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PRESENTACIÓN Es la economía global, no seamos tan ingenuos

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A modo de presentación iconoclasta al libro de Ricardo Mosquera Mesa: Colombia frente a los escenarios del pacífico. ¿De qué Pacífico hablamos?

Por segunda vez consecutiva, el querido amigo Ricardo Mosquera Mesa me honra al solicitar unas palabras para la presentación de su último libro, con el cual prosigue la tarea de escrutar los nuevos escenarios del mundo en busca de lo que yo denominaría con el nombre de un antiquísimo texto crucial en la historia del pensamiento universal: Guía para perplejos, del sabio hebraísta de origen cordobés Moses Maimónides (1035-1104). En medio del sacudón experimentado en los mundos judaicos, islámicos y católicos por la difusión del pensamiento de Aristóteles, el genial teólogo, médico y jurisconsulto emigrado de España y muerto en Egipto, ofreció un mapa mental para orientar y sosegar la fe en una dirección más cercana a la razón.

Solo que hoy, a casi un milenio de distancia, no son la teología ni la metafísica la causa de tantos alborotos e incertidumbres, sino la economía. O mejor, para volver a la nominación originaria de la Ilustración: la economía política, cuyo faro estaba en el nacimiento de esta ciencia bien asentada en la isla de Britania acaballada en el promontorio de la Revolución Industrial. Solo que, como signo de los tiempos, lo que queda de la gloriosa revolución británica de la gran Isabel I, hoy, en tiempos de Isabel II, es un pleito que se parece más a un altercado de despacho judicial de suburbio relativo a un infamante concubinato, que al contencioso de un buen divorcio: me refiero al Brexit. Porque como demuestra Ricardo Mosquera Mesa con una contundencia ejemplar a través de informaciones cuidadosamente compiladas y agrupadas por él, el eje del mundo se ha corrido ya muy lejos del meridiano de Greenwich hacia el mar de China y, solo de modo convencional y anacrónico, el día universal amanece primero en las islas británicas, porque el tiempo del mundo real empieza a despuntar en la Bolsa de Shanghái.

Al ofrecerme este galardón, pues como tal estimo la invitación a escribir esta presentación, el buen amigo Ricardo Mosquera Mesa remueve muchos recuerdos. Dos son principales. Al primero ya aludí en otra ocasión y fue su amable gesto de ofrecerme la Vicerrectoría Académica en su muy buen paso por la Rectoría de la Universidad Nacional hacia 1989. Con su bonhomía proverbial, como de opita bien moderado por la galantería del sur, su administración fue un puente formidable hacia el relativo sosiego iniciado en los años noventa, luego de dos tormentosas décadas en las cuales los claustros fueron más galleras que foros de pensamiento. Y por ello hubiera sido fascinante aceptar la oferta y acompañarlo en ese tránsito cuando el alma máter alcanzaba la mayoría de edad.

Como decliné el gran honor, según conté, Ricardo la ofreció a Antanas Mockus, de modo que este otro amigo me debe unas cuantas velas en alguna capilla —sugiero la de Bojayá, que se especializa en lisiados, incluso del alma—, velas que yo tomaría como signo de gratitud al destino por haber evitado esa carrera hacia unas dignidades que, por la proclividad de cierto anarquismo espiritual mío, siempre he recusado y recusaré.

Me debo a mí y a quienes me conocen algunas confesiones en público: yo no tenía por qué asumir tal oficio de “negro” o escritor fantasma del presidente Belisario Betancur. Fui elegido por buen escritor y por mi condición ingenua. Nunca se me corrigió una coma, ni se me dijo qué acentuar y qué evitar. Durante esos cuatro años, no hablé con el presidente Betancur más de treinta minutos discontinuos. Él solía encauzar los encargos por medio de Bernardo Ramírez, ministro de Comunicaciones, o por la jefatura del Departamento Nacional de Planeación. Solo en dos ocasiones llamó para urgir entregas por premura de tiempos. No conté con asesores, ni delegué nada de la escritura, pese a ser jefe de Unidad de Desarrollo Social, trabajo complejo que no dejé de ejercer. No poseía más fuentes que los aburridos informes ministeriales al Congreso y una revisión microscópica de toda la prensa. No solamente no recibí un centavo por ello, sino que sería bien castigado por poner un límite impasable entre mi libertad para servir, como yo creía, a la Nación, más que al Estado, y por declinar los ofrecimientos —que los hubo—, de cooptación y de adscripción a cortesanías y a círculos íntimos del poder del gobierno, a los que rehusé con mi proverbial ingenua indiferencia.

Nada de esto le dije al querido Ricardo cuando desde la ventana del quinto piso de Rectoría le mostré los campos de la Universidad Nacional —yo, vestido como estaba, en sudadera—, pero el gesto era inequívoco: yo, que había hablado al país por medio de otro y al mundo como cuarto vicepresidente de la Junta Ejecutiva de Unicef, y que sabía lo que era el poder político y hacia dónde naufragaba ya como el Titanic en la plaza de Bolívar —como simulan los lienzos del pintor Gustavo Zalamea—, no quería en adelante ningún poder distinto al poder de un saber humilde, nacido del humus. Pude andar los caminos de los saberes y de la vida como mi modelo de entonces, Jean Jacques Rousseau, y con la plena voluntad libre que tanto admiraba Kant en el ginebrino. Desde entonces van los mismos años que la Constitución de 1991, casi treinta, los últimos cuatro vividos en una periferia de la periferia, un seminario abandonado en un corregimiento de Arauquita de nombre La Esmeralda, desligado de cualquier poder mayúsculo o minúsculo, pero siempre muy atento a los signos del orbe y de la nación.

Por lo cual, torno a redondear la presentación y a demostrar la importancia extraordinaria de esa Guía para perplejos, como somos todos en materia de economía política, que Ricardo explaya como un mapa milagroso para salir del laberinto de nuestra secular pobreza franciscana colombiana, en este su último libro. Porque en esas aventuras como “negro”, escritor fantasma y por tanto como el doble invisible de un presidente, leí todos los discursos de posesión y muchos mensajes al Congreso de los presidentes de Colombia y en general todos aquellos discursos que enunciaran claves cruciales de nuestro destino como Estado Nacional.

Fue así como leí por primera vez el discurso inaugural de Simón Bolívar en la instalación del Congreso de Angostura y quedé tan impactado por su mensaje, por ser como una lettre en soufrance, carta en sufrimiento, como dicen los franceses, enviada por el Libertador a la posteridad, que con apoyo de la Rectoría de la Universidad Nacional, con el entusiasmo de Dolly Montoya, organizamos un Encuentro Internacional, Nacional y Regional en el municipio de Tame, el 15 de febrero de 2019, a los exactos doscientos años de haber sido pronunciado en lo que entonces era Angostura y hoy es Ciudad Bolívar, cerca del Orinoco. Investigadores de Marruecos, Venezuela, México y Colombia, movimientos sociales, Iglesia, profesores y estudiantes de colegios públicos y autoridades municipales convergimos durante dos días en la Biblioteca Pública Coronel Fray Ignacio Mariño y Torres, en aunar razones y voluntades a favor de la continuidad de diálogos de paz con el Ejército Nacional de Liberación y por el desarrollo socioeconómico de una región tan afectada por los conflictos armados.

Sin modestia alguna afirmo que fue la celebración más digna entre todas las habidas hasta ahora y presiento que en todo el año en torno al bicentenario, oficiales o académicas. Y la menos publicitada. Y la de sentido más urgente y contemporáneo porque el clamor de Bolívar —con el numen de su maestro don Simón—, era clarividente: si no se funda la soberanía política en la educación del soberano, acostumbrados a largas y cruentas guerras, una vez vencido el enemigo exterior emprenderíamos derrotas en guerras fratricidas. Con visión de cóndor avisó: urgía para erigir la educación como cuarto poder público, el poder moral y ético de la nación para formar una conciudadanía democrática solidaria y curada de pasiones tristes y violentas.

¡Solo hace falta ver la hondura de nuestras fracturas y la continuidad de los viejos y queridos odios para advertir lo contemporáneo del mensaje de Bolívar! Y para reparar el malgasto, tan trágico significado en la corrupción política y social, lo mismo que el costo letal de las violencias al por mayor y al detal y el significado de ambos fenómenos para la mengua de la confianza en el destino del Estado Nacional. Como menciono adelante, el libro de Ricardo expone, como si fuera con ábaco, esta aritmética de las restas y de las divisiones y este alfabeto de los desastres con la sobriedad propia de las cifras y la mesura proverbial de su talante, tan opuesta a mi retórica cuando me dejo tomar ventaja del “negro”, ese escritor fantasma que todavía llevo bajo la piel.

¿Hemos dejado pasar inanes, sin aprendizajes y sin efectos las lecciones universales desde aquella coyuntura inédita como pocas, de las transformaciones napoleónicas en los inicios de nuestro Estado Nacional? La respuesta no puede ser tan unívoca en sentido negativo como predicarían los pesimistas, ni tan optimista como se apresurarían a decir los elogiosos. Como diría el siempre mesurado historiador Jaime Jaramillo Uribe, nuestro estilo y personalidad son las de un talante de ritmos y de estampas intermedias: la áurea medianía que elogiaban los latinos, a veces empero tan propicia a degenerar en mediocridad.

Baste un breve balance a sobrevuelo. Si la independencia fue en su raíz y ha de ser siempre un proceso educativo y cultural antes que político y militar —como lo subraya tanto Ricardo Mosquera Mesa en las conclusiones luminosas de su libro—, entonces el fracaso ya asomó desde el inicio, pues solo a grandes trompicones reviviría la senda de la Expedición Botánica en la Corográfica, ella misma cegada también en su continuidad por tantas guerras civiles. Y ello no solo por el asesinato de Caldas y de otros próceres, sino porque el primer empréstito, el llamado de Zea, fue una aventura que sembró muy poco.

Bien adelante, el régimen radical fundado teóricamente por la apropiación del primer tomo de La democracia en América de Tocqueville por ese factotum que fuera Florentino González en su libro de 1840 que clama por reedición, Elementos de administración pública (Bogotá, Imprenta Cualla, 1840), pereció sin duda más por falta de sustento económico que por su endeble arquitectura constitucional, siendo como fue muy frágil: muchos Estados soberanos, muchas naciones pero poco y precario estado nacional. Añil y quina fueron suplidos por la química sintética y el tabaco fue ya obsoleto por la competencia del oriente de Asia amparado en la agricultura orgánica. Con razón exclamó don Salvador Camacho Roldán en el Discurso inaugural de la Sociología, en el auditorio de la Facultad de Derecho el diez de diciembre de 1882:

Quedarse atrás en la carrera de las ciencias es morir.

Un predicamento que, pese a casi siglo y medio, mantiene su actualidad como si saliera nuevo y fresco desde el libro de Ricardo Mosquera Mesa. Empero, la fundación de la Escuela de Minas en 1888 sirvió de cerebro para que la exportación del café se invirtiera en la organización industrial. El enorme salto fue lastrado, como ya lo advirtiera Alejandro López en Problemas colombianos de 1926, por la ausencia de voluntad de la élite hacendataria de transformar la condición agrícola semiservil. A falta de la cual el mercado interno fue siempre precario, la industria fue morosa en el tránsito hacia bienes intermedios e impotente para coronar en bienes de capital.

Todavía se extrañaría un debate a fondo en torno al modelo de desarrollo agrario privilegiado en medio siglo por Lauchlin Currie —personaje crucial tan alabado en parte con razón, pero tan necesitado de mucho criba—, con su negativa a optar por el ideal del farmer de Estados Unidos, muy fascinado por el contrario con el prototipo Junker de lenta y penosa transición al capitalismo, tal cual lo expusiera Karl Kautzky en La cuestión agraria a fines del siglo antepasado y que, por cierto, fuera lectura obligada en los años de estudiantes de nuestra generación. Vinculado el modelo de Currie a un hipercrecimiento del sector financiero en el plan de Las Cuatro Estrategias de la administración de Misael Pastrana, desde entonces con sus variantes proteccionistas o desde 1991 aperturistas, este camino privilegió las rentas del suelo y del dinero, sin tocar el régimen hacendatario de ganadería extensiva, asunto agravado por el narcotráfico y el paramilitarismo. Con ello se explica la pavorosa inequidad que registra muy bien el libro de Ricardo Mosquera Mesa, con la triste posición de Colombia como la tercera peor distribución en el mundo, y no menos se entenderían las desventuras de Chirajara y de la Ruta del Sol, que arriesgarían a echar a perder indudables logros del progreso en el sector financiero —uno de los componentes institucionales donde mejor le va bien a Colombia en el índice de competitividad—, porque desde Aristóteles se advirtió que la ganancia debida a la especulación nubla la visión y empaña la acción, tal como sucedió en Estados Unidos con el abuso del manejo de los créditos hipotecarios, pasaje muy bien examinado en el libro de Ricardo.

De no ser por la gesta heroica de Gabriel Betancur Mejía, con la fundación de Icetex y con la elaboración del primer plan decenal de educación del mundo, junto con el español radicado entonces en Colombia, Ricardo Díez Hochleiter, elaborado hacia 1957-1958 y articulado con el plebiscito instituyente del Frente Nacional con el mandato de destinar el diez por ciento del presupuesto a la educación como un propósito de paz; y de no ser por la atemperación de parte de la violencia, la interpartidista, aquella hidra hubiera arrastrado al país a la condición que ha rozado, pero que empero ha podido por fortuna evitar: la de un Estado fallido. Pues sin duda no fue ajena a la crudeza de la violencia, la estadística dramática de que en el siglo XX el promedio de educación se mantuvo hasta 1952 en un grado y cuarto por persona.

No obstante, el tránsito del Frente Nacional a la Constitución de 1991 y el paso de un país agrario a uno urbano, han ocurrido con más sombras que luces debido a crecimientos siempre modestos y arrítmicos; violencias organizadas recurrentes y severas; volatilidad ideológica; procesos de paz intermitentes y nunca definitivos; crisis severa de los partidos muy dependientes de grandes caudillos; liderazgos mesiánicos; juegos de suma cero; avances y retrocesos en el aprendizaje de la democracia local; curiosa aleación de cierta racionalidad en el manejo económico del Estado con la persistencia de mentalidades y prácticas clientelistas más exacerbadas y fuera de control en contextos de polarización; progresos cuantitativos en la ampliación de la escolaridad, pero muy lentos avances en la calidad sustancial de la educación con un defecto pavoroso: la ausencia de rigor en la apropiación crítica de la historia, supuestamente compensada con un énfasis exagerado en el fomento de actitudes que hoy llamaríamos políticamente correctas, pero con ausencia de rigor en el equilibrio entre la apropiación de derechos y la responsabilidad que ellos demandan dadas las fricciones entre los distintos derechos y la escasez de recursos. Todo ello no es ajeno a un escalofriante crescendo de la polarización política, ante la cual quien ha vivido tantos años se limita a una frase tajante: ¡pronóstico reservado, paciente en estado grave y sometido a continua y escrupulosa observación crítica de sus signos vitales!

Doy un testimonio de lo anterior: hacia 2009 escribí, en una muy difundida revista de orientación radical de la Universidad del Tolima, que yo como pensador social no podía, ni debería, ni querría declararme como uribista o antiuribista, pues no soy juez y como analista debo mantener la cabeza fría para que el pensamiento pueda calar hondo en lo que es Colombia, independientemente de lo que uno quisiera que fuera. Declarar una vez más esta independencia de juicio hoy en día suena como a suicidio intelectual o a doble lapidación por parte de unos o de otros, cuando en pensadores clásicos como fueran Max Weber y Emilio Durkheim, esta serenidad de juicio era condición ineludible para elaborar ciencia social.

Y es de aquí de donde se extraería el primer y más crucial aviso de alerta para que no seamos tan ingenuos, tomado por cierto fuera del libro de Ricardo Mosquera, pero que nace de ahí mismo si el libro es bien leído en sus entrelíneas y en sus márgenes y aunque ello no aparezca nunca explícito en sus páginas, pero que está bien presente por el tono objetivo y mesurado de la escritura del libro: si no se logra morigerar la polarización tan espeluznante que se advierte en la sociedad colombiana, correremos el riesgo de una precipitación en un abismo insondable como no se ha experimentado en la historia republicana. La única manera de salvar este paso por el Escila y el Caribdis de tantas fuerzas enfrentadas, consiste en confiar absolutamente y en un ciento por ciento en la majestad de la justicia. Si, como ocurrió ya en noviembre 6 de 1985, se violan la autonomía y el libre dictamen de las cortes, solo cabría volver a pensar en una frase célebre de Cicerón que sirvió como epígrafe a un díptico con un memorial del holocausto elaborado por mi antigua compañera y esposa, la artista Gloria Bulla:

Inter arma enim silent leges.

Callan las leyes cuando irrumpen las armas.

Triste enunciado que eclipsó la frase del general Santander que lucía en el frontispicio del edificio de la Justicia:

Si las armas os dieron la independencia, las leyes os darán la libertad.

Entonces solo cabría solicitar el socorro divino, porque ninguna fuerza humana podrá liberarnos de nuestros demonios. Y ello no es un pedido que debiera extrañar, pues el mundo parece girar en estos últimos tiempos cerca del vórtice de la locura, entre otras causas porque el ejercicio de la política y en general del poder, incluso del micropoder —como se revela en las redes sociales—, adopta hoy con mayor frecuencia y profundidad la dimensión del simulacro, manifiesta entre muchas otros flancos en las denominadas fake news, falsas verdades. ¿Cuándo se ha visto en la historia universal que un candidato sea elevado a la primera magistratura con el record de haber afirmado que la única solución radicaría en asesinar a 30 000 personas? ¿O que se permita siendo presidente burlarse de la consorte del presidente francés por fea y vieja? ¿O que despache sin vergüenza las acusaciones de que prohíja los incendios forestales para favorecer a los exportadores de ganado, a los madereros y a los productores de soya? No es empero el único. Mike Pompeo declara con toda seriedad que el derretimiento del Ártico significará un progreso mayor que la construcción del canal del Suez o el del de Panamá por las posibilidades de explotación de oro, petróleo y otros minerales.

Es justamente este cambio orbital en los últimos decenios el que sirve de telón al examen de Ricardo Mosquera, para que tras la mayor crisis de la economía política de toda la historia de la especie, la de la depresión de 2008, el lector desconcertado pueda develar los sentidos de los saltos de una aguja de marear que pareciera brincar de un lado al otro, esquiva a referirse a un norte preciso. Hoy más que nunca, desde la época turbulenta de Maimónides, se experimenta el imperativo de transformar la perplejidad en complejidad pensada, tarea de enorme dificultad pues esta es una sociedad del riesgo y del caos. Y la economía pese a ser la más dura de las ciencias blandas sigue y seguirá siendo un saber que si bien es siempre muy informado, se mueve entre las incertidumbres, las conjeturas y las probabilidades, tanto más cuanto se aproxima al poder político siempre tan insólito por ser un surtidor de tan caprichosos temperamentos como el de la primera figura de la máxima potencia hasta ahora, Trump, una personalidad que solo se puede describir como la de un gambler y un tahúr de una cantina del medio oeste, de donde se amasara por cierto la fortuna de la familia, adicto como buena parte de la sociedad norteamericana a la segunda enmienda, esto es al interés prioritario de la Asociación Nacional de Rifle por mantener la libertad del porte de armas.

Para poner un punto de comparación, y recurriendo de nuevo a las variaciones de nuestros mapas geopolíticos, basta mencionar la transición de la retórica de los presidentes gramáticos a la propia de la gravitación económica, tal como fuera escenificada en Colombia por el último de los retóricos latinistas, el admirable conservador Marco Fidel Suárez, quien ejerciera la presidencia entre 1918 y 1921, defenestrado del “Palacio” por esas amalgamas tan bizarras pero tan propias de Colombia entre el conservatismo más rancio personificado en Laureano Gómez y la avanzada ola de socialistas con los primeros brotes del partido comunista.

Como advertirá el lector, tomo partido aquí por el esplendoroso bastardo de Bello, no sin aludir a conceptos anacrónicos de los prejuicios sociales —hijos legítimos contra hijos bastardos—, en forma irónica porque no olvido que en la definición platónica y socrática expuesta por Diotima en El Banquete, el amor —y de eso sabía Marco Fidel Suárez, amor a la patria, amor a la lengua, amor a la herencia humanista latina—, era el hijo bastardo de Poro, alegoría de la riqueza y de Penía, una mujer indigente.

Como fuere, el caso es que la expresión respice polum, acuñada por el autor de Los sueños de Luciano Pulgar, pasó a definir el norte inequívoco de la brújula geopolítica de Colombia desde entonces, pese a que para ser exactos la sentencia latina dice que hay que mirar al polo, pero como hay dos —el norte y el sur—, termina siendo cómico el dicho porque el acto consecuente con la traducción literal significaría una especie de estrabismo, ya que unos mirarían para arriba y otros para abajo, defecto salvado empero cuando se especifica que se trata de mirar a la estrella polar del norte. Pero este lapsus del bautismo del dicho denota dos asuntos que trascienden la gramática y afectan la sinapsis de la comprensión global de nuestros tiempos históricos y de nuestro espacio cartográfico.

El primero, la rigidez de la política exterior durante el siglo XX, porque definió un extraño síndrome de mantenerse la víctima —Colombia—, atada al victimario —el país del norte usurpador del territorio del canal—: el problema de una mirada mal adherida a quien causó la pérdida del istmo. Como si la misma mano que empuñó el gran garrote fuera indispensable para mantenernos seguros en nuestra fragilidad como Estado. Es como la esclava que, impotente para sacudirse del yugo del amo, se propone seducirlo, algo que entraña cierto encanto pero que devela una humillación asumida y que por cierto se manifestará en el tratamiento unilateral del tema de la droga, examinado solo desde el ángulo de la producción y no, como se debiera también, desde la perspectiva de la responsabilidad de consumos desbordados, carta que se usaba en un tiempo pero que por la fuerza del Imperio dejó de esgrimirse. El segundo efecto de larga consecuencia de la segregación del territorio panameño ha sido el olvido de la dimensión de todo el litoral pacífico, no solo del amputado istmo, sino de su prolongación hacia el sur, como lo pone de manifiesto Ricardo Mosquera Mesa en su libro, cuando se permite el lirismo al evocar canciones del clásico Petronio para sorprenderse por la contrahechura significada en las cifras de retorno que dejan los puertos indolentes frente a lo írrito de las participaciones locales1.

La doctrina del latinajo de Suárez perduró hasta que Alfonso López Michelsen adhirió al Frente Nacional, con su participación en el gobierno de Lleras Restrepo y en particular en la constituyente de 1968. Entonces y con mayor razón en su gobierno enunció la doctrina del respice simila, “mira a los semejantes”, como quien dice tender la vista horizontal hacia el sur, pese a que también pretendiera que fuéramos el Japón de Suramérica. Algo a la postre muy cómico como descubrirá el lector por sí mismo al repasar en el libro de Ricardo Mosquera Mesa la consistencia y seriedad de las cifras de evolución económica del Japón, la tercera economía del mundo por su PIB y como acaso sonría el avisado al pasar la película y descubrir que en un sentido bufonesco —que suele ser por desgracia nuestra más recurrente puesta en escena—, Fujimori remedaría al emperador japonés en el Perú para terminar reemplazando el kimono por el uniforme a rayas de los presos. Porque así como se dice de ciertas historias que una vez son tragedia y repetidas resultan comedias, así aquello que solemos copiar con un mimetismo exagerado termina siendo una mascarada carnavalesca, como ocurre por ejemplo con los besamanos republicanos.

¿Qué variaciones magnéticas llevaron a que la fija brújula del respice polum, así fuera un latinajo mal avenido por su ambigüedad, haya terminado en los años sesentas casi como una veleta girando a la loca de un lado al otro con ese respice similia donde caben desde libios a sauditas, congoleños y mauritanos, zelandeses e indonesios y todas las variantes de la mal llamada Raza Cósmica según el apelativo de Vasconcelos? En lo cual el avisado amanuense memorialista que soy, descubre no poca picardía de López Michelsen con destino a calmar a sus amigos camaradas: una floritura y ficción de la política exterior diseñada en buena medida y en forma no poco ladina para ganar despistados adeptos dentro del país, como ya lo enseñara en México el PRI y, como ya lo había ensayado el pese a todo gran líder en su experimento del Movimiento Revolucionario de los Trabajadores: las usuales poses y venias socialistas para tornar pasables gobiernos indolentes frente a la desventura del campo, como sucediera con el Pacto de Chicoral para dar vuelta atrás a los muy tímidos impulsos de reforma agraria. Manes de la llamada gobernabilidad.

Más serio que los lemas del respice polum o del respice simila, es servirse de una figura del gran novelista colombiano Luis Fayad con un título que vale un potosí: La caída de los puntos cardinales. El formidable narrador bogotano, de ascendencia libanesa y residente en Berlín, narra allí el viaje de una familia libanesa a Suramérica que, por no pocos azares, desemboca de tumbo en tumbo en Colombia del litoral caribe a la capital.

Con el “nadadito de perro” de la áurea medianía, el país logró domesticar una migración sirio-libanesa, mal llamada turca, proveniente de la caída del Imperio otomano en el primer tercio del siglo antepasado. Algo interesante porque el país no ha sido un gran receptor de migrantes, como ahora de Venezuela, pero también porque esa población domesticada domesticó en un sentido árabe, bueno y malo, al domesticador nacional. Me refiero sin ir más allá, a esa extensión del crédito y del bazar del medio oriente a la política como creación de clientelas, cuyo arquetipo fuera Turbay Ayala, quien procedía en políticas como el vendedor de telas de puerta en puerta. Pero en sentido positivo, hay que admitir con quitada de sombrero dos bondades que no se han advertido: primera, el traspaso de buena parte del excedente de la bonanza cafetera del núcleo andino al país caribe y al país de las llanuras cálidas en el gobierno de Turbay Ayala entre 1978 y 1982, operación articulada sin duda a la expansión de las clientelas, pero también decisiva para integrar físicamente a un país hasta entonces muy enclavado en el triángulo cafetero: significa mucho orgullo reconocer que en este diseño cumplió un papel estratégico un ingeniero egresado de la Universidad Nacional, José Fernando Isaza, con un temperamento tan parecido al de Ricardo Mosquera Mesa. Y si traigo a cuento esta paradoja es para demostrar que los procesos históricos no son tan lineales como la caricatura política los reduce.

Y la segunda virtud de la influencia del carácter sirio-libanés fue moldear la negociación de filigrana del delicado asunto de la toma de rehenes en la Embajada de la República Dominicana, como propia de un bazar del Medio Oriente o de un trueque complejo en una jaima en medio del desierto. De haberse preservado este modelo, otra habría sido la suerte del conflicto en el edificio de la Justicia, pero de antemano ha debido ser claro para los atrevidos asaltantes que la situación política tornaba absolutamente imposible esta salida.

Pareciera que en esta presentación me estoy yendo como dicen por las ramas, pero no hay tal, así no fuera más que por el hecho de que al mencionar la novela de Luis Fayad es inevitable pensar en su hermano, Ramón Fayad, el físico de la Universidad Nacional, pero también en dos grandes rectores de la época de Turbay Ayala, a quienes habría que rendir honor porque antes que Ricardo Mosquera, Marco Palacios y Fernando Sánchez Torres contribuyeron a salvar a la Universidad Nacional en esos apocalípticos años 70, cuando estuvo a punto de ser liquidada en el periodo que con sorna califiqué en mis diarios como la época de la dinastía de los tres Luises: Luis el Cruel (Luis Duque Gómez), Luis el Demagogo (Luis Carlos Pérez) y Luis el Indiferente (Luis Eduardo Mesa Velásquez): me refiero a Emilio Ajure y a Ramsés Hakim2. Aquella fue una época que por cierto estuvo muy sobre determinada por el M-19 desde 1973 hasta la Constitución de 1991, y en la cual figuró en altos rangos de las filas de tal movimiento un primo de los dos hermanos Fayad: Álvaro Fayad, ultimado en una operación de la inteligencia del Ejército en 1986 en un barrio aledaño a la Universidad Nacional.

Pero es que considero que en este desgarramiento de una misma familia entre un líder revolucionario y dos primos dedicados el uno a la investigación científica y el otro a la creación literaria, se patenta la crisis nacional por lo que el amigo Luis Fayad denomina en su novela La caída de los puntos cardinales: una caída que por supuesto no quiere decir que no haya norte o sur ni oriente u occidente, sino que los mapas geopolíticos y culturales pierden en momentos de crisis su determinismo antiguo por reconfigurar grado a grado nuevas coordenadas con unas combinaciones inéditas de latitudes y de longitudes, en el caso espacial o de figuras inéditas como ordenamientos simbólicos.

Lo crucial en estas mutaciones radicales de los mapas mentales y físicos consiste en que a falta de su intelección todo se torna errático y confuso, como si la acción procediera según las directrices de una veleta y no de una rosa de los vientos adosada a una brújula, no por azar inventada por los chinos: quiere decir que toda la acción y la previsión se tornan caprichosas, pues nada hay más variable que las orientaciones del viento, aunque precisamente la figura de la rosa náutica o rosa de los vientos se creó para ofrecer mediante tendencias estadísticas las probabilidades de que los flujos atmosféricos se orienten en una u otra dirección. Nuestra orientación histórica tan errática pareciera haber sido servida en muchas ocasiones más por un ringlete que por una veleta o por una brújula sapiente.

El asunto se puede ilustrar con un repaso muy somero de las líneas directrices del libro de Ricardo Mosquera Mesa. Confieso que yo lo leí como si fuera una historia de detectives. O como si el autor, el querido Ricardo Mosquera, entretuviera al lector sin decirle ni proponerle nada mediante el sencillo despliegue de un juego que semejaría en su complejidad al armado de un cubo de Rubik de una dimensión mayor a las habituales. A diferencia del anterior libro, en este Ricardo se concentra en un periodo más breve, digamos en general las últimas tres o cuatro décadas, siempre con su cursor puesto en un preciso punto de inflexión, la depresión mundial de 2008-2009, y como en la exposición evita lo que podría ser el sesgo de la Guerra Fría de confrontar de modo simple a los Estados Unidos con China, con toda razón insiste en describir, comparar y argumentar en función de los bloques económicos, así de este modo salen a la luz dos tendencias muy claras: la primera es la consistencia del rumbo estratégico de China desde que pasados los conflictos provocados por el errático timonel de la Revolución Cultural se asumiera la directriz de Den Xiao Ping: asimilar y apropiarse lo mejor del capitalismo occidental dentro de los marcos de un Estado socialista. Considérese que apenas cuatro décadas separan el presente cuando China ocupa ya el segundo lugar de la economía mundial luego de aquel momento de inflexión. Son las mismas décadas en las cuales nosotros en Colombia no hemos podido salir de nuestros demonios republicanos: violencias y corrupción, ausencia de propósito de transformación radical de nuestra inserción en el mundo mediante acuerdos básicos en justicia, equidad, ciencia y tecnología, transformación del campo y transparencia en el uso de recursos públicos.

Desde 1979, con la Reforma y la Apertura caracterizadas como “Socialismo con características chinas” de Deng Xiaoping, el pragmatismo chino con reglas claras comenzó a cobrar importancia en el escenario económico mundial, después en los años 90 del siglo pasado China ya era conocida como fabricante de productos baratos, como camisetas y juguetes, lo que obligó a las fábricas de otros países a cortar sus gastos a fin de igualar sus precios, o de lo contrario quedaban fuera de la competencia. A medida que el nuevo milenio nacía, Estados Unidos seguía siendo la principal potencia comercial del mundo, cuya competencia principal era la Unión Europea, pero no un país por sí solo. Sin embargo, entre 2000 y 2008, las importaciones de China aumentaron 403 % y sus exportaciones 474 %, impulsadas en parte a su ingreso en la Organización Mundial del Comercio y sus gestiones para producir bienes de mayor calidad. China ahora es la segunda economía del mundo y con 2,3 billones de dólares (2017), es el principal exportador de aparatos electrónicos, maquinaria y textiles del mundo. No obstante, su principal socio comercial son los Estados Unidos (19 %), seguido de Hong Kong (11,98 %), Japón, Corea de Sur y Alemania.

Ahora bien, el segundo rasgo de la sorprendente evolución china que explica por qué Estados Unidos ya ha perdido el pulso con China y tenderá a perderlo en el futuro con mayor razón —que por lo demás muestra lo errático de los palos de ciego de la potencia en su desespero por perder poco a poco la supremacía—, consiste en que mientras China acrece su poder con alianzas con distintos socios, en cambio Estados Unidos por la pretensión arrogante de su lema American First, mantiene peleas casadas a diestra y siniestra: México y Centroamérica, la Comunidad Económica Europea, China y los países de Oriente, Venezuela, Colombia en momentos y América Latina, Cuba y el Caribe.

Es como si la potencia no pudiera desprenderse de su tradición belicosa y, con la pretensión anacrónica de retomar la primacía perdida, perdiera aliados sin ganar otros significativos, como ahora se avista con la frágil alianza de una Inglaterra desasida de Europa, abandonada a la soledad del Brexit, y con graves problemas de ajuste con Irlanda. En tanto que China y con ella Rusia proceden como si en el tablado geopolítico desplegaran sus famosas matrioskas y cajas chinas, en el caso de China con la participación de China en el Asean+3 desde 1996 y su ampliación posterior como Asean+6 con un fabuloso mercado de 3000 millones de habitantes. Más su calado creciente en un tejido de filigrana en África y en América Latina y el Caribe.

A Colombia le convendría tener el libro de Ricardo Mosquera Mesa en su cabecera, para dormir y despertar con mayor sabiduría gracias a sus avisos. Para ser más consistente que lo mostrado como una comedia de equívocos en la reciente visita del presidente Duque a China del 29 de julio de 2019. Por cierto, muy necesaria: ¿quién diría que no? Incluso se hubiera podido arropar en dos famosos lemas. El primero, el del Rey Enrique IV de Francia en la segunda mitad del siglo XVI, quien para acceder al poder real francés debiendo convertirse por fuerza al catolicismo, siendo protestante, pronunció una frase magistral: París bien vale una misa. Que traducida a la ocasión significaría algo así como “el comercio chino bien vale muchas venias a la revolución china”, esto por la feroz réplica de miembros del partido del poder, entre ellos de modo explícito Fernando Londoño, al ritual diplomático de depositar una ofrenda floral en el memorial chino consagrado a los combatientes muertos en la revolución de Independencia, pero también por la burla de los opositores de izquierda que zahieren el acto al recordar que todavía hay combatientes guerrilleros colombianos del epl que, de modo supuesto, se alinderan con la gesta del maoismo, y no menos de unos y otros por la evidencia de que China es un soporte de Maduro y por tanto desestima las aspiraciones cada vez más opacas de un gris Guaidó a hacerse con el poder.

Se diría justificada la visita por el interés de aumentar el comercio. Un socarrón preguntaría: ¿de cuántos guacales de aguacate estamos hablando? Pues como lo registra muy bien Ricardo Mosquera Mesa en el gráfico número 51, de la inversión extranjera directa china en América Latina, entre 2001 y 2016 que fue de cerca de 90 000 millones de dólares, la destinada a Colombia, que figura de penúltimo lugar entre 14 países, apenas cuenta con un rubro marginal de USD 1 852, que se compara muy por debajo de los USD 54 859 millones de Brasil, primer lugar de destino de la inversión.

Si se va a hablar de economía política y de comercio exterior, habrá que recordar la frase que tenían como lema los asesores de Clinton en la campaña por la presidencia:

It is the economy, asshole.

Es la economía, no seamos tan ingenuos.

De ahí que, en la parte final del libro, Ricardo Mosquera Mesa vuelva a un clamor que ya es en su serie de libros y de políticas públicas un ritornelo tozudo: sin investigación científica y desarrollo quedaremos como decía Salvador Camacho Roldán; rezagados y medio muertos en la carrera por la supervivencia entre las naciones.

El querido amigo es muy prudente en sus juicios. Jamás aventura un denuesto. Ojalá todos tuviéramos tal temple. Por mi parte, adentrado como estoy en los portales de mi tiempo, es decir en los umbrales de la verdad, no dejo de manifestar muchas preocupaciones ante los nuevos entusiasmos que despiertan en algunos la convocatoria a otra Comisión de Sabios y el anuncio de la creación de un Ministerio de Ciencia y Tecnología.

Al repasar tantos volúmenes de la primera misión de Sabios y otros de misiones paralelas, como la de Ciencia y Tecnología dirigida con gran tino por el colega y amigo común de Ricardo y mi persona, Gabriel Misas a finales de los 80, o la Misión de Modernización de la Universidad Pública a mediados de los 90, uno se pregunta: ¿qué quedó de todo aquello salvo papel impreso? Yo me avergüenzo cuando recuerdo que en el Plan de Cambio con Equidad fijamos una meta de inversión en ciencia y tecnología de 0.4 % del PIB, algo de lo cual estamos todavía bien lejos y ello a distancia de poco más o menos los mismos años que le ha tomado a China elevar dicha inversión a un poco más del 2 %. En cuanto al Ministerio de Ciencia y Tecnología, mucho me temo que sirva como fetiche, tal como creo que ocurrió con la flamante creación del Ministerio de Cultura. O que se sume a la preocupación expresada por Ricardo de la tendencia al aumento de los gastos corrientes en detrimento de los dineros de inversión, más ahora cuando el Departamento Nacional de Planeación corre el riesgo de convertirse en una dependencia de caja menor del Ministerio de Hacienda.

¿No son todos estos rituales los que nos han separado de ese nuevo orden mundial que amanece en la potencia de China urdido en tan solo cuarenta años, más la tragicomedia de las violencias de distintos signos que a nombre del orden o de la revolución nos hacen rondar en torno a los desastres?

Es el sentido que me ha llevado en un rapto de honradez a titular estas divagaciones con aquello que propone una lectura seria del libro del querido amigo Ricardo Mosquera Mesa: Es la economía, no seamos tan ilusos.

Gabriel Restrepo

Escritor y sociólogo

Seminario San José Obrero, municipio de Arauquita,

24 a 28 de agosto de 2019

Colombia frente a los escenarios del pacífico

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