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2. Marta

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Tengo el tiempo justo para sacar el coche del parking, dejar a Tinka en la puerta de la escuela casi sin parar y volar hasta el centro para no entrar muy tarde en la oficina. Si normalmente ya voy apurada, hoy la extravagancia de Gabriel ha acabado de dar al traste con mi meticuloso plan de preparación de las mañanas.

Me levanto a las seis. Café, cigarro y cuarto de baño (no voy a darle al lector la satisfacción de completar la rima). Ducha, preparar desayuno para los tres, empezar a desperezar a la niña, recoger la cocina y barrer el piso, vestirme, arreglarme un poco, levantar la persiana y abrir la ventana de la habitación para que mi pareja se despierte. Daría igual que se levantase más tarde, porque lleva dos años en el paro y sin visos de querer cambiar de estado, pero insiste en hacerlo a las ocho, cuando mi hija y yo nos disponemos a salir.

Pues hoy, en el espacio de tiempo que va de preparar el desayuno a encender la luz en el cuarto de Tinka, al señor se le ha antojado una felación. Por supuesto, me he negado en primera instancia. Pero se ha puesto súper pesado, que si “hace mucho tiempo”, que si “yo no me niego nunca”, que si “no me haces ni caso”. Me ha perseguido por toda la cocina, cogiéndome la mano y poniéndomela en el paquete, “mira como estoy, ¿cómo me vas a dejar así?” Y yo tratando de ganar tiempo, “esta noche te la hago, que ahora voy con la hora pegada al culo y no puedo”. Y él “¿cómo voy a esperar así hasta la noche? Me va a dar un ataque de priapismo y se me va a engangrenar y me van a tener que extirpar la polla y me voy a quedar eunuco, o igual me da un ictus y me encuentras aquí tirado y tieso como un muñeco”.

Lo del priapismo es culpa mía, se lo he enseñado yo. Lo leí hace tiempo en una novela del Gran Wyoming y se me quedó la palabra. Por lo visto, viene de un personaje de la mitología con problemas de proporción. Me pregunto qué clase de médico tiene tanto tiempo como para conocer la mitología griega a un nivel de profundidad tal como para utilizar a un personaje como éste, que no es de los protagonistas, al nombrar una enfermedad que ha descubierto, con la alegría y la confusión del momento. Para que se le ocurra así, espontáneamente, tiene que tener al tal Priapo muy presente.

Aunque, pensándolo bien, igual el médico que le puso el nombre era griego, de la época, y tenía la mitología más a mano. Total, los síntomas son evidentes y no creo que sea muy difícil de diagnosticar.

En fin, que no me dejaba hacer nada. Veía que se me iba a hacer tardísimo y he acabado coligiendo que iba a ser más practicable ceder que resistirme.

Claro, luego iba tarde para todo y he llegado a la oficina en un estado de nervios que, cuando Maru me ha dicho de ir a tomar un café mientras arrancaba el Windows en el ordenador, me he tenido que acercar al despacho del jefe a distraer una infusión del cajón de su mesa, aprovechando que él viene más tarde.

Me he pasado la mañana un poco absorta en mis cosas, la verdad. He ido realizando asientos contables sin fijarme mucho en que las cifras cuadrasen. Llevo tantos años haciéndolo que confío casi ciegamente en que el instinto me pellizque si en una factura el precio no coincide con la entrada en el sistema. Hoy no me ha pellizcado ni una vez, el maldito instinto. En los próximos días sabré si ha sido por la ausencia de errores o porque también la intuición, hoy, estaba en Katmandú.

Después de comer, me acuerdo de que ayer compré Nesquick de fresa y sigo las instrucciones de una novela que acabo de leerme para echar una cucharada en el té.

Lo escupo inmediatamente: “vete a tomar por culo, Ben Brooks, con tus inventos”. Maru se ríe, al principio disimulando un poco, por debajo del bigote, pero al cabo de unos segundos está tronchándose, doblada en una esquina de la cocina, llorando y dándose golpes en los muslos. No es la primera vez que le pasa; ya sé que, si no quiero que vengan a llamarnos la atención a las dos, es mejor que vuelva a mi sitio. A mi compañera tardará en pasársele el ataque, por lo menos, un cuarto de hora.

Al salir, paso por casa de mi madre, que hoy iba al médico, a ver qué le ha dicho.

Para variar, no lo ha entendido. Llamaré yo mañana para que me diga si tiene que dejar de tomar azúcar o si necesita más azúcar de la que ingiere, que es lo que sospechosamente ha comprendido ella. Me da un tupper con arroz y otro con migas y salgo otra vez corriendo, a recoger a Tinka de sus clases de inglés en el colegio.

En el corto trayecto en coche, me explica un cuento tradicional irlandés que la profesora les ha explicado. Me extraña que haya entendido tanto y presumo que, la mayor parte, se la está inventando sobre la marcha. Pero me gusta la historia y no le pongo pegas, dejo que acabe y aplaudo cuando dice “fin” con su vocecita de siete años.

«Había un irlandés gigante que vivía en una cueva junto al mar y otro escocés gigante que en una cueva, junto al mar, vivía. Se pasaban el día gritándose cosas de cueva a cueva y tirándose piedras sin darse, como si fuesen italianos. Tantas piedras se lanzaron, que se hizo un camino a través del mar, desde la cueva de Irlanda hasta la cueva en Escocia. Un día, el irlandés salió a pasear a su gigante perro y éste se le escapó. Echó a correr tras el can, que atravesó el mar por el camino de piedras hasta Escocia. Cuando llegó, vio que el gigante escocés estaba por allí, con su falda y su flauta con bolsa. La mascota del de Irlanda le mordió en el tobillo desnudo y se volvió a la isla, dando gigantes saltos de gigante, con el pie del gaitero en la boca.

«El escocés arrancó un pino del suelo y lo usó de bastón para cruzar hasta el otro lado, gritando como un loco y con el muñón tiñendo el camino de sangre. El irlandés mandó al perro a vigilar o a comerse unas ovejas y se escondió en su cueva. Le dijo a su mujer que tenía sueño y se metió en la cama. La giganta le dijo que de eso nada, que había un montón de cosas que hacer en la cueva, que se pusiese a barrer y a sacar el polvo del estante de las hachas, que estaba comidito de mierda.

«Cuando el cojo se disponía a aporrear la puerta, oyó el estruendo que causaba el vozarrón de la irlandesa, que se ampliaba por el eco al rebotar contra las paredes de piedra. Se enamoró de ella al instante, tiró el pedazo de madera que cerraba el paso con un golpe de tobillo y, de un ágil movimiento con el árbol que hacía las veces de bastón, separó a la mujer de su marido, salvando de esta manera la vida de éste, que a estas alturas yacía arrodillado en el suelo, llorando e implorando clemencia. Al cruzar sus miradas, sintió que su amor era correspondido. Juntos corrieron hasta Escocia, con saltos tan jubilosos y alegres que, a su paso, hundieron el camino de piedras en el océano, perdiéndose para siempre la unión entre las dos islas. Fin.»

Al soltar el volante para el aplauso se me va un pelín el coche y del bordillazo reviento un neumático.

Por suerte, es cerca de casa y le acompaño a pie hasta el portal, le dejo que suba y me quedo esperando al servicio técnico, porque yo no sé cambiar una rueda en estos autos modernos y Gabriel, que está en en plan Bukowski -pero sin escribir-, viendo la tele y bebiendo cerveza en calzoncillos, no sabe cambiarlas en ningún tipo de coches.

Cuando, por fin, llego a mi casa, me descalzo, me pongo el pijama y me desmaquillo, es la hora de cenar. Por el estado en el que se encuentra la cocina, deduzco que eso es algo que deberá esperar.

Llamo a mi compañero y le doy instrucciones precisas de cómo tiene que ponerse unos pantalones, unos zapatos y una camisa, meter todas sus mierdas en una maleta y largarse de mi casa en diez minutos.

Hace un mohín de disgusto y levanta un poco la mano para discutir alguna de las indicaciones, pero me doy la vuelta y me pongo a cocinar para dos. Oigo cómo va a la habitación, trastea con sus cuatro prendas, tintinea el cepillo de dientes al sacarlo del vaso del lavabo, se acerca a la nevera con una mochila al hombro, coge una cerveza, me da una palmada en el culo y se marcha dando un sonoro portazo.

No tengo ni un solo remordimiento. Busco en mi interior mientras hierven las judías verdes y nada, ni uno. Me siento como Napoleón o algún otro genocida ilustre que, según Dostoievski, estaba diseñado genéticamente de tal manera que podía cometer el crimen más vil, la más grande tropelía, sin inmutarse, sin ni siquiera necesitar plantearse si era un acto éticamente lícito, atendiendo únicamente a la utilidad del mismo. Cualquiera que, antes de cometer un acto ruin, bajo, despreciable, se planteaba la naturaleza moral del mismo, dejaba de pertenecer al grupo de elegidos que podían actuar como psicópatas sin perder el sueño.

Probablemente yo forme parte de ese grupo. Aunque no estoy segura. A lo peor, sólo por dedicar unos segundos a explorar algún rastro de culpa, me estoy excluyendo de tan selecto conjunto y no valgo para ejercer de abominable criminal.

Acabo confirmando que tengo motivos que me redimen. Llevo dándole vueltas a dejar a Gabriel casi desde que apareció en el piso. Hace unos seis meses que, después de salir unas cuantas veces con él, se quedó a dormir una noche y a la siguiente se empezó a instalar, sigilosamente, sin que apenas se notase, como si fuese una corriente de aire que se cuela por una puerta mal cerrada, el puto Gabriel. Fui plenamente consciente un día que estaba buscando el mando de la tele y, desde el sofá, me dijo “lo tengo yo, ¿qué quieres que ponga?”. Yo me acomodé, no voy a negarlo. Tener una persona adulta en casa me daba algo más de margen con la niña y me permitía no agobiarme tanto si un día se ponía mala, como si se alargaba una reunión, el tráfico era menos fluido de lo que anunciaban por la radio o mi madre tenía que explicarme algo importante, algo que ocurría a diario si nos atenemos a su más que discutible criterio.

Pero el paso de los días fue descubriendo que era un adulto solamente en la cama. En la cama no era ningún cachorro, eso es cierto. Pero, para el resto de actividades, era un irresponsable con el que cada vez me daba más miedo dejar a mi hija. No porque temiese que pudiese hacerle algo malo, sino porque era muy probable que se olvidase de recogerla, de darle la merienda o que, en un descuido, la invitara a un cigarro o a beberse una cerveza.

De alguna manera, también ha influido en mi súbita determinación el encuentro, la semana pasada, con Daniel. Un antiguo amigo del vecindario que acaba de volver de un largo exilio en el extranjero. Antes de que se marchase, hace ya casi quince años, habíamos salido juntos alguna vez, siendo compañeros de clase en el instituto y después parte de la misma pandilla del barrio.

En una ocasión llegamos a acostarnos. Fue poco antes de que se fuese, que era algo que los dos sabíamos que sucedería, y silenciamos nuestros incipientes sentimientos para no lastimarnos mutuamente.

Hace unos días, me crucé con él delante de la ferretería de su padre y fue él quien me reconoció y me paró para saludarme. Mientras me explicaba sus intenciones de futuro y nos poníamos precariamente al día, me gustó cómo me miraba y puede que él lo notase, porque yo no lo recordaba tan cercano ni tan tocón. Aunque han pasado muchos años. Es posible que, simplemente, haya cambiado de hábitos, perdiendo parte de su juvenil timidez.

En todo caso, he quedado para tomar un café con él el sábado por la tarde y, aunque no es algo significativo “per se”, no creo que me hubiese sentido cómoda ocultándoselo a Gabriel.

Muerto el perro, se acabó la rabia.

Un patio común

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