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Epílogo: Tinka

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Mi padre vive a dos manzanas de mi casa, con una chica un poco mayor que yo que me hace de madrastra un fin de semana al mes. Bueno, no todos los meses. Hay veces en que mi madre no se pone de acuerdo con ellos o a él no le va bien y pasan dos y hasta tres meses sin que nos veamos.

Cuando era pequeña le daba vueltas todo el rato, no lo entendía, tenía la improbable sospecha de que el exmarido de mamá pasaba de mí totalmente.

El día que discutieron y él se fue de casa yo tendría unos tres años. No me acuerdo de nada, sólo de que a veces me ponía unos calcetines suyos negros, de esos que llegan hasta la espinilla, en las manos. Como si fuesen unos guantes largos. Con ellos cubriéndome los brazos, unos zapatos de tacón del armario de mamá y unos collares que tenía escondidos detrás de la mesita, me ponía a hacer el monguer delante del espejo.

Es lo único que recuerdo echar de menos: los calcetines. Mi madre tenía medias color carne y tobilleros, pero nada que me hiciese quedar como la Gilda del cuadro que teníamos colgado, presidiendo el salón.

Después vivió Gabriel con nosotras, durante un tiempo, y, aunque me hacía reír y me dejaba quedarme a ver la tele hasta tarde, me pasaba chocolate y caramelos a escondidas y me firmaba las notas por mal comportamiento del cole sin decirle nada a mamá, eché en falta estar sola con ella. Además, apenas tenía calcetines emparejados y eran casi todos de deporte, blancos con rayas azules y rojas, o negras y amarillas, o verdes y naranja.

Entonces ya tenía siete años, pero mi modelo de belleza lo seguía encarnando el póster en blanco y negro del salón.

El primer día que vi a Daniel entrar por la puerta de casa, acompañando a mi madre después de dar un paseo, tuve la sensación inmediata de que las cosas iban a ir bien. Venía vestido con un polo, bermudas, zapatillas de skate y medias altas negras.

Después supe que, en verano, era su atuendo habitual para ir al trabajo. Según él, cuando estaba en la ferretería, lo que asomase por debajo de la bata gris debía mostrar la mínima seriedad y dignidad que debe preceder siempre a un profesional del ramo. Para Daniel, unas zapatillas bajas para patinar eran señal de distinción. Yo creo que, después de tanto tiempo en el extranjero, tenía el sentido de la estética un poco contaminado.

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