Читать книгу Recuerdos de un jardinero inglés - Reginald Arkell - Страница 6
capítulo uno
ОглавлениеEra una de esas mañanas templadas de otoño en las que la niebla temprana se había convertido en una fina lluvia y todo goteaba. Todavía no había llegado el invierno de verdad; sólo era una suave pausa entre dos estaciones que traía lo mejor de ambas. Ni demasiado calor, como había estado haciendo, ni demasiado frío, como haría más adelante.
Éste era el momento del año y el momento del día que más le gustaba al anciano. Ya no podía salir mucho, pero le habían puesto la cama junto a la ventana de la casita, y allí se sentaba, medio despierto, medio dormido, soñando con esto y lo otro.
Desde donde estaba sentado, recostado entre almohadones, podía ver los jardines de la mansión. Ya no eran lo que fueron, ni mucho menos… Aunque era justo reconocer que seguía haciendo falta más personal, y había que tener en cuenta el verano tan seco, esos jóvenes deberían haber trabajado mejor. Cuando él era un muchacho trabajaba el doble de rápido que ellos. Nada de escabullirse en cuanto el reloj marcaba el final de su jornada. La de horas que había pasado él regando cuando el sol se retiraba de los parterres… Pero hoy día, no. Eso significaba horas extras, ¿y dónde estaba el dinero para pagarlas? Así las cosas, el viejo jardín ya no era lo que había sido cuando estaba a su cargo.
Todo era distinto a como había sido en su época. Ahora ganaban más dinero, y eso estaba bien. Sin embargo, parecía que cuanto más ganaban menos se preocupaban. Tenías que estar orgulloso de un jardín para hacer algo bueno con él. La jardinería era un trabajo a tiempo completo, como las vacas o las ovejas. A las vacas había que ordeñarlas, pasara lo que pasara; y a nadie se le ocurría quedarse en la cama cuando las ovejas estaban pariendo. En un jardín tenías que trabajar según la temporada. Había momentos de poco trabajo, en los que podías tomarte un descanso para fumar una pipa detrás del cobertizo, pero cuando el césped empezaba a crecer y las malas hierbas te invadían, se acababan las tonterías. La de horas que había pasado él regando… Pero estos jóvenes…
Ése era el problema hoy en día. Parecía que ya nadie se preocupaba. Cuando él era pequeño, uno veía a los trabajadores de la granja con sus familias paseando con sus trajes de domingo, como si aquello les perteneciera. Iban presumiendo, orgullosos del trabajo que habían hecho durante la semana. Se reían de los surcos torcidos del joven Harry. Desmenuzaban con los dedos una espiga de trigo de primavera para ver cómo iba la cosa. Un vaquerizo alardeaba de su rebaño ante su mujer. Un pastor se aseguraba de que no hubiera ninguna oveja tendida de espaldas… Después, si se acercaba el propietario, todos entablaban una amistosa charla y todo el mundo aprendía algo… Qué buenos tiempos aquéllos… Qué buenos tiempos.
Con el jardín pasaba lo mismo. Mientras fue responsable del jardín que contemplaba, nunca se sintió como un trabajador que recibiera un salario. Sentía que era suyo y, en cierto modo, lo era. Eso lo aprendió del viejo John Addis, su primer jefe de jardineros. Era muy tranquilo el viejo John; muy tranquilo y respetuoso, hasta cierto punto; pero cuando se producía algún desacuerdo con la joven señora, no había duda de quién mandaba. «Muy bien, Addis –decía ella–, si usted cree que así es como se debería hacer, yo no tengo ninguna objeción.» Y cuando se trataba de coger flores para la casa, siempre tenían que preguntarle al viejo John… Pero hoy en día, no… Cualquiera podía coger cualquier cosa, porque ya nadie se preocupaba…
Mirando por la ventana, el anciano vio que la niebla del amanecer se había disipado, como si se hubiese levantado una cortina de gasa para revelar los coloridos detalles de un escenario teatral. Las dalias, que la primera helada aún no había ennegrecido; los asteres y las petunias, que aún salpicaban de color una tapia gris; las bayas de un cotoneaster, que parecían un regimiento de soldaditos de juguete con uniforme de gala…
En los arbustos, los avellanos, que ya amarilleaban, daban las primeras señales del dorado desfile final del otoño. Muy pronto, los floridos macizos añadirían a la imagen sus rojos y naranjas; las bayas de coral brillarían detrás del follaje gótico de los evónimos, y las grandes hojas de la catalpa trazarían sus insólitos diseños sobre la hierba húmeda. Habría un postrer revuelo de mariposas alrededor de las últimas hojas de la budelia…
Un panorama en verdad grato y muy inglés, tal como lo había conocido durante más de tres cuartos de siglo. La gente decía que los grandes jardines se habían acabado, que todo pertenecía a todo el mundo y nada pertenecía a nadie. Él no creía eso. El mundo empezó con un jardín, y algo que había existido todo ese tiempo no podía desaparecer tan fácilmente. En cualquier caso, los jardines durarían más que él, y lo que ocurriera cuando él ya no estuviera no era asunto suyo.
¡Jardines! El anciano cerró los ojos y dejó vagar sus pensamientos por el fragante pasado. Un largo trayecto, cuesta arriba la mayor parte del camino, pero a él lo había llevado a alguna parte, sin la menor duda. Empezó siendo un don nadie y terminó siendo alguien, aquel día, cuando le pidieron que fuese juez en la Feria del Condado… El almuerzo en la gran carpa, y él sentado a la mesa principal… En aquellos días un joven podía abrirse camino y llegar a algo, si no le asustaba el trabajo y se tomaba interés por su oficio.
Pues bien, él se había apasionado y había alcanzado lo más alto. Lo habían respetado. Puede que algunos de los jóvenes se rieran de él a sus espaldas. Y que lo llamaran «el Viejo Yerbas» cuando creían que no los escuchaba. Eso sí, nunca se tomaron libertades. Al fin y al cabo, él era un poco una suerte de planta perenne… Ochenta años había durado… así que los dejaba con sus bromitas.
Eso era lo mejor de hacerse viejo. Uno no se acaloraba por pequeñeces y no tenía que preocuparse por el futuro… Quedaba muy poco tiempo para eso. Ahí estaba, en su casita y con lo suficiente en la caja postal de ahorros para vivir. Podía permitirse cualquier cosa que necesitara. No dependía de nadie. Lo que alguien hiciera por él se le pagaba, y bien que se alegraban de encontrar el dinero en la repisa de la chimenea cada sábado por la mañana.
Así es como debía terminar un hombre, y así es como iba a ser…