Читать книгу La música de la soledad - Ramón Díaz Eterovic - Страница 5
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ОглавлениеHabía dejado de llover. Bajo la luz de los escasos faroles del alumbrado público, las calles estaban cubiertas de un líquido viscoso, como si hubieran sido arrasadas por sucesivas olas de petróleo. En el aire imperaba un olor a combustible quemado. La gente que estaba a mi lado, en un paradero de buses al que le faltaba una parte del techo, no parecía advertirlo. Observaban hacia lo alto y murmuraban oraciones o maldiciones; las dos caras de la moneda que permiten aceptar la resignación o el espanto de sobrevivir. El cielo lucía encapotado. No recordaba la última vez que vi algunas nubes o el brillo del sol filtrándose por el ala raída de mi sombrero. Casi no quedaban árboles en las calles. La mayoría habían sido arrancados durante el último otoño y solo se mantenían en pie unos troncos resecos, como pálido recuerdo del tiempo en que todavía los parques no eran recintos privados o espacios concesionados a empresarios que lucraban con el deseo de la gente de conocer una arboleda. Hacía frío e ignoraba el destino al que debía dirigirme. No recordaba si tenía casa a la que llegar o debía conformarme con el resguardo de una construcción en ruinas o los restos de un automóvil abandonado. La ciudad que me rodeaba no se parecía a la que guardaba en mi memoria. No lograba reconocer si estaba de noche o de día. El futuro no existía y el pasado era una mancha en el pavimento. Tampoco era feliz ni tenía la ilusión de los que conservan residuos de sueños incumplidos. Simplemente existía; una fuerza desconocida me obligaba a seguir en pie y testimoniar lo que ocurría en un territorio donde solo quedaban despojos. Maldije la calamitosa situación, y a modo de respuesta, recibí la sonrisa embrutecida de los que me rodeaban. Quería huir pero la oscuridad se hacía más espesa y mi entorno se parecía al infierno que me habían enseñado a temer en mi infancia.
Desperté con el sonido del teléfono. Me había quedado dormido con la cara apoyada en la cubierta del escritorio. Un dolor agudo en la parte inferior de la espalda me apartó de las últimas huellas de la pesadilla. Cuando me animé a tomar el teléfono, este dejó de sonar. Los clientes nunca llaman, los cobradores y los carteros lo hacen dos veces, los promotores de préstamos bancarios, tres o cuatro, y la muerte no se molesta en golpear, me dije a modo de consuelo.
Simenon, como era su costumbre, dormía sobre varios ejemplares de las novelas del escritor al que debía su nombre, y junto a un par de pocillos con agua y comida.
—Otra vez la misma pesadilla —le dije, cuando luego de un rato, se levantó lentamente y se estiró a sus anchas. Enseguida, saltó sobre la cubierta del escritorio y me miró atentamente.
—¿Qué pasa? —le pregunté—. ¿Necesitas gafas?
—¿Has mirado últimamente el espejo?
—¿Qué problema tiene el espejo?
—Ninguno. Te pareces al barrio, con la tristeza de sus árboles y el hollín que le cae desde el cielo.
—¿Y la pesadilla? ¿Qué me dices de ella?
—Puede ser el anticipo de lo que nos espera en unos años más o el anuncio de nuevas preocupaciones. Tampoco es algo sorprendente. En tus pesadillas siempre aparecen imágenes de un mundo destruido por la mano del hombre.
—La contaminación no es un problema nuevo.
—Ni es novedad que por intereses económicos nadie le ponga atajo.
—¿Por qué no nos vamos a una casa en el sur? ¿Qué te parecería una salamandra junto al sillón destinado a las siestas?
—Siempre dices lo mismo y nunca mueves tu trasero más allá del centro de Santiago. Mejor ocupa tu tiempo en algo útil y sirve el desayuno.
—Ya ni siquiera tienes todos tus dientes.
—¡Tonterías! Fríe el bife guardado en la nevera y te demostraré que aún tengo colmillos vigorosos.
—No tienes remedio. Siempre serás un gato jodido.
—Y tú tampoco tienes posibilidades de mejorar. Vas a seguir metido en líos. Y no me vengas con la letanía del oficio y de que no sirves para otra cosa que no sea hacer preguntas y meter las narices donde nadie te llama. Lo único diferente es tu relación con Doris Fabra.
—Con ella no te metas. Un hombre tiene derecho a cambiar de opinión.
—Me gustaría decirte dos o tres cosas antes de que sea tarde.
***
El teléfono volvió a sonar y logré levantar el fono antes que la llamada se cortara. Un tipo de acento caribeño, que dijo llamarse Amadeo Dulanto y ser ejecutivo de un banco, comenzó a recitarme una lista interminable de ofertas de préstamos, tarjetas de créditos y cuentas corrientes. Si deseaba acceder a ese camino al cielo debía firmar una solicitud donde se estipularía que cualquier incumplimiento de mi parte me conduciría derecho al averno o a un catastro de deudores que me convertiría en un ciudadano sujeto a todas las sospechas imaginables.
Le dije que no me interesaba su oferta, no obstante lo cual siguió promoviendo las bondades de sus productos. Volví a decirle que no me interesaba nada de lo que pudiera ofrecerme y enseguida dejé el fono en su lugar de costumbre.
—La paciencia tiene límites —dije a Simenon, que había seguido con curiosidad mi imprevisto arrebato.
—Es lo que debí pensar el día que llegué a vivir a este departamento.
—Te he dado trato de príncipe. Techo, comida y una cama. ¿Qué más quieres?
—La verdad es que no necesito más. Pero siempre resulta entretenido quejarse. Sobre todo en este país donde la queja es un deporte nacional y el chisme una religión con demasiados feligreses. Lo que alguien sabe, lo comenta con las distorsiones del caso; y si no sabe nada, lo inventa.
Después del desayuno, escuché durante unos minutos las noticias de la radio y enseguida bajé a la calle a conversar con Anselmo, que a esa hora llevaba un buen rato atendiendo su quiosco. Hablamos de las carreras que se correrían por la tarde en el Hipódromo Chile y acordamos cuatro apuestas en sociedad. Después di una vuelta por el barrio y por los callejones del Mercado Central, atestados de clientes que compraban pescados y mariscos. La vida seguía su rutina y aunque el paisaje cambiara, la gente agitada de siempre llenaba las calles.
Volví a mi departamento y durante algo más de una hora leí un libro de cuentos de Rodolfo Walsh que había comprado en una de mis últimas visitas a las librerías de la calle San Diego. El teléfono volvió a interrumpirme poco antes del mediodía. La voz suave y cansada de una mujer pronunció mi nombre y luego guardó silencio.
—¿Con quién hablo? —pregunté.
—No nos conocemos personalmente, aunque he pasado buena parte de mi vida oyendo hablar de usted y sus investigaciones. Soy Raquel Donoso, la esposa del abogado Alfredo Razetti.
—¿Razetti? —pregunté—. ¿Cómo está Alfredo? ¿Sigue en su oficina de avenida Matta?
—Murió hace una semana —dijo escuetamente la mujer y volvió a quedar en silencio.
Me invadió una sensación dolorosa y desconcertante, y por un momento tuve la impresión de que no podría seguir con la conversación.
—No sé qué decir, señora. Su marido y yo nos conocíamos desde cuando estudiábamos en la Escuela de Derecho. Él siguió con sus estudios y yo los abandoné, creo que a tiempo.
—Conozco esa historia, Heredia.
—Volvimos a encontrarnos al cabo de un tiempo y varias veces él me ayudó a sortear períodos de vacas flacas —continué diciendo, como si los recuerdos ayudaran a suavizar la mala noticia—. Me encargaba trabajos de cobranzas o ubicar personas. Nada memorable, salvo cuando investigamos el asesinato de un crítico literario.
—Alfredo consideraba que esa investigación había sido una especie de aventura o algo así. Pasó su vida apegado a los códigos y a los expedientes de sus clientes. Salvo durante la dictadura, nunca se relacionó con juicios fuera de lo común o que pudieran revestir peligro.
—¿Por qué habla de peligro?
—Lo asesinaron.
—¿Alfredo, asesinado? No es posible.
—¿Puede venir a la oficina de Alfredo? Quisiera contarle los detalles y pedirle dos favores.
—Salgo de inmediato —le dije.
Delgado, cabello castaño y una barba quevediana que en el último año había comenzado a poblarse de canas. Anteojos de marcos negros y gruesos. Así era Alfredo Razetti. Nos conocimos en el curso de Derecho Romano, que evocábamos cuando nos reuníamos a beber unas copas y a imaginar un mundo mejor con las dos monedas de esperanza que nos quedaban en los bolsillos.
El mundo en el que habíamos vivido comenzaba a desaparecer. Como el testigo anónimo que era, esperaba despedirme de la vida sin estridencias; igual que el viejo parroquiano que bebe su última copa y enseguida sale a la calle, dobla en la esquina más próxima y sigue su marcha con apenas una sonrisa cansada en el rostro. Antes de que fuera demasiado tarde debía hablar con mi amigo el Escriba, quien insistía en relatar mis pesquisas en sus novelas, probablemente el único indicio que quedaría de mí, guardado en estantes a los que solo accederían gordas ratas de biblioteca.
***
Raquel bordeaba los cincuenta años. Era delgada y sin ningún atractivo en particular. Vestía falda, blusa negra y un pañuelo gris alrededor de su cuello. Su rostro lucía pálido y sin maquillaje. Estaba sentada frente al escritorio que había sido de su marido. Daba la impresión de que intentaba imaginar cómo se veía el mundo desde ese lugar.
Lo mismo que respecto de otros amigos que dejaban a sus mujeres fuera del círculo de la amistad, Raquel pertenecía a un mundo del que solo tenía algunas pocas referencias. Lo justo para imaginar una vida monótona y la pena por no haber tenidos los hijos que la mujer hubiera deseado.
—Es ridículo, pero no lo puedo evitar. Alfredo compartió más tiempo con este artefacto que conmigo —dijo, indicando el computador que estaba sobre el escritorio—. Medio en serio, medio en broma, decía que un día le iban a volar la cabeza por culpa de sus juicios.
—¿Tiene alguna idea de quién lo hizo? —pregunté a la mujer.
—No. Y por eso el primer favor que quiero pedirle, es que descubra al responsable.
—¿Quiere hablarme de las circunstancias de su muerte?
La mujer miró a su alrededor y por varios segundos no hizo otra cosa que contemplar los objetos existentes en la oficina.
—El día de su muerte salió temprano desde nuestra casa, ubicada a ocho cuadras de aquí —dijo finalmente—. Solía recorrer esa distancia a pie o bien en taxi, cuando salía atrasado a una cita con un cliente. Era sábado y decidió venir a revisar unos escritos que debía presentar el lunes siguiente. Me llamó desde acá y me dijo que estaría de regreso en la casa a las dos de la tarde. Quince minutos antes de las dos, llamó de nuevo para decirme que saldría de la oficina con retraso. Cuando dieron las tres, lo llamé, y al no obtener respuesta supuse que iba de camino a casa. Una hora más tarde decidí venir a buscarlo. A veces Alfredo se entusiasmaba con sus escritos y olvidaba el reloj.
—¿Qué pasó cuando usted llegó a la oficina?
—Me llamó la atención que la puerta estuviera abierta de par en par. Era un descuido que Alfredo jamás se hubiera permitido. Entré en la oficina y lo vi. Parecía dormitar sobre la cubierta de su escritorio, pero al acercarme descubrí que su cabeza se apoyaba sobre una mancha de sangre. Recuerdo que lo observé largo rato, sin atreverme a tocarlo. Después, y aún no me explico cómo tuve la calma necesaria, llamé a la policía y esperé a que llegara.
—¿Qué dijeron los detectives?
—Me hicieron preguntas. Les dije más o menos lo que acabo de contarle. Revisaron la oficina y el cuerpo de Alfredo. Más tarde llegaron más detectives, un funcionario de la Fiscalía y la gente del Servicio Médico Legal. Ha pasado una semana desde entonces.
—¿Por qué no me llamó antes? —pregunté.
—No tenía ánimo de hablar con nadie. Recién hoy, cuando decidí venir a esta oficina, pensé en usted y en su amistad con Alfredo.
—Me habría gustado asistir a su sepelio.
—Aún tiene la posibilidad de hacerlo. Recién ayer por la tarde me entregaron a mi marido. Había una huelga en el Servicio Médico Legal y eso demoró la autopsia.
—¿Dónde lo están velando?
—En ninguna parte. Alfredo no quería que lo velaran. Siempre decía: directo al hoyo, sin llanto de viejas pechoñas. Su entierro es mañana a las tres, en el Cementerio General.
—Allí estaré.
—Eso espero, porque el otro favor que necesito de su parte es que me ayude a cumplir uno de los deseos que expresaba Alfredo cuando le daba por hablar de su muerte.
—¿De qué se trata?
—Quería que usted hablara en su funeral. Dijo que era un acuerdo al que habían llegado.
—El sobreviviente hablaría en el sepelio del otro. Una promesa mutua, es verdad; pero siempre pensé que él haría el discurso.
***
—¿Le mencionó que hubiera recibido amenazas? ¿Algún altercado con clientes o colegas? ¿Tenía deudas? —pregunté a Raquel.
—Nada de eso. Aprendimos a compartir nuestros problemas durante la dictadura, cuando Alfredo fue relegado a la Isla de Chiloé. Nunca olvidamos esa época. No tanto por las penurias, sino porque fue ahí donde nos conocimos. Yo era parte de una organización que ayudaba a los presos de conciencia. Viajé a Chiloé con la misión de entregar ropa, alimentos y remedios a los relegados. Así nos conocimos y nos enamoramos. Lo visité varias veces, hasta que regresó a Santiago. Nos fuimos a vivir a una casa que nos prestó mi padre. Alfredo siguió defendiendo a otros detenidos políticos y muchas veces recibió anónimos con amenazas. Hasta donde sé, siempre compartió conmigo sus dudas y temores. Pero no quiero aburrirlo con historias que actualmente carecen de importancia para quienes no padecieron esas situaciones.
—No me aburre. Desconocía esos aspectos de la vida de Alfredo.
—¿Pese a la cantidad de años que fueron amigos?
—Al parecer siempre teníamos algún tema importante que tratar. A menudo predicamos contra el modo de vida que nos imponen y lo poco que hacemos por torcerle la mano. Lo que nos parece urgente y los problemas circunstanciales terminan siendo más importantes que darles tiempo a los afectos.
—No saca nada con lamentar lo que no fue —dijo Raquel—. ¿Va a investigar la muerte de mi esposo?
—Haré lo que esté a mi alcance. Es lo único que puedo prometer.
—Contaba con ello, Heredia.
—Y a propósito de investigación. ¿Sabe si los policías han hecho algún avance en sus pesquisas?
—Dicen que siguen investigando, pero no parecen avanzar mucho.
—Conozco a algunos policías —dije y recordé a Doris Fabra, que seguía con permiso en el sur y a quien debía una respuesta desde hacía muchos meses.
—¿Qué le pasa, Heredia? ¿Iba a decir algo?
—Quiero revisar la oficina de Alfredo —respondí al tiempo que pensaba que tal vez no me resultaría fácil tratar con la policía.
—Puede hacerlo cuando lo desee.
—Quisiera hacerlo a solas.
—Tiene una semana. Después tengo que desalojar la oficina porque se vence el mes de arriendo. Las pertenencias de Alfredo irán a dar a una pieza desocupada que tengo en casa.
—Otra cosa, Raquel. ¿Es necesario que hable en el cementerio?
—No pensará defraudar a su amigo. Diga lo que le dicte su corazón.
—Dicen que eso casi siempre da buen resultado.
—Tenga cuidado con los lugares comunes.
—Los lugares comunes suelen ocultar verdades del porte de un buque.
—Olvídese de ellos, Alfredo los detestaba.