Читать книгу El cine Latinoamericano del siglo XXI - Ricardo Bedoya Wilson - Страница 11
ОглавлениеLos rastros del padre
¿Cómo restablecer los lazos con el padre, aun cuando él ya no se encuentre hace muchos años? ¿Se trata de suscribir un acuerdo póstumo, lanzando ahora el gesto de comprensión o complicidad que no se produjo en el pasado? ¿Se intenta lograrlo tratando de alcanzar una redención personal al cabo de la búsqueda emprendida? ¿Se busca una compensación simbólica a los agravios o a las distancias de antaño? ¿Se apela al gesto de reclamar una atención o un reconocimiento que, por las razones que fueren, no se produjo en otros tiempos?
La recuperación de la memoria, o el tránsito de la posmemoria, es central en el itinerario dramático de las pesquisas sobre el padre. Los motivos recurrentes en muchas de ellas giran en torno a los afanes por entender el pasado del realizador o de comprender las circunstancias que impidieron mantener la estabilidad de su familia original. También intentan hallar las razones que impulsaron a los padres a una militancia política que los condujo a la muerte, o tratar de comprender los motivos del silencio familiar impuesto como una losa sobre la memoria de algunos de los parientes asesinados, refugiados o desaparecidos. La interrogación por la familia, sus orígenes y secretos, resulta permanente.
Una de las tendencias más fuertes del actual documentalismo hispanoamericano: la familia como motor u origen de la historia. Hay en esta corriente una lógica que va más allá de la elección de cada cineasta; los grandes relatos históricos, al menos desde el romanticismo, tienen como protagonistas al yo o a su extensión colectiva, el nosotros. Las sagas familiares, desde la tragedia griega hasta El padrino, con estaciones en Shakespeare, Dostoievski o sus epígonos O’Neill o Faulkner, siempre destacan a grandes protagonistas individuales. La fresca derrota de los ideales colectivos paridos en los últimos dos siglos dejó sin sustento la idea del héroe, individual o colectivo. Si el Che ha muerto, todo es posible… parece lógico que, aun por descarte, la generación sobreviviente al cataclismo se vuelque a indagar en la familia como matriz de conflictos y explicaciones. (Rojas, 2012, p. 45)
LOS MOTIVOS DE LA AFLICCIÓN: MARÍA INÉS ROQUÉ
La posmemoria también intenta elaborar la experiencia de la aflicción. En Papá Iván (2000), de la argentina María Inés Roqué, la realizadora pretende comprender las motivaciones de su padre, cuadro militar de Montoneros, muerto en 1977 resistiendo a las fuerzas de la dictadura militar de Rafael Videla.
El dolor íntimo que intenta sosegar la realizadora se asocia a circunstancias diversas que fueron asomando a su consciencia mientras crecía: la separación de los padres, la nueva vinculación amorosa del militante, sus ausencias prolongadas del hogar, la opción por la violencia, los actos armados (atentados y asesinatos selectivos) en los que acaso participó, y su decisión de morir. Acciones que fueron creando, en la percepción de la hija superviviente, una trayectoria de probable desamor: el padre acaso prefirió mantener una rigurosa fidelidad a sus convicciones antes que a los vínculos afectivos hacia su descendencia familiar. Para Roqué, el luto se asocia entonces con el sentimiento de orfandad.
Una carta entregada a los hijos por la madre, es el motor de la exposición. La realizadora opta por relatar su empeño en primera persona, opción retórica que le permite trazar un dispositivo dialogal, una suerte de conversación íntima con el padre desaparecido. Es el intercambio que mantiene con el texto escrito de la comunicación que el militante dirige a los hijos informándoles de su decisión de mantenerse en la lucha hasta morir, y con la voz que la actualiza. El empeño de la búsqueda de Roqué la lleva de México –donde radica– a la Argentina. Ahí encuentra a los camaradas de su padre y a aquellos que acaso lo traicionaron. En todos busca el testimonio de primera mano. Roqué actúa “como si se hiciera eco de aquel personaje del cuento de Juan Rulfo, Diles que no me maten: ‘Es muy difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta’” (Ruffinelli, 2012, p. 136).
Pero las consecuencias reparadoras que Lejeune (2008, p. 13) asocia a los empeños autobiográficos solo se satisfacen de modo parcial. Las heridas de la separación no se cicatrizan. En la imagen, las marcas del camino se aceleran hasta perder su definición visual.
En el final, Roqué lee una carta de su padre. Las cartas que los revolucionarios dejaron a sus hijos y que, además de amorosas, son explicativas; explican cuáles son las convicciones que los hicieron abandonar sus vidas cotidianas de padres. Roqué expone el vacío que se abre entre frases que hablan de sacrificio revolucionario y su deseo de un padre común y corriente. La posibilidad de una unión generacional se hace más lejana y el duelo es difícil… En el epílogo Roqué llora y recita un texto en primera persona que exhibe su tristeza como la exhibe un niño, que no llora porque esté triste, sino que llora para informar. (Scelso, 2011, subt. 2, párr. 5)
LA HUELLA DE UN APELLIDO: FLÁVIA CASTRO
En Diario de una búsqueda (Diário de uma busca, 2010), la realizadora brasileña Flávia Castro parte tras los rastros de Celso Afonso Gay de Castro, su padre, fallecido en Porto Alegre en 1984. Las circunstancias de su muerte nunca se esclarecieron.
Militante del POC (Partido Obrero Comunista), Celso, en compañía de otra persona, muere en el interior del departamento de un alemán radicado en Brasil, antiguo nazi, al que había entrado sin autorización. Pese a la versión oficial de un suicidio cometido al verse rodeado por la policía, que interviene al presumir que estaba frente a un asalto y robo, se piensa que Gay de Castro realizaba una investigación periodística, de trámite reservado o secreto, sobre aquel oscuro personaje. Pero Diario de una búsqueda no se centra en la investigación sobre la muerte del padre. Se abre hacia otras vías al comprobar que el misterio de su fallecimiento es y será un factor infranqueable para hallar la verdad.
Flávia, la hija, se representa a sí misma, aparece en el encuadre y liga la trama de su historia personal con los avatares políticos de la izquierda sudamericana. La estrategia seguida por la documentalista consiste en entrelazar su memoria con los recuerdos de los exiliados en la diáspora provocada por la dictadura iniciada en 1964. Pero la película no se limita a la representación de la propia realizadora o al inventario de los padecimientos que soportó a causa del comportamiento de un padre que puso su militancia política por delante de sus obligaciones familiares. Desde su infancia, la memoria de Flávia, nacida un año después del golpe militar de 1964, aparece marcada por las ideas políticas de sus progenitores. El apellido Castro le sirve a la niña para imaginar un parentesco con Fidel Castro Ruz, dirigente de la revolución cubana. Más tarde, percibirá el clima de clandestinidad que rodea su formación y crecimiento. Y siente el peso de los exilios de sus parientes más próximos.
Toda esa época es recreada en la película a través de fotos del álbum familiar. Predominan las imágenes fijas, a falta de filmaciones caseras. También se insertan cartas remitidas por el padre a sus hijos desde diversos lugares de su exilio, como Chile, Francia o Venezuela. Textos epistolares que aparecen como paréntesis, cesuras, que la cámara recorre en movimiento constante, abriendo paso a los testimonios y evocaciones de los compañeros de militancia, o las comparecencias de la madre y de Joca, el hermano de la cineasta, personaje refractario a la memoria oficial o a cualquier idealización de la memoria. Y refractario también ante la posibilidad de “contaminar” aquello que él considera como la mirada personal de la cineasta sobre su obra. Joca le dice a su hermana: “la película es tuya, como la historia, el lenguaje y el punto de vista. Quieres que comparta esa historia, pero esa no es la historia que yo contaría”.
Joca colabora con el rodaje y, a la vez, se mantiene al margen de él. Se declara incómodo y escéptico con la posibilidad de hallar la verdad por medio de la película que prepara su hermana, a pesar de su confianza en la capacidad reveladora del cine. Acusa a la documentalista de abocarse a la realización de un documental sin haber encontrado los elementos que le permitan verificar los hechos ocurridos. Antropólogo de profesión, se resiste a cualquier intento de elaborar un filme aproximativo, de acercamiento indirecto e interrogativo a lo que pasó. Le repele la posibilidad de apelar al cine para formular dudas. La realizadora le responde que no pretende hacer una investigación criminal, sino una película. A pesar de su rechazo, y de modo paradójico, la figura del hermano completa el marco de la película aun cuando la sabotee con la expresión de sus dudas y cuestionamientos. Le afecta una íntima vergüenza provocada por las circunstancias que condujeron al padre hacia la muerte. Es el factor autorreflexivo que convierte a Diario de una búsqueda en un acto creativo en proceso.
La exhumación del pasado recurre también al registro de archivos personales e institucionales y a la inclusión de la voz over de la realizadora, que evoca su infancia y adolescencia con el tono trémulo o aproximativo de quien recuerda hechos distantes. La memoria de lo íntimo adquiere el estatuto de texto histórico y testimonio del pasado. Introduce el misterio de lo irresuelto. Lo textual es siempre una forma de acceso a la sospecha, como aquella que nace de la orden oficial dictada a los medios de comunicación para no informar sobre la muerte de Celso Afonso Gay de Castro.
EL DESTINO DEL “HEREJE”: MARIANA ARRUTI
El padre (2015), de la argentina Mariana Arruti, también parte de un elemento faltante. No existen imágenes fílmicas de Juan Arruti, el padre de la realizadora, muerto en 1973. Solo es un recuerdo elusivo, incluso para su familia más cercana.
Arruti, sindicalista aguerrido, acaso encontró la muerte en un accidente: su cuerpo fue hallado tendido al lado de una vía ferroviaria. La burocracia sindical dio cuenta del hecho sin intentar una indagación mayor sobre las causas del fallecimiento de ese compañero incómodo, tal vez réprobo para la mayoría, tachado de trotskista. La familia, a su turno, prefirió mantener en silencio su memoria. Ese hecho incierto, más bien oscuro, impulsa la indagación de la cineasta, pero solo aparece como el objeto central de la línea narrativa principal luego de varios minutos de proyección. En el inicio, lo que importa es la expresión de la curiosidad de una mujer que no conoció a su padre y que intenta reconstruirlo a través de las huellas registradas sobre soporte fílmico. Tarea difícil ya que solo subsisten fotos y no las películas familiares que hubieran podido satisfacer la exigencia de ese plus de realidad del que adolecen las imágenes fijas.
La realizadora sustituye las filmaciones inexistentes por otras que recrean una ilusión, a la manera de una fantasía infantil interpretada por actores. La representación ficcional llega para rellenar los huecos de la memoria o para modelarla aún a sabiendas de que se trata de una simulación. De pronto, la voz over de la directora informa de la muerte de Juan Arruti, al que vemos encarnado por un actor mientras asiste a un cumpleaños infantil, el de la propia realizadora, que delega su representación en una niña. Desde ese momento, la perspectiva íntima se abre a lo social y a la revisión del pasado. Arruti, el militante de izquierda, se convierte en el objeto de una interrogación.
Para despejar el misterio que rodea la muerte del padre, la película acoge los modos de la encuesta que se extiende en el curso de un viaje. La realizadora se dirige hacia el lugar donde vivió el padre para encontrar a familiares y a los que fueron sus compañeros en el activismo político. La madre de la documentalista, tíos, primos, personajes cercanos, obreros de construcción civil, construyen un retrato armado a partir de piezas sueltas de la memoria. La silueta humana de Arruti se delinea al mismo tiempo que su perfil político conflictivo de sindicalista expulsado del Partido Comunista, de raigambre estalinista, a causa de una supuesta herejía doctrinaria.
La documentalista confronta la figura que descubre en las palabras de los otros. La interroga, no queda satisfecha con el resultado, y decide mantener en pie la búsqueda. Percibe en las declaraciones de aquellos que conocieron al padre la voluntad de idealizar una imagen y de justificar sus acciones. Duda de la sinceridad o autenticidad de los declarantes. Tal vez mientan y oculten informaciones. Los resultados de su indagación solo pueden ser interpretados desde la sospecha o la desconfianza. El trámite queda abierto ante la posibilidad de encontrar una posición disidente o de hallar una respuesta que desmienta a la versión oficial.
FILMAR LO QUE NO ESTÁ: NORBERTO HABEGGER
La ruta del viaje organiza El (im)posible olvido (2016), del argentino Andrés Habegger, hijo de Norberto Habegger, periodista y dirigente de Montoneros, asesinado por la dictadura militar cuando el cineasta tenía nueve años de edad. El realizador no tiene recuerdos del padre, ni sabe cómo sucedieron los hechos de su muerte, acaso porque los eliminó en el tránsito de procesar esa desaparición violenta. Solo sabe que varios militares uniformados lo secuestraron al llegar al aeropuerto de Río de Janeiro. ¿Cómo filmar lo que no está, o lo que es informe y faltante?, se pregunta el cineasta.
Un diario llevado por el director durante el Campeonato Mundial de Fútbol de 1978 impulsa el recorrido de la memoria, así como las revistas Billiken que su padre, siempre en tránsito, le enviaba a México, donde, aún niño, vivía exiliado con su familia. El diario de la infancia hace las veces de un material encontrado en el archivo. Son cuadernos olvidados que remiten a la infancia, espolean la memoria y contrastan tiempos, formas de expresión y períodos en la vida y en la formación del director. Mirados en retrospectiva, los titubeos y faltas ortográficas de la escritura infantil aparecen como las marcas de las incertidumbres del exilio y de las ausencias paternas durante esos años de clandestinidad. La letra del niño de los años setenta queda inscrita en la película como la huella material que equivale a otra huella tangible: la voz inquisitiva del realizador que busca los rastros del padre casi cuatro décadas después. Una voz tan insegura o titubeante como los trazos gráficos del diario, dispuestos para dar forma escrita a la percepción de los hechos cotidianos, celebratorios o penosos, como las vivencias mismas del exilio.
En el centro de la experiencia cinematográfica de Andrés Habegger está el intento de soldar una identidad fragmentada: la que se inscribe en los diarios del niño, expresada a través del cineasta que viaja y busca. Viaje a los inicios, a la manera de Jacques Nolot en L’arrière-pays (1997), registrando los recorridos de retorno luego de la muerte de un personaje cercano e importante.
EL FÚTBOL Y EL AZAR: SERGIO OKSMAN
O futebol (2015), del brasileño Sergio Oksman, entreteje el autorretrato, el diario de viaje, la ficción, el gesto performativo, y el registro directo del reencuentro de un hijo con su padre durante el Campeonato Mundial de Fútbol de 2014. El hijo es el propio realizador, que no se encuentra con Simâo Oksman desde hace casi dos décadas. El padre abandonó el hogar familiar cuando Sergio tenía cuatro años.
Desde el inicio, la película traza las líneas de la estrategia dramática y de su dispositivo itinerante. Sergio regresa al Brasil, desde España, su país de residencia, para proponerle al padre emprender un viaje desde São Paulo que dure tantas semanas como el campeonato de fútbol. Es decir, el cineasta motiva una situación artificial, acaso forzada, que pretende registrar durante un mes. El padre acepta con renuencia, suponiendo que no podrá mantener su atención en todos y cada uno de los partidos que se jugarán a lo largo del torneo. La afición por el deporte une al realizador con ese hombre solitario y ensimismado que es su padre. Los dota de un lenguaje y de una memoria compartida, sobre todo si ella remite al fútbol de los años setenta.
Durante el viaje, el fútbol se convierte en un hilo conductor: los personajes ven las transmisiones en televisores colocados aquí y allá, pantallas desperdigadas que emiten señales invisibles, mantenidas siempre fuera del campo visual, ya que Simâo se niega a asistir a los estadios en compañía del hijo. En el encuadre, Sergio se registra a sí mismo, al lado de su padre, colocando la cámara en angulaciones simétricas, organizando el encuadre con austeridad formal y vocación por la quietud y la fijeza. La naturaleza autobiográfica de la película se cuela por las fisuras de la representación. Más que el cineasta y su padre, los hombres que están en las imágenes son personajes que interpretan la historia de un reencuentro que no bordea el pathos ni se complace en la emoción. Los dos Oksman son performers de su propia relación familiar y la encarnan con el gesto quedo, el ritmo cansino y la morosidad de la rutina. Su reencuentro está signado por el tedio de lo ordinario, por la familiaridad de transitar por tiempos y espacios que nunca habían sido comunes pero que el cine les permite compartir, aunque sea por última vez en sus vidas.
Performers que recorren los espacios urbanos sin mirarse. Transitan por la ciudad en un auto pequeño, divisando calles extendidas y perspectivas sin fin. Se detienen frente al estadio, pero no entran. Lo miran a los lejos, desde una posición oblicua. Se está jugando un partido. Los observadores pretenden adivinar los resultados del encuentro oyendo la intensidad de los gritos que llegan desde las tribunas. Dentro del auto, sentados uno al lado del otro, pero separados por un espacio opaco, el padre y el hijo viven sus últimos momentos juntos.
Nada altera la impresión de lo cotidiano. Los triunfos futbolísticos y las derrotas resultan secundarios e invisibles, como las acciones de los jugadores o el júbilo de los hinchas. Solo percibimos el rumor lejano de la multitud, ese paisaje sonoro usual durante el mes del Mundial de Fútbol. El control y la premeditación del cineasta imponen ese pulso.
Pero el azar cambia los planes y se infiltra en la grabación. Los datos de la realidad terminan por imponerse de modo neto y dramático, dejando atrás cualquier veleidad o atajo de la ficción. El padre muere de modo súbito y un resultado adverso a la selección nacional de fútbol deja la huella del trauma en la memoria de los brasileños.
XANADÚ SIN KANE: JAVIER OLIVERA
En La sombra (2015), de Javier Olivera, el pasado familiar se condensa en la presencia de una casa, aquella en la que vivió el realizador en compañía de su familia. Su padre, Héctor Olivera, importante productor y director del cine argentino (La Patagonia rebelde, 1974), socio de Fernando Ayala, y hombre fuerte de la empresa Aries –que estuvo detrás de las exitosas películas de la dupla de comediantes Jorge Porcel y Alberto Olmedo, entre otras–, marcó con su presencia ese lugar, suerte de homenaje a sí mismo. Ahí recibía a los poderosos de la política, la cultura y la cinematografía de su país.
La demolición de la casa es el hecho que gatilla una memoria familiar y personal que está contenida en filmaciones en súper 8 milímetros, de texturas borrosas y frágiles, realizadas, en el curso de los años, por Fernando Ayala. En todas esas filmaciones planea la sombra del padre, tan larga y densa que opaca la presencia de sus descendientes. La destrucción de su figura autoritaria, a la que Olivera homologa con la del Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), de Orson Welles, prendado de su propio Xanadú, impulsa la necesaria confrontación del documentalista consigo mismo.
“Fue un huérfano que devino prócer”, dice el hijo aludiendo al padre, mientras refuerza el símil con Charles Foster Kane. Pero también cita una frase de Operación Dragón (Enter the Dragon, 1973), de Robert Clouse, película protagonizada por Bruce Lee, que refiere a la necesidad de destruir la sombra para destruir al enemigo. La voz en off del realizador, plagada de silencios, pausas y hasta titubeos, rehúye lo asertivo.
A diferencia de Visita o Memorias y confesiones (Visita ou Memórias e confissoes, 1982), la película póstuma del portugués Manoel de Oliveira, también centrada en los días finales de posesión de una casa que activa los contenidos de la memoria, en La sombra el tono no es solamente elegíaco. Aquí, el fin de una época marca el inicio de otra. Transitando por las vías de la autocrítica, la ironía y el juicio hacia los privilegios de una clase social, Olivera se juzga a sí mismo y examina la capacidad que requiere para emanciparse de la influencia del padre. En otras palabras, se pregunta si logrará construir un enigma particular, su propio Rosebud.
EL NOMBRE Y EL LUGAR: EDUARDO CRESPO
Crespo, continuidad de una memoria (2016), del argentino Eduardo Crespo, se presenta como el cumplimiento póstumo de un deseo. El director decide ir a la provincia argentina de Entre Ríos para indagar por las huellas del padre, muerto hace poco, y para realizar el filme que alguna vez planearon hacer juntos.
La visita al pueblo de Crespo, su lugar de origen, propicia la introspección del documentalista. El lugar era el escenario previsto de una película que nunca logró realizarse y que, ahora, Eduardo Crespo intenta modelar de alguna forma. Es un empeño por mantener la continuidad de una memoria que entronca el nombre del pueblo original de su familia (aun cuando no existe vínculo alguno entre los apellidos) con la ambición de documentar el lugar y las actividades avícolas que predominan en él. Una suma de coincidencias funestas, que incluyen la muerte del padre, impulsa a Castro a la realización de la película. Su voz en off conduce el relato. La entonación comparte las características del “yo lírico” y el “yo histórico” tipificadas por Roger Odin (1994)1.
La narrativa de la memoria no se focaliza en la búsqueda de los datos sobre el padre; se ramifica y desborda. La historia del pueblo, la visita a su museo, a los lugares de crianza de aves y a los sitios en que habitó la familia resultan centrales. Tal vez porque el nombre del pueblo coincida con el del realizador. Y porque la memoria de sus habitantes coincide con la del ausente. La memoria del cineasta Crespo se entrelaza con los recuerdos del padre a partir de la vivencia de manipular sus objetos y sus fotos. Pero nada es lineal ni continuo. Todo aparece en piezas porque el orden se quebró con la muerte del hombre que podía ofrecer la mirada unificadora y el sentido íntimo de lo desperdigado. Son los objetos en los que se cristaliza la melancolía.
Al documentalista Crespo solo le resta hilvanar las piezas sueltas, ligarlas con su voz en off y editarlas sin prestar especial cuidado a las reglas de continuidad. Es un modo de invocar el carácter aleatorio del recuerdo y de acoger el zigzagueante rumbo de la memoria.
PADRE EN TRANCE: ERYK ROCHA
La figura del padre también pesa en Rocha que voa (2002), de Eryk Rocha, que se apega a fórmulas más ortodoxas del documental de reconstrucción histórica y biográfica, pero sin dejar de transitar por las vías de la exposición del yo del cineasta.
La película documenta el exilio en Cuba, entre los años 1971 y 1972, del realizador brasileño Glauber Rocha, director de películas emblemáticas como Dios y el diablo en la tierra del sol (Deus e o Diabo na Terra do Sol, 1964), Tierra en trance (Terra em Transe, 1967) o El dragón de maldad contra el santo guerrero (O Dragão da Maldade contra o Santo Guerreiro, 1969), figura central del llamado Nuevo Cine Latinoamericano, uno de los líderes de Cinema Nôvo brasileño, y padre del documentalista. Esta relación familiar no aparece como información explícita en la película. Sin embargo, el vínculo familiar se filtra sin necesidad de poner al realizador frente al espejo.
Si vemos Rocha que voa a la luz de Cinema Nôvo (2016), cinta posterior de Eryk Rocha, entendemos la naturaleza del acercamiento a la figura de su padre. En Rocha que voa la aproximación no se da desde la intimidad, sino desde la admiración por la militancia cultural. Ese es el nexo filial reivindicado. El Rocha cineasta es el Rocha crispado, santón iluminado, que sienta las bases de un movimiento cinematográfico, el llamado Cinema Nôvo, abierto a las búsquedas y heterodoxias que incorpora Rocha que voa a su propia organización formal.
Glauber Rocha aparece como el director que se sacude de los dogmas políticos y estéticos de la época y reivindica la libertad para fusionar al western con el cine de Jean-Luc Godard sobre el suelo calcinado del nordeste brasileño. Y que lanza a sus personajes a recorrer una tierra en tránsito, tal como lo comprobamos en la sucesión de fragmentos que abren Cinema Nôvo (2016), el largometraje siguiente del realizador.
Aquí, la figura de Glauber se asimila a la de sus compañeros de promoción. Cinema Nôvo revisa los momentos más importantes del movimiento cinematográfico que impactó en el cine latinoamericano desde finales de los años cincuenta. Lo hace sin mencionar los títulos ni los autores de las películas cuyos fragmentos incluye. La edición sigue las pautas de unas cuantas ideas fuerza: detecta las presencias de los estilos del cine soviético del período posrevolucionario y del neorrealismo italiano, pero también de las tradiciones culturales del nordeste del Brasil, y destaca los motivos visuales recurrentes en tantas películas del Cinema Nôvo: personajes que se agitan en sus tránsitos por las ciudades o que corren por el sertón en busca de una libertad acaso ilusoria. La acumulación de imágenes de archivo adquiere el ritmo acezante del clip, acaso como un modo de duplicar la agitación de tantos protagonistas de los filmes del movimiento; todos los que corrían sin cesar sobre la tierra del sol. La figura tutelar de Glauber Rocha planea sobre todos ellos.
LA HIJA SOSPECHOSA: SUSANA BARRIGA
En The illusion (2009), de la cubana Susana Barriga, encontrar al padre es una meta posible. Para llegar hasta él, la realizadora viaja a Londres donde reside exiliado. Emigrado desde 1994, su padre la dejó en la isla cuando ella era aún una niña. Opositor al régimen de Fidel Castro, el hombre mantuvo con Susana solo escasos contactos desde entonces.
Al llegar a la casa del padre, la cineasta activa una cámara escondida para grabar el encuentro con ese hombre, casi un desconocido. La distancia entre ellos se pone en evidencia. Desconfiado hasta la paranoia, el padre es incapaz de admitir cualquier razón desinteresada que explique la visita de la hija. En consecuencia, esa mujer solo puede ser una agente secreta del régimen comunista o acaso una provocadora que pretende comprometerlo ante el sistema del país en el que nació. La intrusa pretende quebrar el aislamiento y el desarraigo que eligió como forma de vida.
Desde el inicio, el padre es una silueta sombría. Registrar su imagen es un problema enojoso. En la secuencia inicial la realizadora enfrenta a una persona que pretende impedir la grabación. Ella reacciona afirmando su condición filial. Un gesto violento agita la cámara y oscurece la imagen. Ella persiste en el empeño de confrontar al padre, aun cuando le cueste afrontar riesgos. Ese preámbulo marcado por la fuerza condiciona lo que viene. ¿Cómo grabar a ese hombre irascible? Acaso de soslayo, evadiendo permisos, apelando a la imprecisión del registro oculto hecho con una cámara digital. Es una forma de protección personal, pero también de traición hacia ese hombre que se niega a creer en la identidad de su propia hija. Al requerir el pasaporte, el padre la pone en cuestión. La condición familiar pasa a un segundo lugar. Para ese sujeto, que casi delira en su obsesión, solo importa el hipotético vínculo que ella pudiera mantener con el gobierno del país del que salió.
Ese anciano partido en pedazos solo quiere guardar “cierta tranquilidad y tú has venido a fastidiarla”, le reprocha a la hija. Una tranquilidad que la cámara no registra porque su campo de visión es fragmentario y solo puede captarse con movimientos impremeditados, convulsivos por momentos, desde un punto de vista casual, movedizo, que echa vistazos al espacio del departamento en que reside el padre. O que enmarca su soledad con las imágenes furtivas de unos pasajeros del metro, contemplados en su aislamiento y en su precaria “tranquilidad”.
BELÉN SECRETA: CECILIA PRIEGO
También son secretos de familia –aunque de otra naturaleza, alejada de lo político– los que buscan desentrañarse en Familia tipo (2009), de la argentina Cecilia Priego.
La pesquisa gira en torno de un misterio que involucra a Fernando Priego, padre de la realizadora, un español llegado en 1962 a la Argentina con la voluntad de construir una nueva vida. Los insumos para la investigación se despliegan: una hija oculta, un secreto compartido por los padres, una historia enterrada en otro país, una narración que nunca llegó a oídos de los hijos.
Los hallazgos de la historia familiar se dosifican como en una novela de folletín, por entregas, o como en un drama de revelaciones progresivas, como si se accediese al secreto tras la puerta. Tirar del hilo del misterio familiar supone actualizar documentos diversos que, como pruebas testimoniales o textos fidedignos, se encuentran desperdigados en álbumes familiares. El relato, que trata de ocultamientos y afectos, se organiza a partir de objetos que se colocan uno al lado del otro en el esfuerzo por encontrar en esa disposición un sentido oculto hasta entonces. La voz de la directora, narrando en primera persona, desmonta la percepción de esa familia funcional que ella identificaba como la suya.
La realizadora no reconstruye, a la manera de una arqueóloga, un pasado de seres desaparecidos. El padre y la madre están ahí y forman parte del entorno. Son testigos y declarantes, pero acaso no sepan hacia dónde conduce el empeño fílmico. Por eso, la película es un reportaje sincrónico, atento a lo inmediato, aun cuando la exposición no siempre se desarrolle en el presente. Los tiempos se alternan. Se actualiza el pasado de la infancia. Las imágenes de los padres jóvenes, en plena felicidad doméstica, se hallan en las filmaciones caseras subsistentes, sobre soporte fílmico de 16 milímetros. Es un pasado que no encuentra resistencias en sus protagonistas, a diferencia de lo que ocurre después, cuando sobreviene la negativa del padre a seguir colaborando con la película. Se manifiesta entonces lo que estaba latente: irrumpe Belén, la hija que quedó lejos, allá en España, y cuya existencia ignoraban los hijos argentinos de Fernando.
La inesperada aparición de la voz telefónica de Belén preguntando por su padre –e interpelando a la familia–, causa una cesura del relato, lo quiebra y oscurece. Se desvanecen las imágenes idílicas del pasado. La situación impulsa un diario de viaje que tiene a dos protagonistas, la directora y su hermano, que parten en busca de la hermana hacia una España de aires ancestrales y raíces profundas, como las que enlazan los relatos de la Guerra Civil con historias melodramáticas de muerte y redención.