Читать книгу La música de la soledad - Ramón Díaz Eterovic - Страница 10
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ОглавлениеDivisé a Héctor Sanhueza desde el ascensor. Apoyado en la pared, junto a la entrada de mi departamento, leía una revista deportiva. Al verme llegar, cerró la revista, y luego de saludarme me observó abrir la puerta del departamento.
—Estaba a punto de marcharme —dijo—. El hombre del quiosco me ofreció abrir la puerta de su oficina, pero no me pareció apropiado entrar sin que usted estuviera presente.
—El hombre del quiosco se llama Anselmo, y es mi amigo.
—¿Y si yo hubiera sido un ladrón?
—No hay nada de valor en mi departamento, a excepción de libros polvorientos y un gato. Y a nadie le interesa robar libros en un país donde buena parte de la gente no entiende lo que lee.
—Olvida al gato —dijo Sanhueza, sonriendo.
—Está viejo y gordo, pero habría huido sin dificultad —dije.
Simenon salió a recibirme, se enroscó entre mis piernas y enseguida olfateó los zapatos de Sanhueza.
—Tiene que pasar por el control de calidad —dije al abogado.
—Parece que su gato es todo un personaje.
—Lo es, pero que no le escuche. Se le pueden ir los humos a la cabeza.
Indiqué a Sanhueza la silla ubicada frente a mi escritorio y luego ocupé mi sillón giratorio de costumbre.
—¿Qué se le ofrece, Sanhueza?
—Quería saber cómo le fue con la lectura de los documentos. Si consiguió alguna información de utilidad.
—¿Usted los leyó? —pregunté.
—No, usted vio que se los pasé apenas salieron de la impresora.
—Lo vi, pero pensaba que podría haberlos leído antes. Mal que mal, era el ayudante de Razetti.
—Pero no participaba en todas sus causas —dijo Sanhueza y luego de una pausa me preguntó por el contenido de los documentos.
—Me entretuve con las historias, pero no encontré nada útil en ellas.
—¿Nada?
—Senderos que conducen hacia un mismo túnel sin salida.
—Lástima. Fue lo único que pude rescatar —dijo Sanhueza y guardó un silencio culpable.
—¿Hay algo más, aparte de su interés por los documentos? —le pregunté.
—Hoy, en la mañana, la señora Raquel me pidió que fuera a buscar unas cajas con libros, carpetas y otros objetos que don Alfredo tenía en su oficina. Estaba por terminar cuando apareció un tipo preguntando por él. Dijo que era dirigente de una agrupación comunal en un pueblo del norte del país. No estaba al tanto de la muerte de don Alfredo.
—¿Dijo para qué buscaba a Razetti?
—No pude sacarle mucha información. Se llama Julián Becerra.
—¿Habló del problema que necesitaba la intervención de Alfredo?
—No. La verdad es que el hombre quedó muy afectado cuando supo que don Alfredo estaba muerto.
—¿Eso fue todo?
—Antes de irse mencionó que alojaba en un hotelito ubicado en el barrio Huemul. Y me dijo que mañana regresa al norte.
—Conozco el barrio Huemul y creo saber cuál es el hotel. Es el único que existe en el sector. Me parece que es hora de ir a dar una vuelta por ese lugar.
—¿Puedo ir con usted?
—Dudo que sea un paseo plácido.
—A la señora Raquel le gustará saber que usted avanza en la investigación.
—Nada asegura que ubicar a ese hombre sea de utilidad.
—De todos modos, me gustaría saber qué dice Becerra.
—Cuando tenga algo que decirle a la señora Raquel, lo haré personalmente.
—Quería colaborar. No lo tome a mal.
—Gracias, pero hay cosas que prefiero hacer solo.
—Desconocía que existiera un barrio llamado Huemul.
—Puede visitarlo cuando tenga un tiempo libre. Es un viejo sector residencial al sur de Santiago, cerca de la calle Franklin. Su primera parte fue edificada a comienzos del siglo xx, durante el gobierno de Barros Luco, presidente que sigue en la memoria de los chilenos solo porque le dio su nombre a un sándwich de queso con carne. La idea era crear un barrio obrero modelo. Y por eso se cuenta que el presidente ordenó traer palmeras desde las Islas Canarias y planchas de zinc desde Inglaterra.
—¿Y usted, cómo sabe eso?
—He leído dos o tres libros sobre la historia del barrio y a veces recorro sus calles. Incluso, cuando los cambios que se producen en mi barrio me colman la paciencia, pienso en arrendar una casa por el sector —dije y agregué—: Cuentan que Carlos Gardel cantó en el teatro del barrio Huemul durante una gira que hizo a Santiago en 1920. Pero, hasta donde sé, nadie ha podido comprobar que sea verdad. De lo que no hay duda es que Gabriela Mistral vivió en el barrio, en la calle Waldo Silva. He visto la plaquita que puso el municipio junto a la puerta de la que fue su casa.
—Déjeme ir con usted. Prometo no interferir en su trabajo —dijo Sanhueza.
—En otra oportunidad, Sanhueza. Hoy no ando con ánimo de guía turístico.
—Si he de serle franco, señor Heredia. Usted no es muy agradable.
—Así dicen y la verdad es que no me preocupa. No ando por la vida de político ni de vendedor ambulante.
***
El hotel donde alojaba Becerra ocupaba una casona baja y antigua, pintada de un amarillo chillón que la destacaba entre las casas vecinas. Frente a su puerta, entre dos árboles frondosos, había una camioneta estacionada, y junto a esta un par de quiltros adormilados. Presioné el timbre ubicado a un costado de la puerta y luego de unos segundos salió a recibirme una muchacha. Le expliqué que buscaba a un cliente de apellido Becerra y me hizo entrar a una sala en la que había tres sillones de mimbre adornados con cojines, y una mesa de centro con algunas revistas sobre su cubierta.
—Le avisaré que lo buscan —dijo la muchacha y desapareció por un pasillo hacia el interior de la vivienda.
Las estrellas nunca habían iluminado al hotel. El papel con manchas de humedad que cubría las paredes me recordó el motel donde trabajé antes de convertirme en investigador privado.
Minutos más tarde, la muchacha volvió acompañada de un hombre bajo, de rostro moreno y curtido, que se quedó de pie en medio de la habitación. Le dije que Sanhueza me había dado sus señas y eso pareció tranquilizarlo. Luego le hablé de Razetti y de la investigación que estaba realizando.
—¿No pensará que yo tuve algo que ver con su muerte?
—Lo tendré en mi lista de sospechosos hasta que aclaré su relación con Razetti.
—Jamás habría hecho algo contra él. Nos estaba ayudando a denunciar el problema que tenemos en el pueblo.
—¿De qué pueblo habla?
—Cuenca.
—Primera vez que lo escucho mencionar.
—Está al norte de Santiago, a siete horas en bus.
—¿Qué pasa en su pueblo? —pregunté.
—Una empresa minera se instaló en los alrededores del pueblo y contaminó las aguas del río que lo cruza. Nuestros sembrados se mueren y la mayoría de la gente se está quedando sin sus fuentes de ingresos o ha tenido que buscar otro trabajo lejos del pueblo. La minera construyó una represa destinada a contener los desechos de la producción de cobre. Si el tranque se rompe o fisura, estos caerán sobre el poblado. Nos han ofrecido cambiar el pueblo hacia otra parte, pero no queremos irnos. Nuestras vidas, y las de varias comunidades indígenas son parte de la historia del lugar.
—¿Y qué pensaban lograr con la ayuda de Razetti?
—Detener las faenas de la minera y denunciar sus atropellos. Los que no estamos de acuerdo con irnos hemos sido amenazados y golpeados. Dos abogados que intentaron ayudarnos antes que Razetti fueron obligados a dejar el pueblo.
—¿Quiénes son los que amenazan y golpean?
—Los guardias de la empresa minera.
—¿Y los carabineros?
—Rara vez intervienen, y cuando lo hacen, es contra de los pobladores.
—¿Cómo llegó a Razetti? —pregunté.
—Don Alfredo era amigo de uno de los abogados que dejaron el pueblo. Él nos dio sus referencias. Y más tarde, cuando decidimos defender nuestros derechos por la vía legal, vine con uno de mis compañeros a conversar con él. Se interesó en el problema, pero nos aclaró que poner un recurso de protección contra la minera era algo complejo. Nos pidió dos semanas para estudiar el caso y quedé en regresar a verlo. Ni en mis peores pesadillas pensé que viajaría a enterarme de su muerte.
—¿Supo alguien de su entrevista con Razetti?
—La gente del grupo que organizamos en defensa del pueblo.
—¿Gente de confianza?
—Desde luego. ¿En qué piensa señor Heredia?
—Imagino situaciones, posibles hechos. Es parte de mi trabajo. Debe existir una razón para que alguien quisiera silenciar a mi amigo.
—Pero no busque al responsable entre nuestra gente —dijo Becerra—. No es la primera muerte que nos afecta. Uno de los dirigentes de nuestro grupo, Recaredo Beltrán, murió al caer en un barranco. Se dijo que fue un accidente, pero muchos en el pueblo piensan que fue asesinado.
—¿A qué hora sale su bus? —pregunté a Becerra.
—A las once y media de la noche, señor. Pero no es un bus que viaje directamente al pueblo. Me dejará en la carretera y luego tendré que esperar a un bus local.
—¿Hay forma de saber si quedan pasajes disponibles en ese bus?
—No es fin de semana ni temporada de vacaciones. Debería haber más de un asiento desocupado.
—Viajaré con usted si me da unos minutos para colocar algo de ropa en un bolso.
—¿A Cuenca? ¿Por qué haría eso, señor?
—Ya le dije que pretendo descubrir al asesino de mi amigo.
—Eso puede servir a nuestra causa —dijo Becerra.
—No apueste mucho a eso. Lo que hago es seguir una tincada
—dije, y luego añadí—: Detesto los viajes en bus, pero a veces hay que hacer cosas que no nos gustan.
—Es un viaje largo, pero de noche algo se puede dormir.
—¿Usa teléfono celular? —pregunté a Becerra.
El dirigente me miró extrañado y sacó el celular de uno de los bolsillos de sus pantalones.
—Prometo ser breve —dije.
Con alguna dificultad marqué el número de Ruperto Chacón. Le hablé de Becerra y del viaje que estaba a punto de comenzar, siguiendo una pista incierta, pero pista al fin de cuenta. Enseguida le pedí que averiguara si el comerciante que ocupaba la bodega junto a la oficina de Alfredo tenía a un tipo calvo entre sus empleados.
—¿Y qué pito toca ese calvo en la investigación? —preguntó Chacón.
—El día del crimen vieron salir a un calvo desde el edificio donde trabajaba Razetti.
—Una buena razón para dar con él —dijo el policía, y luego, sin querer alargar la conversación, agregó—: Que tengas buen viaje, Heredia.
Le dije a Becerra que me esperara y salí hacia mi departamento, donde puse algo de ropa en un bolso y llamé a Anselmo para que se hiciera cargo del cuidado de Simenon durante mi ausencia.
***
Aunque tome un par de copas o una colección de somníferos, jamás duermo mucho cuando viajo de noche en un bus. Me da lo mismo la comodidad de sus asientos o que me aseguren que no correrá a exceso de velocidad. Siempre tengo la sensación de ir dentro de un ataúd colectivo que de un momento a otro irá al despeñadero. Voy pendiente de cada ruido, de los murmullos que provienen de los asientos vecinos y finalmente me declaro derrotado por los ronquidos de los otros pasajeros.
El viaje al norte duró siete horas infernales, dos de las cuales ocupé en escuchar las historias de Becerra y las siguientes en seguir el ritmo alterado de mi corazón. Al amanecer, cuando comenzaba a desaparecer la oscuridad que nos había acompañado en la ruta, el bus nos dejó en la carretera, en un punto donde no se veía más vida que unos cactus de aspecto lastimoso, entre piedras y cercados de alambre.
—Tenemos que esperar el bus interurbano que llega a Cuenca —dijo Becerra, y con toda la calma del mundo acomodó su bolso a modo de almohada y se recostó con la mirada fija en el cielo.
Guardé silencio. Tenía sueño y me sentía de malhumor, dispuesto a decir cualquier disparate a la menor provocación. Me senté sobre una piedra, encendí un cigarrillo y mi ánimo no mejoró. Media hora más tarde oí el ruido de un motor y vi acercarse a un bus destartalado que parecía avanzar con dificultad sobre el asfalto recalentado de la carretera. Becerra se puso de pie y comenzó a mover los brazos.
—Ahora falta que el bus pase de largo —dije, sin ningún deseo de imitar a Becerra en sus señas destinadas a detener el vehículo que comenzaba a tener un color más definido.
—Más sufrió Cristo y menos se lamentó —dijo Becerra acercándose al bus que se había detenido y abría una de sus puertas.
***
—No se haga grandes ilusiones con el pueblo —dijo Becerra cuando el bus avanzó por un camino de tierra, recto y desierto, que parecía perderse en la línea del horizonte—. Tiene poco más de ocho mil almas y muchas de ellas viven en los alrededores, donde mantienen sus sembrados o crían cabras para producir los quesos que venden en ferias o a comerciantes de otros lugares. La leyenda dice que fue creado por dos soldados del conquistador Pedro de Valdivia, quienes decidieron quedarse en el lugar, cansados de caminar en busca del reino dorado. Se juntaron con unas indias y formaron las familias que existen hasta la fecha. O la mayoría, porque otras descienden de obreros pampinos que vinieron a dar al pueblo cuando cerraron las salitreras en el norte, a comienzos del siglo pasado. Mi abuelo contaba que el pueblo tuvo su esplendor cuando corría el ferrocarril hasta el norte del país. Los trenes se detenían en Cuenca y los pasajeros bajaban a comer o a comprar provisiones. Más tarde, cuando se construyó la carretera y el tren fue condenado a muerte, la vida se puso más dura. El trabajo comenzó a escasear y buena parte de los jóvenes se fueron a tentar fortuna en otras partes.
—Y luego llegó la empresa minera.
—La explotación del cobre nos cambió la vida. Al principio, cuando aún no se construía la represa, pensamos que se trataba de una buena posibilidad de progreso para el pueblo. Se reactivó el comercio, se abrieron pensiones que daban de comer a los empleados y obreros de la minera, y hasta mejoraron las calles del pueblo y los caminos que conducen a la mina. Después nos dimos cuenta de que ese aparente progreso no aseguraba el futuro de la comunidad. Todo empezó cuando la represa estuvo lista y al poco tiempo se detectó una filtración que provocó un derrame de líquido contaminado en el río. Ese año, las cosechas no dieron los frutos acostumbrados y después de un largo pleito se consiguió que la minera pagara una indemnización, mínima, a los vecinos afectados. Lo único bueno de ese episodio fue que alertó a los pobladores y algunos tomaron conciencia del peligro que implica convivir con la represa.
—¿Y qué dicen las autoridades?
—Las autoridades, en su mayoría, bailan al ritmo del dinero —dijo Becerra mientras observaba hacia el camino—. Pero ya hablaremos más extensamente de eso, amigo. Ahora estamos entrando al pueblo.
Miré por la ventanilla y observé una plazoleta con flores que tenía en el medio una gran mole de concreto, en cuyo centro se leía: ¡Bienvenido a Cuenca! Después, el bus se internó por una calle asfaltada que desembocó en lo que debía ser la plaza principal del pueblo. Las calles lucían limpias y las casas que rodeaban a la plaza estaban pintadas de colores llamativos y relucientes.
—No parece un pueblo con problemas ni en vías de extinción —dije.
—Parques, plazas, calles asfaltadas, casas recién pintadas. No se deje engañar por las apariencias. Eso se hace con dinero, y la minera lo tiene a raudales y se da el lujo de suplementar el presupuesto municipal, apoyar a los vecinos en la mantención de sus casas y hacer otras inversiones que le ayudan a ganar el aprecio de la gente.
—Hay mucho paño que cortar.
—¡Muchísimo! —exclamó Becerra y comenzó a caminar hacia la salida del bus.
Una vez en la vereda, dejó su bolso en el suelo y miró detenidamente a su alrededor.
—¿Qué le preocupa? —le pregunté.
—Usted es un extraño y llamará la atención en el pueblo. Apenas se ponga a hacer preguntas sabrán que usted no está en el pueblo por casualidad.
—¿Qué propone?
—Que se presente como un amigo y se aloje en mi casa.
—Gracias, pero prefiero una pensión. A mi edad tengo mis mañas y además, apenas me ponga a hacer preguntas sabrán que no ando de turista por la zona. Además, no estoy de acuerdo con lo que dice. Cuanto más se demoren en asociarme con usted, mejor será para mi trabajo.
—La decisión es suya, Heredia —dijo Becerra—. Camine dos cuadras por esta misma calle y encontrará la pensión Adelita. Diego, su dueño, es primo mío y seguro que le hace un precio especial. Al mediodía lo paso a buscar para ir a mi casa. Mi mujer es muy buena cocinera.
—Deme las señas de su casa y ahórrese el viaje.