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Autonomía y dignidad
ОглавлениеEl debate sobre la autonomía para los revolucionarios de la zona del ser presupone la existencia de una sociedad homogénea en la que todos sus integrantes están en condiciones de alcanzar la autonomía individual y social. Las experiencias que toma el pensamiento autonomista como referencia están ligadas a la autogestión fabril de los obreros en Europa en varios períodos, en particular en la primera y en la segunda posguerras.10 Es en ese marco que se producen los debates sobre autonomía-autogestión.
Massimo Modonesi identifica dos vertientes de la autonomía en la tradición marxista: como «independencia de clase», en una sociedad dominada por la burguesía, y como emancipación, esto es, «como modelo, prefiguración o proceso de formación de la sociedad emancipada» (Modonesi, 2010: 104).
En la corriente consejista, el concepto de autonomía aparece ligado a la gestión de las fábricas por los propios trabajadores (autogestión). Para Antón Pannekoek, la experiencia de los consejos obreros forma parte del «progreso de la humanidad» en el sentido del socialismo, en un tipo de acción colectiva que rompe el control del partido y de los sindicatos y permite el despliegue de las iniciativas de la base obrera. Opone la democracia burguesa a la democracia proletaria, que «depende justo de las condiciones económicas opuestas», o sea, la producción colectiva (Pannekoek, 1977).
Para los miembros del colectivo Socialismo o Barbarie, en particular para Cornelius Castoriadis, la autonomía —como práctica y como objetivo— consiste en la dirección consciente que las personas hacen de su propia vida, en la capacidad de las masas de dirigirse ellas mismas. En sus trabajos, Castoriadis reflexiona sobre una doble experiencia histórica: las luchas presentes de los trabajadores en el lugar de trabajo y las tradiciones históricas que recoge el movimiento obrero al autoinstituirse. En el primer aspecto, destaca la lucha de clases en las fábricas, tanto las luchas explícitas (huelgas, paros) como las implícitas (trabajo a desgano, ausentismo), a las que considera como luchas por la autonomía en la medida que ponen en cuestión el dominio del capital, los tiempos y la organización del trabajo, y el control de los capataces (Castoriadis, 1974).
En cuanto a la historia larga, considera que el movimiento obrero se autocreó en el siglo XIX al autoeducarse para salir del analfabetismo, adquirir, elaborar y propagar ideas políticas que le permitieron modificar las circunstancias heredadas. «Pero esto fue posible gracias a la herencia, a la tradición del movimiento democrático presente en la historia de estos países, a la orientación ofrecida por el proyecto social-histórico de autonomía nacido en el seno del mundo europeo.» (Castoriadis, 1999, 138)
Para los indígenas, los campesinos, los sectores populares y afros de América Latina, esas tradiciones a las que se refiere Castoriadis no existen; no hay nada que pueda asemejarse a una tradición de lucha por las libertades como la que existió en las ciudades europeas a partir del siglo XIII, a la que alude en toda su obra como el período en el que nacieron las primeras experiencias de autonomía. En América Latina estamos ante otra genealogía: las rebeliones de Tupac Amaru y Tupac Katari, las revoluciones de Emiliano Zapata y Pancho Villa, la revolución de Haití, los quilombos y el cimarronaje son los precursores de quienes hoy luchan por la libertad. Todas esas luchas fueron aplastadas a sangre y fuego, o brutalmente aisladas, como sucedió con Haití después de 1804. Los cuerpos descuartizados de Katari y Amaru, la esclavitud de los millones que fueron arrancados de África y de los que fueron forzados a servir en las minas hablan de la locura homicida del colonizador. Para luchar por la libertad, los esclavos debían escapar de las plantaciones hasta lugares remotos, como sucedió con el quilombo de Palmares, donde miles de personas vivieron durante un siglo por fuera del control colonial portugués. La masacre de Peterloo,11 el 16 de agosto de 1819 en Manchester, fue, incluso en ese período, una represión excepcional en la zona del ser, mientras en la zona del no-ser ese tipo de represión es la regla, como acertadamente señala Ramón Grosfoguel (Grosfoguel, 2013).
Los que viven en la zona del no-ser no pueden ser autónomos en la sociedad opresora. Para ellos la violencia no es el último recurso de la dominación (como en el Norte), sino la vida cotidiana. Para ser autónomos deben separarse, apartarse. Mientras la autonomía en la zona del ser puede pelearse en espacios comunes a los diversos sectores sociales, como las fábricas, los colonizados deben protegerse en espacios alejados del control de los poderosos, trazar una frontera infranqueable para los opresores, como señala James Scott:
Ninguna de las prácticas ni de los discursos de la resistencia pueden existir sin una coordinación y comunicación tácita o explícita dentro del grupo subordinado. Para que eso suceda, el grupo subordinado debe crearse espacios sociales que el control y la vigilancia de sus superiores no pueden penetrar […] Solo especificando cómo se elaboran y se defienden esos espacios será posible pasar del sujeto rebelde individual —una construcción abstracta— a la socialización de las prácticas y discursos de resistencia. (Scott, 2000: 147)
Este es el punto decisivo. Los colonizados, en el lenguaje de Fanon, los de abajo, en la expresión zapatista, deben crear espacios seguros donde los poderosos no puedan acceder, porque viven en una sociedad que no los reconoce como seres humanos. Se les niega su dignidad, no pueden organizarse sin ser violentados por el Estado o por los patrones. Fanon comprendió este punto como pocos, y nos recuerda que «bajo la ocupación alemana los franceses no dejaron de ser hombres» (Fanon, 1999: 196).
En la comunidad Ocho de Marzo pude comprender, en extensos diálogos, las razones por las que los zapatistas antes del levantamiento realizaban sus reuniones en cuevas a las que llegaban luego de largas caminatas nocturnas, así como la cuidadosa ocultación de su organización durante una década. El secreto es la condición necesaria para que el levantamiento pueda producirse, del mismo modo que los confinados en el campo de concentración no pueden mostrar sus intenciones a los carceleros.
Un último aspecto se relaciona con el concepto de prefiguración. En la experiencia europea, «la autonomía empieza a existir en las experiencias concretas que la prefiguran» (Modonesi, 2010: 145). Sin embargo, la prefiguración no es posible en cualquier parte del mundo ni para cualquier sujeto colectivo. Ni el quilombo de Palmares ni los caracoles zapatista prefiguran la sociedad del futuro. Son, de hecho, la sociedad otra realmente posible. La idea de prefigurar implica un proceso de aproximación gradual a la sociedad deseada. Los dominados solo pueden salir de la situación que padecen dando un golpe capaz de cambiar radicalmente su situación: puede ser la fuga del cimarrón o el levantamiento del 1 de enero de 1994. En los espacios que liberan, en los territorios donde se asientan, desarrollan la vida que quieren llevar.
Las autonomías de los pueblos indígenas, campesinos y mestizos deben tender a ser autonomías integrales. Las Juntas de Buen Gobierno zapatistas, los cabildos nasa del Cauca, las expresiones autónomas mapuche deben abordar todos los aspectos de la vida, desde la producción de alimentos hasta la justicia y el poder. Es por eso que no son parte de la sociedad capitalista hegemónica, sino otra cosa, porque más allá del grado de desarrollo que tengan, apuntan en otra dirección.