Читать книгу La música de la soledad - Ramón Díaz Eterovic - Страница 12

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Vicente Benavides ocupaba una oficina cochambrosa, apenas alumbrada por las dos ampolletas que pendían del cielo raso como murciélagos entumidos. Dentro del largo y oscuro despacho se acumulaban varios muebles y escritorios, lo que me hizo pensar que Benavides había tenido un pasado esplendoroso o que se dedicaba al remate de muebles usados. El aspecto de su rostro hacía juego con el deterioro de su oficina. Debía tener más de setenta años. Era de baja estatura y su tez lucía pálida, enfermiza. Sus ojos, de un color indefinido, estaban cubiertos por unas cejas grandes e intimidantes. Su escasa cabellera lucía peinada a la gomina y en general, nada de su aspecto hacía pensar que estuviera al tanto de lo que sucedía en el nuevo siglo que vivíamos.

Cuando entré a su despacho, el abogado se puso de pie y estrechó blandamente la mano que le ofrecí a modo de saludo. Le dije mi nombre y me indicó una silla que segundos antes había estado ocupada por un quiltro pequeño y patichueco.

—Ulpiano no se opondrá a que usted haga uso de su silla favorita —dijo el abogado, acompañando sus palabras con una sonrisa que humanizó su aspecto sombrío.

—¿Ulpiano?

—Ulpiano y Papiniano, así se llaman mis perros, en honor a dos de los más grandes jurisconsultos romanos. Emilio Papiniano, asesinado por orden del emperador Caracalla, fue maestro de Domicio Ulpiano, famoso por sus preceptos sobre el orden que impone la justicia entre los ciudadanos.

—En mi fugaz paso por la Escuela de Derecho solía quedarme dormido en las clases de Derecho Romano. Las impartía una abogada robusta y parlanchina que parecía contemporánea de Séneca.

—En Roma está la fuente de nuestra legislatura —dijo Benavides con tono severo.

—Esa es una de las pocas cosas que aprendí en mi paso por la universidad —dije, y antes de que el abogado iniciara una improvisada clase de Derecho Romano, le pregunté si recordaba a Alfredo Razetti.

—Por cierto, cómo olvidar a mi colega. Hicimos buenas migas cuando estuvo en el pueblo.

—¿Sabe que murió?

—¿Razetti? —preguntó con auténtica sorpresa—. No es posible, era un hombre joven y saludable. ¿Qué le pasó? ¿Un accidente?

—Recibió una bala en la cabeza. Lo asesinaron.

—No es posible —dijo el abogado—. ¿Se conoce al responsable?

—Todavía no.

—De lo que deduzco que no vino solo a darme la mala noticia.

—Necesito saber que hizo mientras estuvo en el pueblo y la razón por la que se contactó con usted.

—La respuesta a su inquietud es simple. Mi colega supo que yo había presentado tres demandas contra la empresa Memphis y vino a consultarme por los resultados de esas diligencias. De eso hablamos durante nuestra primera reunión.

—¿Qué finalidad tenían las demandas que usted interpuso?

—Detener la construcción de la represa. Las presenté a nombre de un grupo de vecinos.

—Y no tuvo ningún éxito. La represa igual se construyó.

—No solo fueron desechadas por el tribunal. Además, me significaron perder a varios clientes que mantenían negocios con la minera —dijo Benavides y efectuó una pausa para meterse a la boca una pastilla de menta que tomó desde un frasco ubicado a un extremo de su escritorio.

—Usted debió saber que las demandas le traerían problemas.

—Por supuesto que lo sabía. Probablemente yo sea un viejo romántico y fuera de onda, pero me pareció que la causa de los pobladores era justa.

—Habló de una primera reunión con Razetti. ¿Hubo otras?

—Tres o cuatro, si mal no recuerdo. Unas por asuntos legales y otras por el placer de conversar y comer alguna cosa, aunque a mi edad hasta el quesillo me hace daño. La segunda vez que nos reunimos, me solicitó que hiciera gestiones para proteger a los pobladores que estaban en huelga de hambre. Me pidió interceder ante las autoridades de la empresa. Intenté hacerlo, pero nunca conseguí entrevistarme con ningún ejecutivo importante. Lo único que obtuve fue que unos desconocidos asaltaran mi despacho. Por suerte, aparte de unos vidrios quebrados, no hubo más daños que lamentar. Hice la correspondiente denuncia a los carabineros, pero hasta la fecha no he tenido ninguna respuesta y dudo que hayan investigado nada. Los pacos deben estar en el podio de los tipos inútiles de nuestro país. Nunca están cuando se les necesita y cuando se les encuentra, no saben qué hacer.

Benavides guardó silencio por unos segundos, como esperando el comienzo de un nuevo asalto a su oficina. Luego tomó otra pastilla de menta y volvió a sus recuerdos.

—La tercera vez que vi a Razetti fue cuando me invitó al restaurante que se encuentra frente a la plaza. Me dijo que necesitaba un informe sobre la calidad de las aguas del río que cruza el pueblo, y que pensaba mandar unas muestras a Francia. Al parecer tenía un amigo periodista o cineasta que le prestaría apoyo.

—¿Le dio el nombre de esa persona? —pregunté.

—No, pero días después me contó que él mismo había intentado sacar las muestras, pero que a la salida del pueblo fue detenido por carabineros con el pretexto de revisar los artículos de seguridad que deben portar los vehículos. Le hicieron abrir el portamaletas, y mientras uno de los carabineros revisaba su licencia de conducir, otro se encargó de inspeccionar la maletera. Lo dejaron seguir sin problema, pero al llegar al pueblo vecino, donde pasaría las muestras a una persona que las llevaría a Santiago, descubrió que las botellas con las muestras estaban rotas.

—¿Qué hizo Razetti?

—Nada, que yo sepa. Tiendo a pensar que ideó otra manera de sacar las muestras del pueblo o que quiso encontrar evidencias más concretas de la contaminación.

—Fue entonces cuando entró a los terrenos de la minera.

—Exactamente. La última vez que vi a mi colega fue cuando intervine para que saliera de la cárcel. Querían acusarlo de robo frustrado. Nos despedimos a la salida del juzgado y ya no nos vimos. Al día siguiente regresó a Santiago y no supe de él hasta hoy.

—Me parece increíble que nunca consiguiera que un laboratorio competente hiciera un estudio de calidad de las aguas.

—¿De qué se sorprende? ¿O quiere una explicación acerca de los alcances del poder? Sin ir más lejos, en las últimas semanas se conoció el caso del hijo de un senador que dio muerte con su auto a un hombre. Lo procesaron, pero enseguida salió a relucir el dinero, y el senador logró que la viuda del atropellado retirara la querella a cambio de diez o veinte millones de pesos. Toda persona tiene un precio o un punto débil.

—¿Usted cree que su asesinato pueda relacionarse con sus actividades en Cuenca?

—Saque sus propias conclusiones, Heredia. Se ve grande y con experiencias en el cuerpo —respondió Benavides.

—Tiene miedo y no se lo reprocho. Ya vivió el incidente del asalto y ahora la muerte de Razetti da para pensar en cualquier cosa.

—Por supuesto que tengo miedo, pero a mi edad no puedo salir corriendo, ni tengo mucha vida que arriesgar —dijo Benavides, y luego de una pausa, añadió—: En el pueblo había dos colegas jóvenes que me ayudaron a presentar la primera demanda. Parecían interesados en el trasfondo social del problema que estábamos enfrentando, pero decidieron irse después de las amenazas anónimas que llegaron a sus casas. Hoy, uno de ellos vive en Ovalle, y el otro se fue a Valdivia. Ambos tienen buenos trabajos en empresas relacionadas con el consorcio al que pertenece Memphis.

—Un precio o una debilidad.

—Si quiere saber más de precios y amenazas, converse con Gastón Zamora, uno de los locutores de la radio Primavera. Un día vino a pedirme consejo. Traía un anónimo en el que le sugerían no continuar con sus comentarios acerca de la contaminación en el pueblo. El hombre estaba muy asustado —dijo Benavides en voz baja.

—¿Qué pasó con él?

—Prefiero que él le cuente su experiencia. Vaya a la radio y mientras tanto, llamaré a Zamora y le daré alguna referencia sobre usted.

—¿No tiene nada más que decirme?

—Ya le hablé detalladamente de mi relación con Razetti. Lo demás sería entrar en redundancias.

***

Pueblo chico, infierno grande. Nunca el dicho pareció tan pertinente, pensé mientras caminaba en dirección a la plaza, con la sensación de que a cada rato eran más las cortinas que se descorrían para seguir mis pasos. Seguramente ya había dejado de ser un extraño y era un sujeto con nombre y actividad conocida, del que se comentaría su abrupta salida desde el hostal de Quinet y el arriendo de una pieza en la pensión de Adriana Mercado. Más de alguien me habría visto entrar a la oficina de Benavides y corrido a comentarlo al almacén de la esquina o a la farmacia. Y me daba lo mismo, porque al final el rumor iría de boca en boca hasta convertirse en una verdad a medias, distorsionada, recreada según la imaginación o maledicencia del alcahuete de turno.

Por un momento tuve la intención de dirigirme al terminal y abordar el primer bus que me llevara de regreso a Santiago, lejos de las garras del dinero que estrangulaban al pueblo; y cuya historia, a simple vista, era silenciada igual que tantas otras, personales o colectivas, que existían en el país. Cuenca era un lugar insignificante que un día podría ser borrado de los mapas y de la realidad.

Me detuve frente a un muro en el que se leía la leyenda: «No permitamos que la minera contamine nuestra agua. Defendamos los derechos de nuestra comunidad». Leí la consigna y seguí mi camino. Pasé frente al hostal del próspero Diego Quinet y entré a uno de los bares que había visto al llegar al pueblo. Ocupé una mesa desde la que podía observar la calle y pedí una copa de vino blanco. Como uno más de los tantos vecinos chismosos del pueblo, miré a la gente que pasaba frente al bar y cuando al cabo de media hora la escena dejó de interesarme, pedí una segunda copa al mozo joven y gordo que no había dejado de vigilarme desde mi ingreso al bar.

—Así que usted es el antiguo novio de la señorita Mercado

—dijo el gordinflón una vez que me sirvió la copa—: Me alegro que finalmente se case con ella. Es guapa y buena persona.

—¿Casarme? —pregunté al tiempo que pensaba en la respuesta que le debía a Doris.

—Eso dijo la señora que nos trae el pan de los completos. Una boda pospuesta por muchos años. Nada mejor que una historia romántica para animar la vida social del pueblo. ¿En qué fecha será la boda?

—Para responder a eso, primero tengo que declararme a la novia —respondí con la malsana intención de aumentar la curiosidad del mozo—. Después de eso pensaremos en el carruaje, los monaguillos y los quinientos invitados.

—Seguro que ella se arroja en sus brazos y acepta la propuesta.

—Con las mujeres nunca se sabe —respondí utilizando el título de una novela de James Hadley Chase que había leído cinco o seis años atrás, durante un viaje a Puerto Montt—. En una de esas no le seduce vivir en la selva amazónica, que es donde tengo mi finca con plantaciones de cacao y café.

—¡Cacao y café! —exclamó el mozo, mientras hacia un esfuerzo por mantener su boca cerrada.

—El paisaje es hermoso, pero hay mosquitos, arañas del tamaño de un puño y serpientes de quince metros.

—¡Quince metros! ¿Y si la señorita Mercado no quiere ir a ese lugar?

—Traigo las serpientes a Cuenca.

—¿Qué haríamos en Cuenca con serpientes de quince metros?

—Un buen tema a ventilar en la próxima elección de alcalde.

—¡Serpientes! —volvió a exclamar el mozo mientras se dirigía al mesón del bar con una expresión de preocupación en su rostro.

***

La radio comunal operaba en el segundo piso de una casona de madera, tosca y desconchada. Subí por una escalera de peldaños estrechos y llegué hasta la puerta principal. Una secretaria somnolienta me informó que Zamora leía el noticiero en esos momentos. Preguntó si deseaba esperarlo y me indicó la banca ubicada en un pasillo, desde el que se veía un cuarto de no más de seis metros cuadrados que era el estudio de grabación de la radio. Sus paredes estaban forradas con cajas de las que se usan en el traslado de huevos, más una ventanilla que comunicaba con la caseta del radiocontrolador.

La voz de Zamora era profunda, nítida y comunicaba con seguridad los textos que leía.

Era un hombre alto, de hombros amplios y dueño de una barriga significativa. Vestía una arrugada camisa blanca, corbata roja con pequeños lunares verdes y suspensores que sujetaban sus pantalones de gabardina. Su calva relucía como un pan de mantequilla expuesto al sol.

—¿Viene a contratar una campaña publicitaria? —preguntó minutos más tarde, después de limpiarse la frente con un pañuelo de papel y de estrechar mi mano—. En nuestra radio podemos dar buenos consejos y el mejor de los servicios.

—Gracias, pero estoy aquí por otros motivos.

—¿Usted es la persona que estuvo reunida con Benavides? —preguntó, sobresaltado, como recordando de pronto una información importante—. Me llamó hace un rato para avisarme que venía a la radio. Hizo bien en contactar a Benavides. Es un buen abogado y seguramente le será de mucha utilidad.

—Sí, estuve con el abogado, pero...

—Antes de que me llamara Benavides, un colega de la radio me comentó que usted piensa instalar una tienda de electrodomésticos —dijo Zamora—. Si quiere publicitar su emprendimiento, está en el lugar indicado. Radio Primavera es la única emisora del pueblo y tiene una gran audiencia en el pueblo y sus alrededores.

—No sé qué le dijo Benavides, pero no pretendo instalar ninguna tienda. Quiero conversar sobre sus comentarios de apoyo a las personas que se oponen a la presencia de la minera en el pueblo.

—Ese asunto es parte del pasado y no me interesa recordarlo.

—Comentarios que emitió a diario hasta que empezó a recibir amenazas —dije y el locutor desvió su mirada hacia un rincón de la habitación—. Necesito que me cuente lo que fue esa experiencia.

—Usted parece estar suficientemente informado de esos hechos. ¿Qué pretende?

—Me llamo Heredia, soy detective privado y pretendo descubrir al que mató a Razetti. El abogado que usted conoció cuando él estuvo en el pueblo —dije y advertí que la noticia no le provocaba sorpresa.

—Sé lo que sucedió con él. Lo leí en el resumen de noticias que nos manda la agencia de prensa con la que estamos asociados. Lo conocí y no parecía mala persona. No obstante eso, debo confesar que no incluí su muerte en el noticiero de la radio. Ya tuve bastantes líos con el asunto de los comentarios.

—¿Alguien lo amenazó para que no siguiera hablando de las faenas mineras?

—Digamos que no estoy acostumbrado a que en mitad de la noche me pongan una pistola en la espalda.

—¿Reconoció al de la pistola?

—Nunca me dio la cara.

—Y aparte de la pistola, lo amenazó alguien después. ¿Quién lo hizo?

—Hay ciertos hechos que es preferible olvidar. Tengo familia que mantener y necesito conservar mi trabajo.

—Comprendo. ¿Quién lo amenazó? —insistí.

—Da lo mismo. Si quiere un consejo, váyase mañana mismo del pueblo.

—Quiero oír su versión de los hechos.

—Es simple y breve. Durante dos semanas hice comentarios en contra de la minera. El director y único periodista de la radio me apoyó hasta que supo que la estación había sido vendida a Jacinto Avendaño, un empresario al que nadie conocía en el pueblo. Me ordenó acabar con los comentarios, pero seguí un par de días, hasta que recibí las primeras amenazas.

—¿Y qué pasó con el nuevo dueño?

—Tiempo después supe que era un palo blanco de Memphis. Llegó con una buena oferta y el antiguo dueño, que ya estaba viejo y sin ganas de seguir batallando por la sobrevivencia de su radio, aceptó el cheque que le ofrecieron.

—Y el nuevo dueño cambió la línea editorial de la radio.

—Despidió al director y contrató como supervisor a un periodista joven que a duras penas logra hilar tres frases seguidas. Luego reunió al personal de la radio y en pocas palabras nos dijo que la emisora se dedicaría a transmitir música, a informar sobre algunas actividades locales y que se acababan las alusiones a cualquier tema que pudiera ser conflictivo. Más claro no podía ser.

—Pero usted conservó su trabajo.

—Por estos lados no hay muchas voces que sirvan para la locución radial.

—Y además, usted se habrá comprometido a mantener silencio.

—¿Qué insinúa?

—El silencio siempre tiene un precio o un costo. ¿Por qué no quiere revelar el nombre de la persona que lo amenazó?

—Hay que preocuparse del futuro.

—¿Por qué hizo los comentarios?

—A veces uno olvida el terreno que pisa, pero no volveré a cometer el mismo error. Ahora leo las noticias que me pasan los periodistas, hablo del tiempo y del horóscopo, comento resultados deportivos, cumplo mi horario y regreso a casa sin temor a encontrarme otra vez con una pistola en el camino.

—La vida feliz de Gastón Zamora.

—Si usted quiere luchar contra molinos de vientos es cosa suya. No me mezcle en sus entuertos.

—Contaba con su ayuda, pero veo que me equivoqué.

—Usted se marchará y otros pagarán los platos rotos. A la minera nadie la va a derrotar. Ni usted ni los vecinos organizados.

—Pretendo estar unos días más en el pueblo. Si de pronto recuerda el nombre del fulano que lo amenazó, no dude en decírmelo. Podría ser de gran ayuda.

—No sea majadero.

—Piénselo y no me decepcione, Zamora. Y sobre todo, no se decepcione a sí mismo.

La música de la soledad

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