Читать книгу La música de la soledad - Ramón Díaz Eterovic - Страница 9

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Fragmentos de vidas golpeadas por el infortunio o la maldad, posibles misterios, revelaciones sobre existencias reducidas a papeles que en algún momento habían dado sentido a la existencia y el trabajo de Razetti. Cargué a Simenon entre mis brazos y caminé hacia la ventana que da a la calle Aillavilú. Un pequeño espacio de ciudad convertido en guarida de narcotraficantes y administradores de cafés con piernas. Estaba cansado de registrar los cambios de la calle y prefería mirarlos de reojo. Ver lo justo y necesario para seguir recorriendo un barrio anclado en mi memoria y en un pasado cada vez más irreal.

Simenon se agitó entre mis brazos y dio un brinco. Lo seguí a la cocina. Busqué en la alacena unos tallarines que puse a cocinar después de hervir un fondo con agua y agregarle unas gotas de aceite. Más tarde los saqué del agua, los escurrí en un colador de plástico y puse sobre ellos el contenido de una lata de atún.

Simenon había seguido cada uno de mis movimientos y movió la cola de felicidad cuando dividí los tallarines en dos porciones. Me senté junto a la pequeña mesa que había en la cocina y llené un vaso de vino.

—¿Nadie te ha recomendado comer despacio?

Simenon lengüeteaba ávidamente la pasta y el atún.

— Hay que mascar a lo menos siete veces cada bocado —insistí.

—¡Pamplinas! ¿Nadie te ha recomendado no cocinar a una hora en la que desfallezco de hambre?

Después de lavar los platos me senté junto al escritorio y por unos minutos me dejé llevar por los acordes de una sinfonía de Mahler. La música me reconcilió con la vida que me rodeaba. Pensé en Doris y en la respuesta que le debía.

—¿Por qué resulta tan difícil tomar el teléfono? —me pregunté en voz alta.

—Porque estás acostumbrado a la soledad —respondió Simenon, que limpiaba sus bigotes tendido sobre la cubierta del escritorio—. La vida te ha hecho creer que los afectos son pasajeros. Perdiste temprano a tu madre, de la que apenas tienes un par de fotos. Tus compañeros del orfanato desaparecían de una semana a otra, y desde entonces tus amistades y romances han estado rodeados por la inquietud de ver desaparecer a quien guardas algún tipo de cariño. Por eso dejaste partir a Andrea y luego a Griseta. Por eso demoras en decirle a Doris lo que sientes por ella. Temes volver al tiempo de los afectos efímeros. Te has acostumbrado a postergar tus deseos y te conformas con asumir los dolores de tus clientes; sus historias que por unos días te permiten olvidarte de ti mismo.

—Hago mal en dejarte oír esos programas del corazón que transmiten en la radio.

—No festines mis palabras, Heredia. No se puede huir de uno mismo.

—Siempre queda la opción de saltar por la ventana.

—Jamás harías algo así. Te gusta la vida.

—Una vida reducida a conversar con un gato impertinente.

—Deja de quejarte, sabes que más allá de la puerta, la vida te ofrece otros afectos. Hasta ahora has andado a tu ritmo y eso es más de lo que puede decir buena parte de los tipos que pasan por tu lado.

—No dejas de tener razón.

Me dirigí hacia uno de los estantes de la biblioteca. Busqué entre los libros. Abrí uno del poeta Hugo Mujica y, al azar, leí un fragmento de unos de sus poemas: Pido morir como mueren los mendigos: meciendo la soledad del mundo en el hueco de la mano.

—Tú y tu manía de pensar en la muerte.

***

A la mañana siguiente, después de releer los documentos, tuve que aceptar que entre mis manos no tenía más que un conjunto de historias. Estaba frente a un muro y debía buscar su lado vulnerable. En eso, entre otras ocupaciones, consistía el oficio de metiche escogido muchos años atrás, después de abandonar mis estudios de Derecho y mientras trabajaba en un hotel galante. Desde entonces, había saltado varios muros y aclarado una centena de misterios de distintas layas, cosa que recordaba para aceptar que llevaba demasiado tiempo en lo mismo y que la experiencia, más algo de trabajo y un poco de suerte me ayudarían a descubrir al asesino.

Me puse una camisa limpia, llené el pocillo de Simenon y salí del departamento con la intención de encontrar la fisura en el muro. El impulso me duró hasta que estuve en la calle. Sin otro afán que el recuerdo, tomé un tren en la estación Calicanto y en menos de quince minutos subía a la calle Franklin, a pocas cuadras del antiguo Matadero Municipal y de «El Manchao», una picada en la que había estado en una ocasión, acompañado de Razetti, el abogado Nápoles y Marcos Campbell, mi amigo periodista que nos había guiado hasta ese restaurante con el pretexto de obtener información para un artículo sobre bares populares que se proponía escribir. Pero, y no obstante el empeño que puso Campbell al charlar largamente con parroquianos y mozos del lugar, en esa jornada de copas apenas logró averiguar que el bar existía desde 1925 y que su nombre se debía a una mancha en el rostro de su primer propietario.

La fachada de ladrillos descoloridos no importaba a los clientes habituales, en su mayoría obreros del barrio que aparecían al mediodía o por las tardes, buscando una cerveza o una caña de vino. A mi llegada un par de borrachitos sorbía con entusiasmo los primeros vinos del día. Avancé por un pasillo y llegué a un salón mal iluminado. Me senté junto a una mesa desde la que podía observar la extensa barra del bar y esperé unos minutos hasta que llegó a atenderme una mujer joven y algo entrada en carnes. Le pedí un churrasco y una caña de tinto.

Por unos segundos recordé mi última conversación con Razetti. Nada especial. El simple intercambio de información entre amigos que no se ven hace meses. Asuntos de nuestros respectivos trabajos y comentarios sobre la actualidad política, que por alguna razón inexplicable nos seguía interesando. Nada especial ni que nos hiciera pensar en la muerte como un asunto a corto plazo o una mala broma de eso que llamamos destino.

Una vez que me sirvieron mi pedido, observé la soledad que me rodeaba y, sin pensarlo dos veces, comí el sándwich y dejé el vino a medio consumir. Volví a la calle, tomé un taxi y me hice conducir hasta la oficina de Razetti. Observé las tiendas de los alrededores y un restaurante ubicado frente al despacho del abogado. En el primer nivel del edificio de tres pisos que acogía la oficina de mi amigo había un negocio de neumáticos. Entré a la tienda y saludé a un hombre, bajo y menudo, que estaba acodado en el mesón de atención. Le expliqué que no me interesaba comprar nada y le pregunté si conocía a Razetti.

—Por cierto que conocía al abogado —dijo el vendedor con un tono de congoja—. Llegó al barrio casi en la misma fecha en que yo empecé a trabajar en esta tienda. Era un hombre simpático y buen conversador. Es una pena que tuviera un final tan triste. Dicen que se pegó un tiro.

—En eso se equivoca, amigo —dije alzando la voz—. Al abogado lo asesinaron. Un desconocido entró a su oficina y le disparó en la cabeza.

—¿Y usted cómo sabe eso? —preguntó el vendedor, alarmado.

—Investigo su muerte.

—¿Es policía?

—Soy un tipo que hace preguntas y pretende descubrir al asesino de su amigo.

El hombre quedó pensando en mi respuesta y tironeó nerviosamente el bigote que parecía una mancha en medio de la repentina palidez de su rostro.

—¿Recuerda la mañana que lo asesinaron? —le pregunté.

—Estuvimos llenos de clientes. Recién cuando llegó la policía nos dimos cuenta de que había pasado algo especial en la oficina del abogado.

—¿Cree que alguno de sus vecinos pudo ver algo?

—Lo dudo. Por aquí la gente está pendiente de sus ventas y a nadie le importa mucho lo que suceda con las personas que están a dos metros de sus narices.

—Lástima. Tenía la esperanza de encontrar una pista.

—Cerca de aquí hay tres cafés con piernas. Las chicas que atienden en esos lugares pueden haber escuchado a sus clientes decir algo sobre el crimen del abogado.

—No es mala idea —dije sin entusiasmo, al tiempo que pensaba que un asesino no confesaría su crimen a la primera mujer de piernas bonitas que viera en el camino.

Me despedí del hombre y volví a la calle. Durante las dos horas siguientes entré a los tres cafés indicados por el vendedor; una ferretería, dos restaurantes de medio pelo y seis tiendas de repuestos de autos. Nadie supo aportarme algo que sirviera.

Volvía al restaurante que estaba frente a la oficina de Razetti, cuando me llamó la atención un hombre acostado junto a un árbol, a dos o tres metros de la puerta que conducía al despacho de mi amigo. Era un vagabundo de los que abundan en el sector, y que ocupaba sus horas en conseguir unas monedas para comprar una caja de vino o pagar el acceso a una hospedería pulgosa. Me acerqué a su lado y lo observé un instante antes de dirigirle la palabra. Tras la barba sucia y la colección de harapos que portaba tenía una edad indefinida. Parecía dormido y a un lado de su cabeza había una botella de agua y un plato con una ración de arroz pegoteado y frío. Le dije unas palabras y no obtuve respuesta. Toqué suavemente uno de sus hombros. Abrió los ojos y enseguida volvió a cerrarlos.

—Mejor déjelo tranquilo —dijo una mujer joven y delgada, que vestía una cotona gris—. Hace dos semanas que está junto a ese árbol. Nadie sabe su nombre. Llamamos a la posta y a los carabineros, y no han venido a recogerlo. Los vecinos le traen comida y él ni la toca. Es duro decirlo, pero mejor sería que se lo llevara el caballero de arriba.

—Tal vez pueda ocupar un poco de mi tiempo e insistir con la policía —dije.

—¿Y por qué le interesa ese hombre?— preguntó la mujer—. ¿Por qué desea hablar con él?

—Supongo que usted está al tanto del asesinato del abogado

—dije, indicando hacia las ventanas de la oficina de Razetti.

—Oí algo. ¿Y eso qué relación tiene con el pobrecito?

—Pudo haber visto algo el día que mataron al abogado.

—¿Qué iba a ver? Ni siquiera sabe dónde está botado —dijo, y luego de una pausa en la que pareció pensar en sus próximas palabras, agregó—: Vi el barullo que se armó ese día. Trabajo de empleada en la casa vecina y por las mañanas barro la vereda. Solía verlo llegar o salir de su oficina. Un hombre amable; nunca dejaba de sonreír y dar los buenos días.

—¿Y cómo supo que lo mataron?

—Yo estaba en la vereda cuando vino la ambulancia y escuché a los camilleros.

—¿Qué decían?

—Que alguien había despachado al finado.

—Quizás vio a la gente que entró a la oficina del abogado el día de su muerte.

—No crea que paso todo el tiempo en la calle —dijo la mujer al tiempo que se agachaba a humedecer los labios del vagabundo con el agua de la botella.

—Pero habrá visto a alguien.

—Al único que recuerdo es a un tipo grande y calvo —dijo la mujer, ensombreciendo el tono de su voz.

—No parece tener buen recuerdo del calvo.

—Por cierto que no. Salió del edificio, desparramó unas hojas acumuladas en la vereda, y le dio un puntapié a este —agregó, indicando al vagabundo—. ¡Basura! Le gritó que era un montón de basura que había que sacar de la calle. Después subió a un jeep negro y se largó.

—¿Dijo nuestro amigo algo que molestara al calvo?

—Le pidió unas monedas, como a toda la gente que pasa por aquí.

—¿Recuerda cómo iba vestido el calvo?.

—De negro, igual que esos muchachos que andan con sus brazos llenos de tatuajes.

—¿Lo había visto por el barrio en otras ocasiones?

—No. ¿Y por qué hace tantas preguntas?

—Soy detective y pesquiso la muerte del abogado.

—¿Tira?

—Soy detective privado y el señor Razetti era mi amigo.

—Desgraciadamente, no es mucho más lo que puedo hacer por usted.

—Dicen que un muerto nunca se va sin compañía —dije, observando de reojo al vagabundo que había comenzado a respirar con dificultad.

—Usted dijo que podía llamar a la policía —recordó la mujer.

—Si me dice dónde puedo encontrar un teléfono. No uso celular.

—Primera vez que tropiezo con alguien que no usa celular —dijo ella y enseguida me pasó el teléfono que sacó de su cotona.

—Marque usted el número que le indicaré —dije, devolviéndole el artefacto.

Ella volvió a mirarme con extrañeza y luego marcó el número que le dicté.

Tomé le celular y escuché la voz de Ruperto Chacón. Le expliqué la situación del vagabundo y prometió conseguir una ambulancia.

—Hasta para caerse muerto en la calle se necesitan influencias —dije a la mujer, devolviéndole el celular.

Durante una hora ella y yo hablamos acerca de su vida. Trabajaba en la casa de una pareja de empleados bancarios y tenía dos hijas pequeñas a las que llevaba a un jardín infantil de la población donde vivía. Se llamaba Florencia, y había nacido en un pueblo del sur. De su marido no habló ni yo le pregunté.

Cuando escuché la sirena que se acercaba, me despedí y caminé hasta la esquina más próxima. Al rato, mientras terminaba de fumar un cigarrillo, vi cómo subían al vagabundo a la ambulancia. Llevaba una mascarilla de oxígeno sobre el rostro, lo que no era garantía de que llegara respirando al hospital.

Un hombre calvo y violento, del que no me constaba que visitara a Razetti. Sabía que el segundo piso del pequeño edificio estaba ocupado por la oficina de mi amigo y una bodega utilizada por uno de los comerciantes del barrio.

El bus me dejó a pocas cuadras de mi departamento. Caminé sin prisa en dirección al quiosco de mi amigo Anselmo que, delgado y avejentado, seguía manteniendo el entusiasmo que requería para abrir su pequeño negocio. No ganaba mucho dinero con sus ventas, pero tenía amigos que pasaban a conversar con él y en ocasiones era reconocido por algún viejo hípico que sabía de sus hazañas como jinete en el Hipódromo Chile.

Anselmo revisaba el contenido de una caja de galletas. Me saludó sin dejar de contar su mercadería y luego, cuando concluyó su tarea, me dijo que un desconocido esperaba junto a la puerta de mi departamento.

—¿Debo tomar alguna precaución? —pregunté a Anselmo.

—Vaya tranquilo, Heredia —sentenció Anselmo—. No tiene aspecto de cura, sicario o promotor de préstamos bancarios.

—¿Desde cuando tienes pensamientos tan profundos?

—Desde que mi amiga Micaela me invita a las reuniones de un grupo ambientalista que se reúne cerca de la plaza Ñuñoa. Unos exjóvenes revolucionarios que le dan tupido y parejo al whisky con hielo.

—Ya no puedes negar que eres un viejo verde.

—Si lo dice por mis preocupaciones ambientalistas, lo acepto. Pero si lo dice por mi amiga, debo aclararle que está muy equivocado. Micaela tiene sus años, pero aún se mueve en la cama con bastante imaginación y entusiasmo.

—Me alegra que recuperes tus antiguas ganas de pasarlo bien.

—Hay que entretenerse antes que aparezca la cabrona muerte y nos vuele la cabeza de un guadañazo.

—En eso siempre hemos estado de acuerdo, Anselmo.

—En eso y en casi todo. Salvo en su manía de apostar a caballos segundones y en que haya dejado partir a Griseta. Esa muchacha lo quería.

—Apostar a caballos favoritos no tiene vértigo. Y en cuanto a Griseta, sabes muy bien que ella tenía otras aspiraciones relacionadas con estudios y viajes. ¿Qué podía ofrecerle yo? Fuimos felices mientras estuvimos juntos y eso no lo olvido.

—Nunca vamos a estar de acuerdo en eso —dijo Anselmo, y luego de observar la mercadería que tenía dentro de la caja, agregó—: Mejor suba, don. Su visita debe estar aburrida de esperar.

La música de la soledad

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