Читать книгу La rotación de las cosas - Raúl Ariel Victoriano - Страница 6

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La biblioteca tiene pasillos en forma de laberinto y estanterías de dos pisos con escaleras corredizas en ambos niveles. El claustro universitario me ha nombrado encargado de este ámbito de silencios y memoria y aún luego de quince años conservo esta ocupación. Cuando era más joven me sentí capaz de leer todos los libros dispuestos al alcance de mi brazo, y lo intenté, pero con el tiempo advertí la imposibilidad de esa tarea infinita. De todas maneras, lo sigo haciendo, aunque con adecuada prudencia. Los menesteres administrativos pasan por las manos del empleado y eso es un alivio enorme. Mis horas transcurren entre la lectura y la escritura, sentado en este despacho acogedor, en el cual me abandono a la libertad de mi imaginación, espiando, abriendo y cerrando las puertas de mis mundos interiores.

Todos los días hábiles me instalo en esta oficina desde temprano. Recién por la noche me retiro a mi casa, la mayoría de las veces caminando, para escuchar el silencio amplio que descansa encima del río. Me agrada oír los ruidos de la calle; constatar el ágil movimiento de los pájaros en el aire, friolento o cálido según los caprichos del clima; verificar, en fin, la persistencia de los pliegues del atardecer, volcados en los hombros de los edificios, cuando cae la tarde.

Día tras día repito la rutina. La serena rotación de las cosas de mi vida solitaria marca la falta de derrotero de mi espíritu taciturno. Este espacio de acumulación de estantes mudos, en cierto aspecto, es un entorno cómodo a mi ánimo. Me aleja de la exposición a los sobresaltos. Mi existencia siempre ha estado exenta del claroscuro dramático de la emoción. Aunque no he experimentado la vehemencia de las pasiones, sé por experiencias ajenas de mi incapacidad de acceder a la euforia desmedida, a la alegría, a la iracundia, o a esa condición del alma tan confusa para mí a la cual suelen denominar enamoramiento. Todo arrebato de ese tipo me causaría vértigo, prefiero las melodías suaves y los universos grises. Ya de niño he huido, por temor a la cercanía, de los bordes peligrosos de la totalidad, en especial de la locura y la posibilidad de la muerte.

Y desde aquí observo el mundo. Puedo realizar la proeza de imaginar los tonos ocres de la vegetación del otoño. Me deleita pensar en el follaje del bosque cercano a la orilla del río sin estar allí. Me dejo llevar por el sopor hacia la contemplación interior de mi esencia. Me imagino pintor de prosa. Al modo de tal artista plástico, aprieto contra el lienzo el pincel cargado de óleo, para dar con los matices rojizos de las hojas marchitas. Como escritor de fraude intento describir en los textos, con mi mejor caligrafía, los troncos de los fresnos, los cerezos y las acacias.

Aunque las imágenes coloridas son incapaces de sortear la frontera de mi cabeza, se apresuran a salir por los dedos. Tomo la pluma del tintero de plata y deslizo el trazo rasgando el papel, eslabonando palabras. En ocasiones logro alguna frase de apariencia acertada y me demoro en ella con intención de mejorarla. A veces se diluye en la indefinición de una mancha de acuarela, a veces toma músculo como una tormenta.

Así puedo, además, oír el rumor de las nutrias entre los juncos o el chapoteo del agua en los pantanos de las islas. Me alcanza con desenvolver los celofanes de aire de los recuerdos de mi niñez en el Delta. Y ahí el remolino de ideas se detiene. El lenguaje escrito aguarda en mi doble penumbra: la de esta sala mal iluminada, abarrotada de libros secretos; la de mi alma perezosa, explorando el sendero de párrafos, en esta extraña tarea de componer los olvidos de la memoria, para volcarlos a la hoja en blanco que tengo delante de mí.

Y nada más. Solo eso me conforma. Mantiene el sano equilibrio de mis cuidadas emociones y la paz a salvo dentro de mi espíritu.

Ayer, ha llegado una joven estudiante de la facultad. Al empleado le han ofrecido otro trabajo mejor pago y lo he felicitado por ello. Le he pedido que, por favor, antes de dejar el cargo, ponga a la mujer al tanto de las tareas y lo ha hecho de buen modo. Luego he tenido una charla con ella en mi oficina.

Fue una conversación breve. Cuando ella cerró la puerta (con la delicadeza adecuada a unos dedos femeninos), me quedé pensando en la sonrisa que me había concedido al salir. No sabría explicar el motivo de mi reflexión. Tal vez se disparó por la combinación de dicha sonrisa con el novedoso aroma a magnolias que, de pronto, flotaba apenas por encima de los lomos de los libros. Se había anulado, solo con su visita, el olor molesto de la mancha de humedad en la pared.

Lo cierto es que no puedo determinar la causa por la cual ahora, en mi cuarto, al apagar la luz, me cuesta transitar el recorrido hasta el sueño. Me enredo en pensamientos raros y a veces, al despertar, tengo la grata sensación de haber soñado en colores, o de haber escuchado música. No sabría precisarlo con exactitud.

Y eso me inquieta, nunca me había pasado.

Por la mañana, frente al espejo, con la taza de té a medio beber, descubro en mis propios ojos una curiosa claridad como de júbilo, la espalda menos corva y el rostro despejado. Lo que queda ahora es, simplemente, seguir este cautivante impulso de ir en busca del aroma intenso de magnolias, en la serena rotación de las cosas de mi vida solitaria.

La rotación de las cosas

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