Читать книгу La rotación de las cosas - Raúl Ariel Victoriano - Страница 19

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El Grencho estaba con la cabeza volada.

Apoyó la oreja sobre el riel para escuchar, para discernir de qué punto cardinal venía el viento frío de esta mañana de invierno. Miró los vagones alineados entrando a los andenes por la otra vía y pensó en gusanos. Las pastillas que le dieron los pibes eran pura basura y en vez de ayudarlo a subir le masticaban más las neuronas.

No dejaba de ver arañas.

Sintió una soga atada al corazón. El cordón ensangrentado palpitó en un crepúsculo violeta. La alegre figura de Daisy no aparecía, ni a través de los perfiles roblonados del puente de hierro, ni bailando alrededor de las latas de pintura amarilla, ni arrimada contra los cerramientos acanalados de los galpones de la estación Saldías.

El cielo de Buenos Aires se había puesto duro como el acero templado. Amenazaba lluvia, pero el Grencho intentó estirar las horas. Decidió demorarse un poco antes de regresar a la vivienda: un vagón estacionado en la vía muerta —donde se quiebra la calle Mugica— cerca del pequeño santuario con cintas y banderitas rojas del Gauchito Gil.

Las nubes parecían un escuadrón de demonios, lo cual no ayudaba en nada, al contrario, empeoraba el estado de angustia del Grencho. Él quería estar con Daisy, acariciarle el vientre y pedirle que le cante una canción para dormir un rato.

Se distrajo. Pisó justo en el borde de un durmiente y se desbarrancó por el costado del terraplén. Había agua y se embarró el pantalón.

Pensó en la melancolía.

No quiso ponerse de pie hasta ver pasar a su lado —sobre los desvíos de los rieles— la cola del tren entrando despacio a la estación Retiro Mitre.

Trató de permanecer quieto, sin moverse. Aunque todavía estaba bajo el efecto de la pasta base conservaba un resto de sensatez y pudo advertir el peligro de estar tirado entre las vías.

Se puso a llorar.

Estaba emocionalmente impredecible.

Se dio vuelta con cautela y se irguió tambaleando como un borracho. Desde una de las ventanas de las casas apretujadas contra el alambrado llegó un aroma a verduras cocidas. Tenía hambre. Su última comida había sido la hamburguesa que le habían regalado al mediodía en la terminal del subte C.

Recordó la tarea pendiente de ir a la plaza a rescatar el colchón tirado debajo del olmo, cerca de la Torre de los Ingleses. Pero, además, no debía olvidar la frazada: las dos cosas eran importantes. Un pensamiento fugaz lo estremeció con rapidez: la distancia entre el olmo y el vagón era la misma que entre la vida y la muerte.

Imaginó un brote de espuma en su cerebro, diminuto como un gramo de felicidad. Empezaba a pensar a la velocidad de la luz, estaba bajando y tuvo la sospecha de la aparición repentina del mal humor. La aguja del tiempo lo pinchó y comenzó a asomar el dolor de su pasado. Dio un manotazo al aire como queriendo espantar los recuerdos.

Levantó del piso un recorte de diario: en Siria el hambre y los misiles elevaban los chicos al cielo. Sintió lástima: acá se los llevaban el hambre y el frío.

Se rascó la cabeza.

Una ráfaga de viento helado le encogió los hombros. Se tomó del muro con una mano y con la otra se cerró la campera. Dejó atrás el puente de hierro y ya sobre Mugica caminó apurado hacia la salida.

Empezó a anochecer y el Grencho recién estaba pisando el borde norte de la plaza, por el costado del quiosco de panchos.

Retuvo el bollo de miedo triste acumulado en la garganta. Daisy decía que sentía algo parecido al escuchar los blues de Snowy White. Pero esto fue diferente, las arañas desaparecieron y llegaron los cuervos negros a girar en círculos dentro de su cerebro.

Cuando estuvo al lado del colchón escuchó el estampido de un trueno y miró al cielo.

Si no conseguía más paco, esta noche iría a robar un poco de pegamento al galpón ferroviario de Saldías, donde, cuando era chico, junto a los pibes de la Villa 31, ensayaba los pasos de la murga.

Tuvo un brote de ternura.

Recordó a su maestra de primer grado. La señorita Matilde lo había visto entusiasmado en una clase de Historia Argentina y le había regalado la galera de cartón y el uniforme de soldado patricio hecho en papel crepé. Con ese disfraz bailaba en la comparsa y era feliz.

Hacía mucho que no recordaba esto, andando solo como ahora.

A Daisy la había conocido en el Pirovano cuando ella perdió el bebé y a partir de ese momento no se separaron más. Él salió de allá cosido y vendado porque le habían abierto la panza de un navajazo.

Ahora todo había cambiado.

Las arañas de su firmamento se fundieron y un destello de su memoria brilló en el nido de su conciencia para decirle que ella no iba a regresar más. Hacía una semana había sido atropellada por una formación del Belgrano Norte.

Todo eso lo pensó en el viaje de regreso. Le había costado mucho esfuerzo traer las cosas a la rastra desde la plaza hasta acá.

Acercó la colchoneta, la subió al furgón y pensó en la noche que —con Daisy— planearon el gran viaje. Pensaron salir desde Constitución, en esos trenes nuevos pintados de celeste y blanco, para ver el océano.

El Grencho dio vueltas y vueltas. Metió las manos en los bolsillos buscando la última dosis del día.

Aspiró.

Sintió culpa por no haber podido concretar el sueño del viaje en esos trenes nuevos.

Le pareció ver la figura de Daisy escondida detrás de una de las estrellas tristes de su mundo inalcanzable, pero por primera vez tuvo un gesto de entereza.

Y no lloró.

La rotación de las cosas

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