Читать книгу La música de la soledad - Ramón Díaz Eterovic - Страница 13
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ОглавлениеLa conversación con Zamora terminó por agotarme. Y no era un cansancio físico, sino que cierta forma de hastío por el comportamiento de las personas como él. El mediocre apego a una existencia ratonil es tan nefasto como el arribismo o el lambisqueo a los poderosos de turno. Caminé hacia la pensión con la intención de darme una ducha y luego, si aún me quedaba ánimo, beber una copa de vino que me adormeciera el malestar. Pero, para mi sorpresa, al llegar a la pensión me estaba esperando su dueña en el salón que unía el pasillo central con los dormitorios. Fumaba un cigarrillo y escuchaba una música que no logré identificar.
—Me ha colocado en una situación complicada —dijo, esforzándose en sonreír—. Tendrá que hacer algo y terminar con los rumores.
—¿Se refiere a que andan diciendo que soy su futuro esposo?
—Su promesa al fin cumplida, sus tierras en no sé qué selva, sus serpientes de quince metros. La gente del pueblo cree cualquier cosa que la saque de la monotonía. En la última hora he recibido seis llamadas de amigas interesadas en saber si es verdad lo que se dice.
—Si me preocupara por lo que dicen de mí, no tendría tiempo para hacer nada más.
—Usted no sabe lo que es vivir en este lugar.
—¿Y qué quiere que haga? —pregunté—. Puedo casarme con usted o bien ponerme en la plaza a gritar que no soy su novio.
—Acabo de perder a una persona que estimaba y no tengo ánimo para aceptar que se festine con mis sentimientos.
—¿Quiere hablar de eso?
—Desde luego que no. No ventilo mi corazón frente a extraños.
—Disculpe, reconozco que me excedí en lo que dije, pero fue el mozo del bar el que inició la historia del novio.
—Modere su imaginación.
—Cuente con ello, y si hay algo más que pueda hacer, me lo dice.
—Basta con su silencio —dijo, y luego de hacer un gesto para dar a entender que el tema no merecía más comentarios, agregó—. Y si le apetece, puede compartir conmigo la copa de vino que suelo beber por la tarde.
—Es la mejor oferta que me han hecho desde que llegué al pueblo —dije.
Ella aprobó mis palabras con una nueva sonrisa.
Después de probar el vino, me escuchó con atención y tuve la certeza de que, al igual que Zamora, conocía muy bien los problemas de Cuenca.
—Becerra, su esposa y quienes le acompañan tienen razón en lo que hacen, pero nunca van a conseguir que la minera abandone la represa o construya el muro de resguardo. Los que toman decisiones en el pueblo están comprados por la minera. El alcalde, los concejales y hasta el cura Gutiérrez. De un modo u otro todos reciben una tajada de la torta.
—Parece saber mucho.
—Cuando el proyecto estaba en sus inicios y nadie sabía muy bien de qué se trataba, alojé a un ingeniero que trabajaba en Memphis. Decía que la minera iba a entregar recursos al pueblo durante unos años y luego, cuando la represa fuera una realidad, haría lo que estuviera a su alcance para ocultar el tema de la contaminación y desgastar a sus posibles opositores. La represa implicó una fuerte inversión y su vida útil está calculada en treinta años.
—¿Qué pasó con ese ingeniero?
—Cometió el error de hablar en público sobre los efectos ambientales del proyecto. La gerencia de la minera lo despidió en menos tiempo del que canta un gallo.
—¿Cómo se llama?
—Arturo Fonseca. Hace nueve meses me envió una postal desde un país de la antigua Unión Soviética. No podía conseguir trabajo en Chile y terminó aceptando la oferta de un colega que trabaja en Ucrania.
—Mala suerte —dije, y luego de una pausa, agregué—. Me parece que usted considera la represa y la contaminación una causa perdida.
—La difusión de los problemas que origina la represa no ha tenido el efecto esperado. La minera se limita a esperar que pase el tiempo.
—Hay que dar las peleas, por difíciles que parezcan.
—Pero eso tiene su costo —dijo Adriana Mercado y enseguida guardó silencio, como si un mal recuerdo hubiera atrapado a sus pensamientos.
—¿Qué pasa? Se puso triste.
—Imaginaciones suyas —agregó Adriana y acompañó sus palabras con una sonrisa forzada.
—¿Segura? A veces puedo ver debajo del agua.
—No esta vez, Heredia —dijo la mujer, y a continuación me ofreció una segunda copa de vino.
***
Antes de la medianoche, ella se marchó a su pieza y yo a la mía. Desvelado, leí parte de una novela de Patricia Highsmith que encontré en el velador. Desde mi habitación podía escuchar el sonido del televisor en la pieza de Adriana Mercado. Dejé correr unas páginas hasta que, inesperadamente, la puerta de la pieza se abrió y apareció la silueta de la mujer. Traía puesto un pijama verde pálido y una bata azul.
—Parece que ninguno de los dos puede dormir —dijo y avanzó hacia el interior de la habitación.
—Conozco los motivos de mi desvelo, pero no los suyos.
—Dijo que fue amigo de Alfredo Razetti.
—Lo fui desde la época de la universidad.
—Diría que era un hombre capaz de tomar decisiones radicales en su vida.
—Eso es muy amplio. ¿Está pensando en un suicidio?
—No. Pensaba en si habría podido cambiar de trabajo o dejar a su esposa.
—Razetti era un buen abogado y creo que disfrutaba de su trabajo. De su matrimonio no hablaba. De hecho, conocí a su esposa recién hace unos días. Aunque ahora que lo pregunta, en una ocasión hizo comentarios que llevaban a pensar que no era feliz en su matrimonio. Tal vez se debía a la falta de hijos o a la rutina en que parecía desenvolverse la relación. ¿Por qué le interesa la vida personal de Alfredo?
—Pasó mucho tiempo en esta pensión, y en más de una ocasión conversamos de su vida y de lo que le gustaría hacer para vivirla de otra manera. Y ahora que está muerto, pienso en la tristeza que parecía llevar encima.
—¿Eso es todo? O entre usted y él hubo algo más que conversaciones.
—Usted no escarmienta, Heredia. Su imaginación y sus palabras vuelan con mucha prisa.
—Disculpe si le molestó mi insinuación.
—No sea majadero con sus disculpas. Usted debe estar cansado y no es correcto que le quite su tiempo con mis preguntas.
—Por mi tiempo no se preocupe.
—Mañana podemos seguir conversando —dijo, y enseguida, sin agregar nada más, abandonó el dormitorio.
Desperté antes de las ocho. Pese a lo temprano del día, el aire caluroso revoloteaba como una avispa dentro de la pieza. Salí de la habitación con la idea de retomar la conversación con Adriana Mercado. Pero no la encontré. La mujer que le ayudaba en las labores de limpieza me dijo que la señora había salido al terminal de buses para recoger a una pareja de turistas.
Tomé desayuno y seguí con la búsqueda de información que me había traído hasta el pueblo. Era el trabajo que me correspondía realizar, porque como alguna vez me dijo un policía retirado: no hay crímenes perfectos, hay malas investigaciones o malos detectives.