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TAMBIÉN EL DE TU CASA
(prólogo)

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Hernán Migoya

¿Qué es la gente normal?

Siempre he pensado que no existe la gente normal. Creo que todos los seres humanos somos unos perturbados.

Lo que se define como gente normal es una mayoría de individuos que hacen un esfuerzo sobrehumano por encajar en ese libro de instrucciones regido por morales coyunturales cuya adopción la sociedad exige a sus ciudadanos como garantía de un comportamiento “normal”.

O sea, normal es esa gente que cuando toca ser nazi es nazi, cuando toca ser progre es progre, cuando toca ser consumidor de cola zero es consumidor de cola zero, cuando toca ser tolerante (cero) es tolerante (cero), cuando toca estar metido en un grupo de padres de guasap son los primeros en aceptar la invitación.

Esa gente que se embarca en sublimes odiseas para no llamar la atención de sus conciudadanos que, de igual modo, hacen equilibrios en el baremo de lo normal. De resultas de su autodisciplina, reprimen dentro de sí todo aquello que les pueda parecer perjudicial para su integración en el entorno laboral, social e incluso doméstico.

Obviamente, todos tenemos que reprimir algunos instintos y pensamientos y conductas propios de nuestra peculiaridad individual, o estaríamos matándonos a diario unos a otros. Se impone como requisito sensato un mínimo grado de hipocresía para que la subespecie humana continúe su triunfal andadura en el planeta.

Lo malo es que con esa supresión de los rasgos de carácter únicos se va también gran parte de lo que nos hace especiales o distintos, aunque se trate de características pueriles. O, para alejarnos de concomitancias conceptuales con la nueva era, la espiritualidad de baratillo, los rebaños de Disney y la madre que los parió: de lo que no nos hace ni especiales ni distintos, pero sí dignos.

No hablo ya solamente de todas esas personas que renuncian a sus vocaciones artísticas o bohemias por un empleo seguro con el que poder alimentar periódicamente a sus bestezuelas; también de cualquier gracieta, ingeniosidad o tic de esos que cuando no soportábamos responsabilidades añadían la salsa más sabrosa a la vida, y que ahora aliñarían nuestras irrevocablemente grises existencias.

Resulta obvio que la brutalidad no ayuda a la convivencia entre pueblos –por más que a nivel subliminal muchas personas, anormales por defecto, acaso terminen conviniendo en que éste sería un mundo mucho mejor si pudieran hacer desaparecer del mapa, por poner un ejemplo susceptible de consenso democrático bajo el barnizado de normalidad, a todos los psicólogos, a los hinchas de fútbol y a los ciclistas que transitan por la acera: si bien en lo personal me desmarco por completo de secundar este categórico enunciado, y he aquí, en este sacrificado y desprendido gesto de bizarría solidaria, mi denodado propio esfuerzo por encajar entre la gente normal–…, pero tal vez la expresión decantada de la brutalidad en terrenos simbólicos sí ayude.

El arte es, entre otros recursos más lesivos y menos higiénicos, la única vía recomendable a ciegas para la expresión de todo lo que reprimimos, también de la brutalidad. De eso y del ingenio sin riendas, del abrazo de la libertad, de la búsqueda de la belleza.

Un patio común trata un poco de todo lo mencionado: de cómo unas personas que se esfuerzan a cualquier precio por ser una más entre la gente normal terminan sufriendo las más imprevistas y lógicas secuelas a su sometimiento. A veces ese sometimiento responde a un miedo absurdo y contraproducente, en otras ocasiones supone el precio a pagar por un poco de cordialidad del entorno y de paz mental. Casi siempre, la transgresión debe llevarse en el más estricto secreto: frente a los seres queridos y los que más te quieren, en especial.

El deseo de mediocridad en ciertos aspectos de nuestra trayectoria mundana se traduce en acción ineludible tarde o temprano para cualquier individuo que no ansíe terminar solo, encarcelado o muerto antes de tiempo.

Los seres humanos de los que escribe Raúl Hoces también lo ejemplifican.

El autor despliega, con la falsa sencillez de los buenos narradores, una panoplia de personas –porque en su mano no son personajes– agobiadas por diferentes cuestiones, algunas de gran trascendencia, otras que se revelan –echando mano de esa jerga caducada de la que tanto y tan piadosamente se ríe el propio Hoces– auténticas chorradas. Pero esas cosas trascendentes y esas chorradas son, qué casualidad, del mismo tipo que las que ustedes y yo enfrentamos cada día, a menudo concediéndoles pareja importancia. Y también plasma en las páginas que siguen varias crisis de personalidad, protagonizadas por adolescentes y cuarentones que todavía se debaten, admirablemente, por liberarse de la telaraña cada noche más gruesa que dicta los movimientos de nuestros días.

Hoces nos presenta, mediante sus propias voces en casi todos los casos, a varias mujeres muy interesantes, a un tipo que despertará nuestra empatía inmediata y a un número tampoco desdeñable de cretinos, un grupo humano, en fin, como el que podemos encontrarnos a diario en cualquier rutina convivencial. ¿Son los más cretinos los que mejor acatan las reglas sociales o los que más juegan a no acatarlas hasta que se estampan contra el muro de la realidad y de su propia medida como “agentes de disrupción”? Da que pensar.

Además, el cruce de sus vidas y la narración de sus experiencias se ven salpimentados por numerosos hallazgos, tanto de fondo –cómo no empezar a clasificar desde ahora al prójimo entre aquellos que se reirían con el avance de un viandante cojo al ritmo inconsciente de un éxito ochentero de los Communards y los que no– como expresivos. Lo excepcional en nuestras vidas, por norma, suele ser mentira, sobre todo si llega envuelto en los ropajes sempiternos pero inodoros de Gandalf.

De guinda, Hoces nos regala una hermosa definición de esa avanzadilla conformada por los imbéciles que no sólo tragan con el libro de estilo de la gente normal, sino que encima no tienen empacho en aplicarlo a sus congéneres, a poco que puedan, para dar ejemplo inquisitorial y destacar de alguna desesperada manera en la miasma colectiva. Esos “puristas lánguidos” no dejan de ser una formidable interpretación ibérica de los “solemnes cojudos”, la no menos maravillosa expresión aportada por el eminente filósofo peruano Sofocleto en uno de sus célebres tratados.

Sólo nos queda jugar a reconocernos –o a evadir nuestra mirada responsable frente al espejo ¿deformado?– en las actitudes y decisiones que toman los habitantes de este patio común, pintado por Raúl Hoces con exacta luz hiperrealista para nuestro placer y escarnio.

Un patio común

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