada, cuando se suponía que todo estaba cambiando en este país.

Bajando y subiendo por el paseo Huérfanos quería estallar en mil pedazos, para que nadie olvidara mi nombre. Quería de un solo salto pasar de ser el extranjero clandestino al héroe de una ciudad normal.

Y sin embargo, ya estaba, sin saberlo, salvado. En Interface, el único programa de rock de la radio Beethoven, dejaron por una sesión de aleccionarnos con largos solos de música progresiva para transmitir un especial de los Velvet Underground. Era rock, era ruido salvaje y joven, y me gustaba justamente porque no tenía solos largos ni flautas traversas, sintetizadores y violonchelos. Podía a través del molde de esa voz grave y distante, hacerme una voz propia, mi propia versión de los Estados Unidos, ese país que se volvió de pronto, ese año 1989, una asignatura obligatoria. Pude de alguna forma elegir un mundo que tenía algo de Baudelaire y los surrealistas, algo artístico que contaba historias sucintas y reales, y seguía melodías repetitivas y sencillas. Sin dejar la vanguardia, pude abandonarla de a poco. Pude, a través de esa música de mediados de los años 60, convertirme en alguien de mi propia época.

Velvet Underground, guitarras que no quieren besar a nadie, voces que recitan casi tanto como cantan, y una ciudad (Nueva York) que no conocía y era, asimismo, mi ciudad porque era, en definitiva, “la” ciudad. De ella iba a hablar y me iba a defender cuando saliera de la oscuridad en que estaba sumergido. La ciudad, toda la ciudad. Santiago de Chile, ni grande ni chica. De eso sabía que podía escribir. París no sería nunca más mi ciudad. Saldría del cine y de los cafés y de las librerías y me disolvería en la calle junto a las baratas. Por primera vez me miré sin miedo al espejo y saqué de la nada un nombre con el que salir al mundo: Héctor Ortega.

La edad media [1988-1998]

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