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Prólogo

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En los entresijos de la selva, asoma un frondoso ygary, árbol que en el imaginario mitológico päi representa el elemento vital, jasuka, del que surgen dioses y todo lo contenido en el universo. Conocido por nosotros como cedro, en el mundo guaraní es concebido como un árbol antiguo, primigenio, que proviene de un universo mudo y esencialmente botánico. Parece estático, pero lo cierto es que su genealogía remota ha oscilado al ritmo de los continentes que navegan por los océanos de la Tierra, levantando y hundiendo montañas en ciclos que crean, era tras era, nuevas realidades.

Ante lo humano, el cosmos vegetal se erige como representación de etapas tempranas de la vida. Generación tras generación, la selva permanece, guardando en su follaje la memoria del trinar de las aves, de los rugidos del jaguar, de la lírica de hombres y mujeres. Por eso, en el imaginario guaraní, el ygary es un árbol del cual fluyen las palabras-almas, brotando incesantemente como gotas de savia. Según su cosmogonía, el Primer Padre, el Absoluto, se crea a sí mismo en las tinieblas primigenias, de donde emergen las plantas de los pies, el reflejo de la divina sabiduría, junto a ojos, sonidos y oídos, las manos de ramas floridas y una excelsa coronilla de flores. Es el curso evolutivo que sigue Padre Ñamandú, que alimentándose de los productos del paraíso ingénito que le otorga el colibrí, pájaro primitivo que revolotea entre las flores, e iluminándose por la luz de su propio corazón, crea entre neblinas y llamas el lenguaje, el amor al prójimo y los himnos sagrados. Estos elementos serán depositados en un ser creado por cuatro dioses sin ombligo, encargados de otorgar el fundamento del lenguaje a sus futuros numerosos hijos, los habitantes de la Primera Tierra.1

La cosmogonía guaraní, de esta forma, descifra con claridad lo esencial del mundo, el cimiento que persiste más allá de lo pasajero, lo inmanente a nuestro devenir. El ygary, de hecho, es protegido por el dios Karaí Guasú, guardián de este árbol mítico, sui generis.

Así, alejados por abismos del paraíso primigenio, los guaraníes fijan su atención en el mundo ultraterreno, al cual se unen mediante el lenguaje, bien común de humanos y dioses, cuya máxima expresión es el canto luminoso, que junto a la danza y a la música hacen vibrar sus cuerpos, provocando cierta experiencia mística que disuelve la realidad y desnuda aquella dimensión del tiempo imperceptible en la tierra de las imperfecciones.

Su lenguaje no se articula solamente en su sentido corriente. Existen dos tipos más: uno es de sentido religioso, usado por ancianas y ancianos, mientras el otro es secreto, reservado, escasamente revelado a occidentales, y denominado por el guaraní como ñe’e pará, es decir, «palabras de nuestros padres». En ambos casos, pese a la fluctuación de las épocas —cuya antigüedad es imposible de vislumbrar—, la literatura antigua persiste gracias a una lengua dada al canto antes que a la comunicación cotidiana. Hay, como es evidente, adaptaciones a través del tiempo, tal como hubo infinitas variaciones a lo largo y ancho de la espesa selva. Aun así, en todos los casos, se concibe que la palabra posea un origen divino. Por ello, la lírica del canto luminoso es, ante todo, lenguaje que desea superar lo humano, estar próximo a los dioses y diosas, padres y madres verdaderos de la Palabra.

Dada la sencillez de su mitología, de esta múltiple noción del lenguaje resulta lo que Pierre Clastres llamó la «eclosión de un pensamiento, en el sentido occidental del término».2 Pensamiento reflexivo y, a su vez, nacimiento de una filosofía política que excluye las nociones de mando y obediencia, conservando el ejercicio de la política dentro de la sociedad, y no separado de ella. Dicho ejercicio consiste, a grandes rasgos, en que el jefe no posee el derecho a la palabra, sino el deber de esta; su función es la repetición del canto, la persistencia de la mítica lírica y, con ello, de las normas y costumbres que evitan la emergencia de relaciones de dominación. Es el mundo de la oralidad y, por lo tanto, con una comprensión radicalmente distinta del transcurrir del tiempo, respecto a nuestras sociedades, que día a día adolecen a causa del peso de la historia.

Para entender la dimensión de esta diferencia, podemos hacer el siguiente ejercicio: partiendo desde la noción básica de que la sociedad es más antigua que el ser humano y que aquello que denominamos cultura de línea humana se puede rastrear hasta hace unos tres millones de años, comprenderemos que las formas que han ido adoptando los grupos humanos se sostienen en un legado cuya trayectoria evolutiva es prácticamente insondable, pero que sabemos ya existentes en otras especies de animales. Anatómicamente, el llamado hombre moderno aparece hace cincuenta mil años,3 por lo que podemos deducir que el llamado tiempo histórico que sustenta la idea de progreso de la civilización occidental es más bien una ilusión antes que una razón de ser. Pese a toda la metafísica y la lógica que se ha construido para brindarle un sentido, el Estado, como división entre lo social y lo político, nace como un movimiento errático del lenguaje, un accidente traducido en violencia y dominación, un desliz reciente que se ha encargado de controlar la sociabilidad y eliminar la diferencia. Por esto, aquello que llamamos sucintamente naturaleza no corresponde a la imagen de lo salvaje —concepto acuñado desde la mirada civilizatoria, que se proyecta en nuestra imaginación como la flora y fauna aún intacta y sin intervención humana—, sino a una idea más amplia: naturaleza es el movimiento perpetuo que se constituye como condición ineludible de todo lo existente. Es, por decirlo de algún modo, el tiempo en tanto mecanismo que crea infinitamente el momento presente. Si el ser humano, como señala Eliseo Reclus, es la naturaleza formando conciencia de sí misma, entonces sus múltiples expresiones variarán según la concepción que adopte en torno a la idea de tiempo, es decir, de la conciencia que construya a partir de este.

El caso del mal encuentro entre el mundo europeo occidental y el americano, contando desde el año 1492, es sin duda alguna la representación más clara de esto. Cinco siglos de un proceso de colonización avasallador y sangriento, sucio y biológicamente enfermo, basado en una ilusoria noción de naturaleza que se sostiene en la relación de amos y esclavos. Al decir de Albert Camus, la historia oficial ha sido siempre la historia de los grandes criminales. Corresponde a nosotros, por ende, sentir y pensar el tiempo de otra forma, concebir la estampa del tiempo en un sentido territorial. Excavar, en otras palabras, lo que Occidente tapó tras el manto de la historia. Es el valor, por ejemplo, que podemos concebir en el conocimiento de las cosmogonías que en estas tierras emergieron y que dotaron a millones de hombres y mujeres, niños y niñas, ancianas y ancianos, del sentido de un mundo de iguales donde la felicidad se reparte equitativa y abundantemente. Es la enseñanza del viejo ygary, o, si queremos saltar hacia el océano Pacífico, es esa primera momia negra que en el 7000 a. C. fue hecha en el esplendor de la quebrada Camarones (cerca de la disputada frontera entre Perú y Chile) por la denominada cultura Chinchorro, que durante milenios momificó sin distinción social ni etaria a todos sus miembros, desde fetos a ancianos, y abandonó esta actividad entre el 1700 a. C. y el 1100 a. C., y continuó, como cultura, en diversos grupos que se dispersaron a través de la costa.

Experiencias situadas en otra idea de tiempo, contrapuestas, en el caso Chinchorro, a momificaciones artificiales posteriores, como la egipcia, reservada a cierta estirpe dominadora con afán de eternidad. Experiencias que ocurrían en estos parajes mientras en el Mediterráneo se institucionalizaba la violencia, la muerte y la esclavitud. Experiencias, no obstante, que en nuestros días se exhiben en museos, como sepultadas por la historia.

Quedan, entonces, las preguntas en suspensión: ¿cómo resistir a este apabullante paso? ¿Existe un porvenir para estas antiguas prácticas o solo queda someterse a la estructura de dominación que día a día se afianza en los espacios y en los espíritus? ¿Cuál es el presente de la antigua memoria del territorio americano? En este punto de las interrogantes, el trabajo realizado por Raúl Zibechi durante las últimas décadas es fundamental para conocer los tejidos de las resistencias indígenas ante la irrupción estatal. No muestra el afán de documentar, sino el ímpetu de quien desea aprender.

Los artículos que conforman este libro reflejan dicho gesto. Crítico de la cultura política heredada de Occidente, Zibechi expone, con base en su propia experiencia como militante y como viajero, la diferencia radical entre la cosmovisión americana y la occidental, encontrando en ello un conjunto de lecciones para las prácticas emancipatorias y los movimientos antisistémicos, en tanto «es necesario apartarse de lo hegemónico para construir algo diferente».

Es una interpelación a la descolonización del pensamiento, lo que implica adentrarnos a esa cosmovisión cuyo ritmo, movimiento y dirección difiere no solo del progreso capitalista neoliberal, sino también de las clásicas tradiciones revolucionarias. De ahí que se acuñen los conceptos de Frantz Fanon que se enfrentan entre la zona del ser —de imaginario estadocéntrico, colonial y progresista— y la zona del no-ser —ubicada abajo, carente de centro y distribuida en comunidades— para enfrentarse a una de las tantas preguntas enunciadas en estos escritos: ¿de qué sirve la revolución si el pueblo triunfante se limita a reproducir el orden colonial, una sociedad de dominantes y dominados?

Escuchando y observando, Zibechi comprende que el fundamento de experiencias emancipatorias —como la desarrollada tras el levantamiento zapatista en Chiapas— no surge del ímpetu de cambiar el mundo, sino de crear uno nuevo: mientras la primera visión es una forma de expresar la intención revolucionaria de direccionar el progreso hacia la izquierda o la derecha en una oscilación dialéctica, la segunda es dinámica y se mueve en una doble emancipación, material y subjetiva, que busca mantener la comunidad ahora, no hacia futuro, creando realidades y vivencias comunitarias autónomas, sobre todo en salud y educación, ejes esenciales del cotidiano vivir.

Por esta razón, Zibechi señala que «la creatividad, única actividad transformadora, no puede sino realizarse por fuera del sistema, en los márgenes del mundo realmente existente. En esas condiciones, lo creado puede ser realmente diferente a lo instituido. Y esa diferencia puede, quizá, modificar el equilibro del mundo. O, mejor, reequilibrar lo que el desarrollo y el capitalismo han trastocado, alterado, descompuesto». Creando siempre, no instituyendo, es decir, dispersando el poder, evitando que se acumule hasta separarse de la sociedad.

Se sabe que el lenguaje es esencial para crear realidades; ¿no hay allí un factor de vital relevancia para llevar a cabo esta tarea, para descolonizar el pensamiento? Esto puede ser visto desde distintos ángulos: uno de ellos es el valor del secreto, código que fue la condición necesaria para que el levantamiento zapatista pudiera producirse; otro supone aprehender conceptos e ideas fundamentales de la filosofía indígena, como lo es el sumak kawsay, el ‘buen vivir’.

No obstante, en las urgencias del siglo XXI, es la reconstrucción del diálogo lo que permitirá tejer lazos de autonomía y resistencia. La obra de Raúl Zibechi que se nos presenta a continuación no fue escrita para encontrar respuestas o instaurar caminos, sino para fundar el diálogo desde un punto todavía inexplorado, pese a que hemos estado situados desde siempre ahí: nuestra diferencia ante el mundo capitalista y occidental, la opresión vivida, la esclavitud y el exterminio, el saqueo perpetuado hasta el día de hoy por la forma del extractivismo que se disfraza de desarrollo y crecimiento, la violencia a la que nos han sometido las leyes del Estado, el cual solo se ha encargado de extinguir aquella sustancia milenaria que tuvo miles y variadas expresiones en el extenso continente.

El ygary que abre este manuscrito es un modo de pensarnos desde acá, y no desde allá, de abrirnos a los soles que brillaron otrora y que aún están llenos de sentido. En los colapsos que arrastra Occidente por su propia contradicción, quizás encontremos luceros para imaginar y crear otros mundos, otros tiempos, otras realidades interiores y exteriores.

Diego MELLADO GÓMEZ

1 Para la cosmogonía guaraní, me basé en el libro La literatura de los guaraníes. Introducción, selección y notas de Alfredo López Austin. Versión de textos guaraníes por León Cadogan. Ciudad de México: Editorial Joaquín Mortiz, 1965.

2 Clastres, Pierre. La palabra luminosa: mitos y cantos sagrados de los guaraníes. Buenos Aires: Ediciones del Sol, 1993, p. 14.

3 Para profundizar sobre este postulado, se recomienda la lectura del opúsculo de Marshall Sahlins La ilusión occidental de la naturaleza humana, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 2011.

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