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IV. Elisa Hernández, “Lichita”

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Una airosa mañana, la luz del sol se asomó atrás del cerro entre unas nubecillas color miel, que convertían las amarillas espigas de cebada en un mar de oro arrullado por el viento.

Afuera de la puerta principal de la hacienda, estaba una muchacha que tenía la cara cubierta con un rebozo que el aire le descubría en su violento giro. Llevaba una canasta de tortillas y la acompañaba una anciana descalza, que se apoyaba en un bastón de mezquite, y llevaba consigo una zalea de borrego bajo el brazo, que el aironazo le zarandeaba.

En esos momentos, una parvada de palomas blancas pasó volando hacia el palomar, que tenían en la parte interior del alto edificio de cantera rosa de la hacienda. La joven se distraía observándolas con curiosidad, para pasar el tiempo. Solo dejó de verlas cuando escuchó rechinar los goznes de la alta puerta de la finca; al abrirse se asomó un peón, después de saludarlas de forma atenta, con una leve inclinación de cabeza, preguntó:

—¿Algún recado para el preso? —dijo y recibió la canasta y una zalea de lana que le entregaron las mujeres. La señora grande no pudo articular palabra, porque en ese rato sus ojos de llenaron de lágrimas y solo la muchacha habló:

—Dígale que estoy rezando mucho por él, nomás —y volteó la cara para otro lado, para evitar que le viera una lágrima que de repente se asomó a sus ojos tristes.

La puerta principal de la hacienda se cerró y las mujeres se fueron caminando a paso lento. El aire seguía chiflando, arrastraba la arenilla suelta en las calles desiertas, formando pequeños remolinos con las hojas secas de los árboles.

La anciana era la abuela de Isauro, se llamaba Elisa Hernández, mejor conocida como Lichita, una mujer delgada de piel morena, muy menudita, que pisaba los ochenta años; ella lo había recogido recién nacido; desde que su madre amaneció ahogada en el venero de agua que estaba por la iglesia, nunca se supo quién había sido su padre porque al morir todo quedó en el olvido.

A esa hora caminaba del brazo de Fidela, que vivía en un solar a unos metros de su casa y en algunas ocasiones le hacía tortillas y la visitaba seguido. Lichita había quedado viuda poco tiempo antes. Además de Isauro Reyes tenía otra nieta: Margarita Nieto, Mago, le decían ya de casada, que también le daba sus vueltas, aunque a veces no podía porque tenía su compromiso. Su nieto Isauro era el que le hacía compañía porque vivía con ella, de hecho ella lo crió desde que quedó huérfano, era su único sostén. Esa mañana le había pedido el favor a Fidela de que la acompañara a la hacienda, y cuando regresaban platicaban lo siguiente:

—No llore, doña Lichita, va ver que pronto lo van a echar pa juera —dijo al momento que la levantaba del brazo para que se apoyara mejor con el bordón.

—Ay, Fide, no jallo ni qué pensar, desde el día que los amos lo pepenaron no me doy cuenta de nada, no tengo reposo ni de noche, ni de diya.

—No se apure, Lichita, mejor vamos a su jacalito para que se tome su ruda con el romerito pa los ñervos.

—Vamos a pedirle muncho, muncho a Diosito pa que lo suelten pronto o ¿cómo ve, mija? —la ancianita se detuvo para tallarse los ojos con las manos, porque de pronto se le nubló la vista con las basuritas del aire, que no paraba.

—Mañana paso por usté pa llevarla a la iglesia.

Ansina le hacemos pues, porque yo no ando en mi juicio, en veces entro en mi jacal y me salgo y no sé qué me pasa… quisiera ser como las hormigas arrieras y irme muncho muncho muy lejos y no saber nada de nada —dijo golpeando el suelo con su bordón.

—No se vaya a caer, Lichita, llegando a su casa se arrima a la lumbre, mire cómo traye sus manitas bien frillas —¡válgame Dios, no me había dado cuenta que ya las tiene llenas de tiricia, pensó, pero no le dijo nada.

—No me puedo apaciguar, Fide, por el amor de Dios, ¿qué van a hacer conmigo?

—No se vaya a poner malita, mejor cierre la trompita, por vida de Dios, no se ponga chechita —le dijo al dejarla en la puerta de su jacal.

Po —contestó la viejita al tiempo que le tiraba agarrones al hilo de la rústica puerta de mezquite sin lograr asirlo porque el aire se lo impedía y por otro lado, porque ya las cataratas eran muy notorias en sus ojos.

—Sí la veo que anda destanteadita, a ver si no tarda mucho Mago para que le jierba sus yerbitas —dijo al verla que en vez de empujar la rústica puerta de madera, para abrirla, la anciana jalaba el hilo como para atrancarla cerrándola más.

Po —volvió a decir la anciana y se metió a su jacal.

El sol del invierno comenzó a calentar, y en los jacales se veía a algunas familias sentadas en el suelo en forma de trenecito, espulgándose entre ellos. La mamá espulgaba a la hija mayor y ella al niño más chico; las otras criaturas gateaban encueradas.

Allá, en las milpas del llamado Palo Blanco, se alcanzaban a distinguir varios peones que cargaban pesados bultos de secas matas de frijol en la espalda. Hasta parecen de esos 0 pinacates llamados rueda-mierda, cuando ruedan bolitas de estiércol en los corrales, pensó Fidela cuando los vio de regreso a su jacal, después de dejar a la abuelita de Isauro encerrada por el frío. Cuando llegó a su choza encontró una batea de ropa sucia de sus hermanitos, y se puso a lavar.

En la hacienda, el peón cuidandero de los “presos” esperó a que pasara de medio día para entregarle a Isauro la canasta de tortillas y la zalea. Después atrancó por fuera, con un largo palo de mezquite, la puerta del cuarto donde estaba encerrado. En ese lugar también estaba Polino Arano porque lo encontraron los capataces destazando una vaca en el cerro. A este último no lo castigaron con azotes, porque se comprobó que encontró la vaca muerta. Solo a Isauro le tocó que lo pusieran como ejemplo y se salvó de que lo ahorcaran debido a la próxima visita del hacendado don Rafael Ipiña hijo, que convivía más con los peones ya que quería borrar la mala imagen que tenían de su padre, y le encargaba a su administrador que fuera más humano con sus trabajadores. Nunca olvidó que, cuando adolescente, montaba a caballo y en una ocasión, su padre tenía un alazán recién amansado que, en un descuido del caballerango, el joven Rafael aprovechó para sacar de las caballerizas, y en pelo se fue a dar un paseo por las milpas de la Noria de Gámez, que pertenecían a la hacienda. Más tarde se supo que de pronto se le asustó el animal con una parvada de codornices y lo tumbó dejándolo mal herido.

El caballo se fue desbocado entre las milpas del potrero. Pero en su loca carrera fue visto por los peones; lo persiguieron y lograron agarrarlo. Después buscaron al muchacho y lo encontraron herido y desmayado. Rápidamente hicieron una cama de trozos de leña para trasladarlo a la hacienda, llegaron con él de madrugada. Esa noche no durmieron por estar al pendiente del muchacho. Hasta que por la mañana llegó un doctor de San Luis, que lo hizo reaccionar, y como había perdido mucha sangre, los mismos peones proporcionaron la necesaria para las transfusiones que se requerían. Y ahí permanecieron hasta que les dijeron que el hijo del hacendado ya estaba fuera de peligro.

Por ello decía el viejo hacendado que su hijo Rafael “tenía sangre de peón” Y después de esa experiencia, el hombre ya no fue tan vil con sus trabajadores. Pero no duró mucho, en ese mismo año murió en México de una angina de pecho. El nuevo propietario venía poco a la finca y por eso todo el movimiento lo llevaba el administrador, Arturo Ichante.

El cuarto de piedra donde estaban los prisioneros solo tenía una claraboya en el techo por donde entraba la luz, porque era utilizado como chapil en tiempo de cosechas. Pero los peones ahí encerrados ya se habían acostumbrado a la oscuridad.

—Oiga, Sauro, qué buenas tortillas le echa su abuelita — dijo Polino, dobló una en forma de taco y le puso unos granos de sal.

—Sí, pues.

—¿Y viene solita a traérselas?

—Me dice el vigilante que la trae Fidela.

—Oiga, Sauro, y esa tal Fidela ¿por qué no se habrá arrejuntado? Ya es grandecita ¿no cree?

—No sé, alamejor no le ha salido un gallo pues —respondió Isauro con la boca llena, en ese momento saboreaba un taco de nopales; tirado de panza, apoyado en los codos y con los pies cruzados uno arriba del otro.

—¿Cómo, cómo? Sauro no le entendí, no hable con la trompa llena.

—Que Fidela no ha jallado un gallo.

—Y luego usté, Sauro o ¿a poco está mocho?

—Por ahorita no creyo, porque ella tiene a su mamá tullida y son muchos escuincles sus hermanillos y no creyo que piense en aconchabarse.

—¡Qué lástima!, esas sí son mujeres, por vida de Dios.

—Eso sí es cierto —para hacer un atole blanco nomás ella, pensó, es cierto, “esas sí son mujeres”, volvió a pensar.

—¿Cómo van esas costras de la espalda, Sauro?

—Ya casi no me duelen —dijo al tiempo que se tallaba la espalda con la zalea, haciendo una mueca de dolor, que su compañero no vio. Saliendo de aquí, se le va a aparecer el chamuco a Celedonio, de Dios que sí, pensó, clavando la vista en la claraboya por donde entraba el claro de luz.

Usté tiene el cuero de mula, Sauro.

—Pero más mula que usté no puedo ser.

Afuera, el ruido del aire les llegaba con las voces de los peones que estaban poniendo el piso de cantera en los patios de la hacienda. El sol salió un rato y se volvió a meter dando paso a un día nublado, con frío.

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