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NEGRO SOBRE BLANCO

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Imprenta de Gutemberg

Hace unos días evocábamos los amigos, en la tertulia del café, esos recuerdos imborrables de niñez y juventud que de vez en cuando nos asaltan y hacen mostrar una cara con sonrisa a medio camino entre la dulzura y el… ¡no sé qué! Esa sonrisa nostálgica que es el recuerdo de los bienes perdidos y que se sabe con total seguridad que nunca volverán a recuperarse. Recuerdos que, con plena seguridad, serán idénticos a los de todos los adultos de hoy en día, pero a cada uno de nosotros nos parecen los más nostálgicos.

Con ocho y nueve años acudía a un colegio público, de esos que entonces se llamaban “colegios nacionales” y donde la “pobre enseñanza” hizo posible que, entre otras cosas, con esos años hubiésemos escrito completamente El Quijote como materia de redacción.

En aquella época no existían los ordenadores, los juegos de consola y otros mil entretenimientos como hoy en día, pero hacíamos pelotas de trapo, dábamos patadas a un balón imaginario que podía ser una piedra y confeccionábamos espadas de madera con las tablillas donde solían doblarse las telas en las tiendas de tejidos. Después se rendían cuentas en casa… Solíamos ser algo trastos y, con frecuencia, nos pasábamos largas horas pensando cómo hacer alguna gatada. También pensábamos en los libros, aunque menos, y, evidentemente, con la espada de Damocles del correspondiente castigo. La causa fundamental de nuestra preocupación era el Maestro (Maestro se escribe con mayúscula), D. Miguel de Haro. Terrorífico, mal intencionado, vengativo y cruel que de vez en cuando nos daba un coscorrón porque no habíamos “hecho la tarea”. A pesar de su maldad, este maestro “de toda la vida”, cuando no nos sabíamos la lección, circunstancia que se repetía con demasiada frecuencia, nos castigaba a pasar toda la tarde en el patio de su casa estudiando en voz alta para que él “pudiera oírlo mientras se echaba la siesta”. Semejante castigo creaba problemas de conciencia a este hombre de comunión diaria. Así que, para calmar su sentimiento, me imagino, a media tarde, cuando se levantaba de la siesta, llamaba a su mujer: “Emilia, ¡da la merienda a los niños!”. Y aunque el sueldo de maestro era ciertamente exiguo, siempre había una rebanada de pan y una onza de chocolate.

En el patio del colegio del que hablaba anteriormente, antes de pasar a clase, era absolutamente imprescindible, según las normas de entonces, alinearse de forma marcial. ¡Aaa cubrirse…! ¡Ar! ¡Aaalineación derecha…! ¡Ar! ¡Aaalineación izquierda…! ¡Ar! ¡A cantar, todos a una! “La herencia que me dejaron mis hermanos al caer, son las consignas de lucha, por un nuevo amanecer…” Tengan en cuenta que mi niñez fue la posguerra inmediata.

Como Uds. saben, en las tertulias suele padecerse con demasiada frecuencia ese síndrome que los psiquiatras denominan pensamiento prolijo, ese impulso de pasar de un pensamiento o de un tema de conversación a otro por asociación de ideas y así, de semejante forma, la tertulia puede convertirse en algo casi infinito.

La cancioncilla expresada anteriormente nos llevó a otro tipo de herencia.

Nos dio por discutir el porqué los Reyes Católicos se habían tomado la molestia de fastidiar a Boabdil, al Zagal y a todo el reino de Granada con la idea de unir bajo su hegemonía las tierras de Hispania. ¿Es que no estaban bien las tierras tal y como estaban distribuidas? Pues al parecer, no; así que se pusieron las pilas y pensaron ¡Ancha es Castilla!, y se lanzaron a conquistar Granada, entre otras cosas, porque no podían dejar tantos infieles sueltos por esos mundos de Dios y, posiblemente, porque les habría llegado a sus oídos que en tierras de moros se usaba el perfume y el jabón, y tal vez desearían saber que eran semejantes objetos. Verdaderamente no podían saber el daño que causarían algunos cientos de años después, cuando cada villorrio pidiese su autonomía, se conociese la existencia de los grupos sanguíneos, que algunas zonas reclamasen una identidad basándose en dicho argumento y que, en otros lugares, se solicitara la posibilidad de estados asociados a España. Vamos, ¡la leche! Es necesario disculpar a los Reyes Católicos, puesto que en su tiempo aún no se conocían los ordenadores, el cine, los viajes interplanetarios y, ni siquiera, conocían la existencia de Darwin y, por tanto, que algunos de los moradores de la entonces España podían descender del mono o tener alguna otra extraña ascendencia; así pues, era necesario dedicarse a la guerra como un medio más de entretenimiento y de formación.

Costó dinero, esfuerzo y mucha… sangre, sudor y lágrimas (parafraseando a W. CH.), pero durante casi quinientos años permaneció unida y fue posible habitarla con cierta armonía, aunque en algunos momentos los jinetes del apocalipsis cabalgaran sobre ella.

Ahora existen ordenadores, formas diversas de conocimiento, somos más sabios, hemos aprendido mucho más, pero algunos hombres que circulan por los, aún hoy, polvorientos caminos de España, no están conformes con lo heredado y quieren finiquitar el orden y el sacrificio de quinientos años por razones inconfesables. pero por todos conocidas… ¡si la bolsa sona!; pero no debemos caer en la melancolía y en la desazón, porque con la reforma de nuestra carta magna, y la colaboración de algunos políticos, se puede solucionar su despiece de manera sencilla y como dirían en mi pueblo: “ después, cada mochuelo a su olivo”. Pero pienso que en la todavía España hay gente que siendo conscientes de lo mucho que está en juego, no dudarían en invocar a los Reyes Católicos para que, en son de venganza cabalgasen, con Ate a su lado, salida del infierno, y soltasen a los perros de la guerra y mientras Ate, con voz soberana, grite ¡MUERTE!, habrá gente que rememora a Miguel Hernández y terminarán por entenderlo:

(…) yugos os quieren poner

gentes de la hierba mala,

yugos que habréis de dejar

rotos sobre sus espaldas.

Crepúsculo de los bueyes

está despuntando el alba.

ABRIL 2005

El poder de la controversia

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