Читать книгу La rotación de las cosas - Raúl Ariel Victoriano - Страница 8
ОглавлениеSi hay algo que no se puede negar es que al Gofio Jiménez le conocí todas las virtudes y miserias. Los dos arrancamos con la venta ambulante en los trenes del Roca, él con alfajores y yo con cortaúñas. Cuando grita ofreciendo la mercadería el cuello se le pone rojo y su voz taladra los oídos de los pasajeros. Vende muy rápido y a la tarde se va a entrenar al Ferroviario, el gimnasio que se encuentra debajo del andén 14 en el subsuelo de la estación Constitución.
Es un tipo robusto como una locomotora y alto como un poste de señales. Tiene un físico para medio-pesado y la trompada de un martinete. Cuando entrena me avisa. Yo llego puntual al hall central de la estación, busco la puerta, bajo la escalera y lo observo. Después vamos a tomar algo. Tiene futuro, lástima que sea tan flojo con las mujeres.
Aunque nunca dejamos los trenes él asciende en la categoría y yo me dedico al cirujeo del plástico. Con mi habilidad para la mecánica, en el fondo de mi casa, me armo un pequeño taller para fabricar mascotas en miniatura. Me meto de lleno en la robótica y empiezo a hacer perros y gatos idénticos a los reales. Quienes más me los compran son las ancianas. Llegan a quererlos como a animalitos reales y hasta los sepultan en cementerios privados si se les estropean las baterías. Los lloran y todo.
El Gofio está remetido con una mina que lo vuelve loco. Josefina es una chica muy linda, pero le saca toda la guita. Ella tiene un antojo, él se lo compra; ella se encandila con una pilcha, él pone la plata. Y así hasta que lo deja sin un centavo. La pobre es asmática y por lo tanto no puede tener mascotas. A pesar de eso, hace un año se le ocurre adoptar un caniche que desprende mucho pelo y casi no cuenta el cuento. Le salvan la vida en la terapia intensiva del Hospital de Agudos.
Después de ese trance es cuando Jiménez se interesa en lo que yo hago.
Un día toca el timbre de mi casa y me dice que necesita hablar conmigo. Entra al taller como si fuese el dueño, no como si estuviera de visita. Husmea por aquí y por allá.
—Estás mirando mucho —le digo para que largue el rollo.
Se hace el distraído y me pregunta si no hago gatos.
—Claro que hago —respondo señalando el rincón.
—No... así no, más chico que ese.
—Ese es el más chico que tengo y no lo manosees mucho porque está vendido.
Entonces se da vuelta y me toma de la camisa con la mano: parece una bolsa llena de bulones. Se agacha y el aliento de sus palabras me golpea en la cara.
—Que tenga la fuerza de un gorila —murmura gruñendo— y el tamaño de un siamés, ¿me explico?, y además tiene que ser capaz de masticarse a un hombre, comérselo y hacerlo desaparecer.
—Y... ¿para qué querés un monstruo así? —pregunto.
—Es cosa mía, vos decime cuánto cuesta —insiste.
—Lo tengo que pensar —digo.
Pero él no se rinde.
—Cuando vendemos en el tren no pensás tanto —me dice ofendido—, aquí tenés la plata para empezar. Si necesitás más, llamame.
Y se va dejando la puerta abierta.
Tres semanas trabajo en la mascota. Me cuesta bastante lograr la resistencia adecuada de las articulaciones para satisfacer la pretensión del Gofio. Al otro día lo llamo. Viene enseguida y al entrar lo paro en seco.
—Antes que nada, decime... ¿para qué lo querés? —le pregunto.
—Quiero que cuide a Josefina y, si tiene algún amante, que lo triture por completo —me responde.
Está celoso. Pronuncia las erres masticándolas. La lengua y los dientes parecen engranajes para aplastar chatarra de hierro. Le explico cómo funciona el gatito. Hago la demostración con un muñeco de trapo grande como una persona, con lo cual se convence y queda satisfecho cuando ve que los zapatos desaparecen entre las mandíbulas.
Le advierto:
—Si le das a la perilla para acá se pone mansito y si la girás demasiado para allá puede dar vuelta a un elefante.
A la semana me entero por los diarios que el modisto de Josefina desaparece.
Temo lo peor.
Voy a ver a Jiménez al Ferroviario y me cuenta todo. La mascota no falló y él está desconsolado por la infidelidad de su novia. También está muy deprimido por el daño emocional, la familia del tipo quedó destruida. Eso lo afecta mucho, en el fondo, el Gofio tiene un corazón sensible.
Por eso al mes siguiente pierde el título argentino medio-pesado con un chaqueño alto y huesudo. En otras circunstancias, sin duda, Jiménez lo acuesta a dormir la siesta en el primer round. Sin embargo, el flaco, que no resultó ninguna marioneta, lo tira tres veces y lo castiga duro durante los diez asaltos. Cuando termina la pelea, al Gofio lo llevan a la clínica en camilla, pasa a la guardia en coma y termina en la morgue.
Así como lo cuento.
No quiero ir al velorio para que nadie me vea lagrimear. Ahora me doy cuenta de cuánto lo quise al Gofio. Voy a extrañar su prestancia para la venta arriba de los vagones del ferrocarril, la mejor etapa de nuestras vidas.
Empiezo a desvelarme, a tener insomnio. Me pregunto por qué me puse a inventar mascotas y no otra cosa, algo como fuegos artificiales, o trenes para ferromodelismo, como los del ramal Roca... pero en chiquito.