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ОглавлениеEl Templo y el Alto Sacerdote
Desde la cumbre todo parecía microscópico. Recordé, cuando antes de comenzar el ascenso, me había sentido pequeñito frente a la inmensidad de la montaña. Ahora, sobre la cumbre de la misma, yo seguía sintiéndome como un microbio ante el vasto paisaje que se desplegaba delante de mis ojos, pero ahora yo estaba arriba, en la cima. Ahora yo era la montaña.
Me tomé mi tiempo recreándome la vista alrededor de la montaña y de su cumbre, y pronto mis ojos fueron a dar con una estructura que no había visto hasta entonces. Se trataba de algo así como un templo. Me extrañó no haberlo notado antes, pues sus dimensiones eran fastuosas. Maravillado ante la exquisitez de su arquitectura me fui acercando hasta que me encontré ante el portal de entrada.
Si en algún lugar de esta cumbre se encierra el conocimiento que busco, ese lugar debe ser este templo, pensé. Sin titubeo alguno tomé la pesada aldaba con mi mano derecha y con fuerza la dejé caer sobre la gruesa puerta.
El seco golpe pareció retumbar a lo largo y ancho del templo, pero nadie respondió. Esperé un rato y empujé la puerta, pero esta estaba cerrada, y no cedió ante mi presión. Volví a levantar la aldaba que colgaba de la puerta, y con un movimiento semicircular la hice estrellarse ruidosamente una segunda vez. Una vez más pareció temblar el templo hasta sus cimientos. Pero por segunda vez la única respuesta que obtuve fue el silencio.
Un poco desconcertado y a punto de abandonar me decidí a hacer un tercer y último intento. Una vez más el eco del choque entre el metal de la aldaba y la madera de la puerta correteó por todas las paredes del templo, y quién sabe si también por toda la cumbre de la montaña. Solo que esta vez sí hubo una respuesta.
—¿Quién osa llamar al portal de este sagrado templo? —preguntó una grave voz desde adentro.
—Un buscador del conocimiento —respondí un poco impresionado tanto de la voz interior como de mi propia respuesta.
—Y ¿qué te hace pensar que serás admitido a nuestro interior? —volvió a preguntar la voz interior del templo, lenta y gutural como si emanara de una tumba.
—He venido desde muy lejos y he viajado durante mucho tiempo para llegar hasta aquí, y es mi deseo conocer los misterios de la vida y la muerte —respondí con una seguridad que poco antes ni siquiera conocía.
—En la montaña el tiempo y la distancia no existen. Que tú creas venir de lejos, o que tú creas haber viajado durante mucho tiempo no te hace merecedor de entrar al templo. ¡Vete y no vuelvas nunca más! —me dijo la voz con abierto disgusto por mi presencia ante el portal.
—¡No, por favor! —imploré casi tirándome de rodillas mientras estallaba dentro de mí un helado escalofrío de desesperación—. El árbol de la sabiduría me envió aquí. Yo le pedí que me hiciera un gran guerrero, colmado de fama y fortuna, y me dijo que la única forma de ser un verdadero guerrero era venir a la montaña, el único sitio donde podría conocer los secretos de la vida y la muerte.
—¡Ja! El árbol de la sabiduría. ¿Qué tonterías son esas? —rio despectivamente la voz interior del templo—. ¡Jamás hemos escuchado del árbol de la vida! Y ¿qué es eso de los secretos de la vida y la muerte? ¿Qué vida y qué muerte? ¡Vete muchacho, vete y no nos molestes más!
Ante estas palabras, cargadas de desprecio, mi ánimo se terminó de desplomar. ¿Cómo era todo esto posible? ¿Cómo me había podido yo engañar con esa idea de que un tal árbol de la sabiduría me había enviado hasta aquí? ¿De dónde saqué semejante tontería? Lo mejor sería que me diera media vuelta y volviera, pero ¿a dónde? Ya no tenía a ningún lugar al cual regresar. Ya no tenía nada a lo que volver. Lo había dejado todo atrás.
Había fracasado. No había descubierto misterio alguno. Lo único que había logrado era perder lo poco que tenía en la vida. Miré al cielo como implorando la ayuda de un ser superior, y con sorpresa noté cómo el día moría en un sanguinolento ocaso. Y de repente me acordé una vez más de las palabras del viejo pastor, “en la montaña la noche es tu noche”. Sus palabras retumbaron en mi mente como un millón de campanadas simultáneas.
¡Claro!, reflexioné. Soy yo mismo el que se está hundiendo en la oscuridad. Soy yo mismo el que me está impidiendo el ingreso al templo.
Miré decididamente al portal y grité con una fuerza que surgía desde lo más profundo de mi ser:
—¡Abre la puerta!
»¡No tengo lugar alguno al que regresar, puesto que yo lo he elegido así! —continué diciendo—. He elegido renunciar a mi vida anterior. Todo lo que hasta ahora he sido ha muerto y ha quedado enterrado en el pasado. Yo mismo he muerto y he vuelto a nacer. Y con esa muerte y esta nueva vida he develado ya el primer misterio sagrado. ¡Vengo con el corazón puro a conocer los misterios de la vida y la muerte, y este conocimiento no me puede ser negado porque yo me lo merezco, porque yo lo acepto, porque yo soy la montaña descubriéndome ante mí mismo!
Las puertas del templo parecieron entender mis palabras. Lentamente se corrieron una a una las cerraduras hasta que finalmente las puertas se abrieron ante mí de par en par. Del interior de aquel imponente templo surgió de inmediato el suave perfume de inciensos quemándose, mezclado con el dulce aroma de bellísimas flores que adornaban cada rincón del salón central. El agradable olor se vio acompañado por una luz intensa, pero suave a la vez, que parecía emanar de las paredes mismas del templo.
En el centro del salón se encontraba sentado, en actitud meditativa, un agradable anciano. Su cabello era muy largo y muy blanco, al igual que sus barbas y bigotes. Parecía ser más viejo que el tiempo mismo, pero en su rostro no se marcaba ni la más pequeña arruga. Su piel era tersa y su expresión era amorosa, compasiva y juguetona.
Sin mover ni un solo músculo de su cuerpo, el anciano abrió sus ojos, y con una melodiosa voz me invitó a pasar:
—Ven, guerrero —me dijo—. Entra y siéntate conmigo.
En silencio le obedecí y caminando pausadamente llegué hasta donde se encontraba el anciano. Lentamente me senté frente a él. El anciano tenía una mirada dulce y penetrante a la vez. Sus ojos eran los ojos de la eternidad, y en ellos volví a encontrar algo familiar, como sucedió con la niña de la aldea, y con el viejo pastor.
—Me alegra verte, te estaba esperando —me dijo el anciano, con una expresión que me daban ganas de saltar y abrazarlo y decirle sí anciano aquí estoy, he llegado al fin y estamos juntos una vez más, y esta vez para siempre. Pero cómo podía este anciano estarme esperando, si nunca nos habíamos visto antes. Si nadie sabía que yo venía para acá. Si casi ni logro llegar.
El anciano pareció escuchar mis pensamientos y volvió a dirigirse a mí con su melodiosa y grave voz diciendo:
—¡Oh! Sí que te estaba esperando. Cuánto que te he esperado. Nuestro encuentro fue acordado desde antes del comienzo del tiempo, e inexorablemente se cumpliría en el momento pautado. Y ya lo ves, aquí estás.
—¿Quién eres tú? —pregunté.
—Yo soy el Alto Sacerdote de este templo. Soy el guardián del conocimiento y la sabiduría. Soy el custodio de los misterios de la vida y la muerte. Y desde la eternidad te he estado esperando para iniciarte en los misterios sagrados.
—¿A mí? —pregunté incrédulo.
—Sí, a ti —contestó el anciano, abiertamente divertido por mi sorpresa.
—Pero ¿por qué yo? ¿Por qué yo y no otros? —pregunté un tanto desconcertado.
—Todos vendrán a mí, querido guerrero. Todos conquistarán la cumbre de la montaña en su momento perfecto. Hay un tiempo para todo en la existencia. Así mismo hay un tiempo para todos en el camino. Todo el que ha partido de mí lo ha hecho para volverse a reunir conmigo. Todo y todos volverán a mí, solo es cuestión de tiempo, y como ya lo habrás aprendido, en la montaña el tiempo no existe.
»Ahora —prosiguió el Alto Sacerdote— antes de llevar a cabo tu ritual de iniciación quiero decirte algunas cosas. En primer lugar, quiero que sepas que la elección de estar aquí es tuya y solo tuya. Tu libre albedrío es sagrado en este templo, así como lo es tu voluntad.
»En segundo lugar quiero dejarte bien claro que todo el conocimiento que vas a adquirir en este templo tiene un precio. No, no se trata de un costo en moneda. El dinero, el poder terrenal, la fama y la fortuna no tienen en estos reinos el mismo valor que les has asignado hasta ahora en tu mundo. Ni siquiera se trata del precio de renunciar a tus viejas creencias y conocimientos. Ese precio será alto ciertamente cuando inicies conscientemente tu proceso de autodescubrimiento y autorrealización, pero no se trata de ese precio. Ni tampoco se trata del esfuerzo que exigirán algunas de estas nuevas formas de pensar para consolidarse firmemente en tu ser. En verdad ese cambio a nivel de la esencia de tu ser requerirá de esfuerzo y constancia, pero no se trata de ese precio. No, es algo mucho más alto y costoso que todo esto junto. Se trata de la responsabilidad que adquirirás al recibir este conocimiento. Al conocer los misterios sagrados serás verdaderamente responsable ante el Absoluto por tus pensamientos, tus palabras y tus acciones. El juicio será imparcial y las consecuencias serán inmediatas. ¿Has entendido? ¿Está todo bien claro?
—Sí —respondí—, comprendo todo bien.
Aun así, muy dentro de mí me preguntaba si en verdad sabía lo que estaba haciendo y lo que en realidad quería decir este increíble anciano. ¿Por qué yo? me preguntaba en silencio, y el viejo, una vez más pareció escuchar mis pensamientos. Con una sonrisa y un gesto de sus ojos me invitó a expresarme.
—Sé que ya me lo has explicado, pero lo que aun no comprendo es por qué he sido elegido yo para recibir todo este conocimiento. ¿Qué hay de gente como la de la aldea por la que pasé en mi viaje hacia la montaña? ¿Por qué si los demás en algún momento van a conquistar también la montaña, por qué no hacerlo ahora?
El viejo se rio como un niño y un padre a la vez.
—Veo que en verdad estás listo para despertar —me dijo con su dulce voz—. Si algún día van a despertar, ¿por qué no hacerlo ahora, no? ¡Buena pregunta! En verdad, guerrero, si ellos eligieran despertar ahora mismo de inmediato lo harían. Sin embargo, lo que en verdad ellos han elegido es no despertar por ahora. Y eso nos lleva directamente a los primeros misterios que te habré de revelar.
Dicho esto, el Alto Sacerdote, cerró sus ojos y juntando las palmas de sus manos frente a su cara, pareció sumirse en una profunda oración. El tiempo se detuvo y yo permanecí inmóvil frente al anciano lo que pudo haber sido un segundo o un siglo. De su cuerpo emanaba la misma calidad de luz que emanaba de las paredes del templo, pero ahora noté que se hacía cada vez más intensa. El solitario monje se hizo cada vez más brillante, hasta que alcanzó la intensidad de miles de soles. Pero su luz, intensa como era, lejos de herir mis ojos me llenaba poco a poco de una inmensa y profunda paz, y así fue como comenzó un irreversible cambio en mi interior.