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Cristo No Es el Apellido de Jesús
“En el principio creó Dios los cielos y
la tierra. Y la tierra estaba desordenada
y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el
Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas. Y Dios
dijo: sea la luz; y fue la luz”
—Génesis 1:1-3
A través de las 30.000 variedades aproximadas de cristiandad, los creyentes aman a Jesús y (por lo menos en teoría) parecen no tener problemas aceptando su completa humanidad y su completa divinidad. Muchos expresan una relación personal con Jesús —tal vez un destello de inspiración de su íntima presencia en sus vidas, tal vez miedo a su juicio o ira. Otros confían en su compasión, y a menudo lo ven como una justificación para sus visiones del mundo y políticas. Pero ¿cómo podría la noción de Cristo cambiar toda la ecuación? ¿Es Cristo el apellido de Jesús? ¿O es un título revelador que requiere toda nuestra atención? ¿Qué significa en las escrituras cuando Pedro dice, la primera vez que se dirige a las multitudes después de Pentecostés, que “Dios ha hecho a este Jesús… tanto Señor como Cristo” (Hechos 2:36)? ¿No fueron siempre uno y el mismo, comenzando en el nacimiento de Jesús?
Para contestar estas cuestiones, debemos regresar y preguntar: ¿Qué tramaba Dios en esos primeros momentos de creación? ¿Era Dios totalmente invisible antes de que comenzara el universo? ¿O acaso hay tal cosa como un “antes”? ¿Por qué creó Dios algo en absoluto? ¿Cuál fue el propósito de Dios al crear? ¿Es el universo mismo eterno? ¿O es el universo una creación en el tiempo como lo conocemos —como Jesús mismo?
Admitamos que probablemente nunca sabremos el “cómo” o ni tampoco el “cuándo” de la creación. Pero la pregunta que la religión trata de contestar es principalmente el “porqué”. ¿Hay alguna evidencia del “porqué” Dios creó los cielos y la tierra? ¿Qué tramaba Dios? ¿Había alguna intención o meta divina? ¿O siquiera necesitamos un “Dios” creador para explicar el universo?
La mayoría de las antiguas tradiciones que existen hasta hoy han ofrecido explicaciones, y usualmente dicen algo así: Todo lo que existe en forma material es la descendencia de alguna Fuente Primaria, que originalmente existía solo como Espíritu. Esta Infinita Fuente Primaria de alguna manera se vertió a sí misma en formas finitas, visibles, creando todo, desde rocas hasta agua, plantas organismos, animales, y seres humanos —todo lo que vemos con nuestros ojos. Esta auto-divulgación de quien sea que llames Dios en la creación física fue la primera Encarnación (el término general para cualquier encarnación del espíritu), mucho antes de la segunda y personal encarnación que los cristianos creen que sucedió con Jesús. Para poner esta idea en idioma franciscano, la creación es la Primera Biblia, y existió por 13.7 billones de años antes que la segunda biblia fuera escrita.1
Cuando los cristianos escucharon la palabra “encarnación” la mayoría de nosotros pensamos en el nacimiento de Jesús, que personalmente demostró la unidad radical de Dios para con la humanidad. Pero en este libro quiero sugerir que la primera encarnación fue el momento descripto en Génesis 1, cuando Dios se integró en unidad con el universo físico y se convirtió en la luz dentro de todas las cosas. (Esto, creo, es el porqué la luz es el tema del primer día de creación, y su velocidad es ahora reconocida como una constante universal). La encarnación, entonces, no es solamente “Dios volviéndose Jesús”. Es un evento mucho más amplio, que es el porqué Juan describe a la presencia de Dios primeramente en la palabra general “carne” (Juan 1:14). Juan está hablando del Cristo ubicuo que Carryl Houselander encontró tan vívidamente.
Todo lo visible, sin excepción, es el flujo de Dios. ¿Qué más puede ser? Cristo es la palabra para el Modelo Primordial (“Logos”) a través de quien “todas las cosas vinieron a la existencia, y ni una cosa tiene su ser sino a través de él” (Juan 1:3). Verlo de esta manera ha re-enmarcado, re-energizado y ampliado mis propias creencias religiosas, y creo que podría ser la contribución distintiva del cristianismo entre las otras religiones del mundo2.
Si puedes pasar por alto cómo Juan usa un pronombre masculino para describir algo que está claramente más allá del género, puedes ver que nos está dando una cosmología sagrada en su Prólogo (1:1-18), y no solo una teología. Mucho antes que la encarnación personal de Jesús, Cristo estaba profundamente embebido en todas las cosas —¡como todas las cosas! Las primeras líneas de la Biblia dicen que “el Espíritu de Dios revoloteaba sobre las aguas”, o “sobre el vacío sin forma” e inmediatamente el universo material se hizo totalmente visible en sus profundidades y significado (Génesis 1:1). El tiempo, obviamente, no tiene sentido en este punto. El Misterio de Cristo es el intento del Nuevo Testamento para nombrar esta visibilidad o habilidad-para-ver que ocurrió en el primer día.
Recuerden, la luz no es tanto lo que ves directamente, como aquello por lo cual ves todo lo demás. Esto es porque en el Evangelio de Juan, Jesucristo realiza la casi jactanciosa declaración “Yo soy la Luz del mundo” (Juan 8:12). Jesucristo es la amalgama de materia y espíritu puestas juntas en un lugar, para que nosotros mismos la pongamos juntas en todo lugar, y disfrutemos las cosas en su plenitud. Incluso nos puede habilitar a ver como Dios ve, si esto no es esperar demasiado.
Los científicos han descubierto que lo que el ojo humano ve como oscuridad en realidad está lleno de partículas diminutas llamadas neutrinos, astillas de luz que pasan a través del universo entero. Aparentemente no hay tal cosa como la oscuridad total por ningún lado, por más que el ojo humano así lo piense. El evangelio de Juan estaba más acertado de lo que pensábamos cuando describe a Cristo como “una luz que la oscuridad no puede vencer” (1:5). Saber que la luz interna de las cosas no puede ser eliminada o destruida es profundamente esperanzador. Y como si no fuera suficiente, la elección de Juan al poner un verbo activo (“La luz verdadera... estaba viniendo al mundo”, 1:9), nos muestra que el Misterio de Cristo no es un evento de una única vez, sino un proceso incesante a través del tiempo —tan constante como la luz que llena al universo. Y “Dios vio que la luz era buena” (Génesis 1:3). ¡Aférrate a eso!
Pero el simbolismo se profundiza y estrecha. Los cristianos creen que esta presencia universal nació más tarde “de una mujer bajo la ley” (Gálatas 4:4), en un momento del tiempo cronológico. Este es un gran salto de fe cristiana, que no todos están dispuestos a hacer. Atrevidamente creemos que la presencia de Dios fue vertida en un solo ser humano, para que lo humano y lo divino puedan ser vistos operando como un en él —¡y por lo tanto en nosotros! Pero en vez de decir que Dios vino al mundo a través de Jesús, tal vez sería mejor decir que Jesús salió de un mundo ya empapado de Cristo. La segunda encarnación fluyó de la primera, de la unión amorosa de Dios con la creación física. Si eso te sigue sonando extraño, confía un poco en mí. Te prometo que solo va a profundizar y ampliar tu fe tanto en Jesús como en el Cristo. Este es un re-encuadre importante de quién podría ser Dios y de lo que este Dios está haciendo, un Dios del que podríamos necesitar si queremos hallar una respuesta mejor a la pregunta que abrió este capítulo.
Mi punto es este: Cuando sé que el mundo a mi alrededor es tanto el escondite como la revelación de Dios, ya no puedo hacer una distinción significativa entre lo natural y lo sobrenatural, entre lo santo y lo profano. (Una “voz” divina se lo dejó exactamente en claro a un Pedro muy resistente en Hechos 10). Todo lo que sé y veo es, en efecto, un “uni-verso”, girando alrededor de un centro coherente. Esta presencia divina busca conexión y comunicación, no separación ni división —excepto por el bien de una unión futura más profunda.
¡Esto cambia la forma en que camino por el mundo, en cómo encuentro a cada persona que veo a lo largo del día! Es como si todo lo que pareciera decepcionante y “caído”, todos los retrocesos principales contra el flujo de la historia, ahora pueden ser vistos como un solo movimiento, encantador y usado por el amor de Dios. De alguna manera todo aquello debe ser utilizable y lleno de potencia, incluso las cosas que parecen traiciones o crucifixiones. ¿Por qué otro motivo o cómo más podríamos amar a este mundo? Nada, ni nadie, tiene que ser excluido.
Esta clase de integridad que estoy describiendo es algo que nuestro mundo postmoderno ya no disfruta, e incluso niega vigorosamente. Siempre me pregunto por qué, después del triunfo del racionalismo en la Ilustración, preferimos tal incoherencia. Pensé que habíamos acordado que la coherencia, el patrón y algún significado final eran buenos. Pero los intelectuales del último siglo han negado la existencia y el poder de tal asombrosa integridad —y en el cristianismo, hemos cometido el error de limitar la presencia del Creador a una sola manifestación humana, Jesús. Las implicaciones de nuestra gran vista selectiva han sido masivamente destructivas para la historia y la humanidad. La creación fue considerada como profana, un accidente lindo, un mero telón de fondo para el drama real de la preocupación de Dios —que somos, siempre y únicamente, nosotros. (¡O más problemático incluso, él!) Es imposible hacer sentir sagrados a individuos dentro de un universo profano, vacío o accidental. Esta manera de ver nos hace sentir separados y competitivos, luchando para ser superiores en vez de sentirnos profundamente conectados, buscando círculos de unión cada vez más amplios.
Pero Dios ama las cosas convirtiéndose en ellas.
Dios ama las cosas uniéndose con ellas, no excluyéndolas.
A través del acto de creación Dios manifiesta la Presencia Divina eternamente desbordante dentro del mundo físico y material3. La materia ordinaria es el escondite del Espíritu, y, por consiguiente, el mismísimo Cuerpo de Dios. Honestamente ¿qué más podría ser, si creemos —como lo hacen judíos ortodoxos, cristianos y musulmanes— que “un Dios creó todas las cosas”? Desde el mismísimo principio de los tiempos, el Espíritu de Dios ha estado revelando su gloria y bondad a través de la creación física. Muchos de los salmos afirman esto ya, diciendo: “ríos aplaudiendo sus manos” y “montañas cantando de gozo”. Cuando Pablo escribe “Hay solo un Cristo. Él es todo y él está en todo” (Colosenses 3:11), ¿era un panteísta ingenuo, o realmente entendía la implicación completa de la Encarnación del Evangelio?
Dios parece haber elegido manifestar lo invisible en lo que nosotros llamamos lo “visible”, para que todas las cosas visibles sean la revelación de la energía espiritual difusiva e inagotable de Dios. Una vez que una persona reconoce esto, es difícil estar solo en el mundo otra vez.
Un Dios Universal y Personal
Numerosas Escrituras dejan muy en claro que este Cristo ha existido “desde el principio” (siendo las principales fuentes: Juan 1:1-18, Colosenses 1:15-20 y Efesios 1:3-14), así que el Cristo no puede ser colindante con Jesús. Pero al adjuntarle la palabra “Cristo” a Jesús como si este fuera su apellido, en vez de un medio por el cual la presencia de Dios ha encantado toda la materia a lo largo de toda la historia, los cristianos se volvieron bastante blandos en su pensar. Nuestra fe se volvió una teología competitiva con variadas y parroquiales teorías de la salvación, en vez de una cosmología universal dentro de la cual todos pueden vivir con una dignidad inherente.
Ahora, tal vez más que nunca, necesitamos a un Dios tan grande como el universo en expansión, o las personas educadas van a continuar pensando un Dios de mera añadidura a un mundo que ya en sí mismo es increíble, hermoso y digno de adorar. Si Jesús no es presentado de igual manera como Cristo, predigo que no va a ser tanta la gente que se revelará activamente contra el cristianismo como la que simplemente perderá interés en él gradualmente. Muchos investigadores, biólogos y trabajadores sociales han honrado el Misterio de Cristo sin necesidad alguna de lenguaje cristiano específico. Lo Divino parece nunca estar muy preocupado o preocupada porque entendamos su nombre correctamente (ver Éxodo 3:14). Como Jesús mismo dice: “No les crean a los que dicen ‘Señor, Señor’” (Mateo 7:21, Lucas 6:46, itálica añadida). Él dice que aquellos que “hacen el bien” es lo que importa, no aquellos que “lo dicen bien”. Sin embargo la ortodoxia verbal ha sido la preocupación cristiana, e incluso, en determinadas épocas, permitiéndonos quemar personas en la hoguera por no “decirlo bien”.
Esto es lo que pasa cuando solamente nos enfocamos en un Jesús exclusivo, en tener una “relación personal” con él, y en lo que él puede hacer para salvarte a ti y a mí de algún tormento de fuego eterno. En los primeros dos mil años de cristiandad enmarcamos nuestra fe en términos de un problema y una amenaza. Pero si crees que el propósito principal de Jesús es proveer los medios de una salvación personal e individual, es muy fácil pensar que él tenga algo qué ver con la historia humana —con la guerra o la injusticia, o la destrucción de la naturaleza, o nada que contradiga los deseos de nuestro ego o nuestros sesgos culturales. Terminamos esparciendo nuestras culturas nacionales bajo la rúbrica de Jesús, en vez de ser un mensaje de liberación universal bajo el nombre de Cristo.
Sin tener un sentido de lo inherentemente sacro del mundo —de cada poquitito de vida y muerte— lucharemos por ver a Dios en nuestra propia realidad, y mucho menos podremos respetar la realidad, protegerla o amarla. Las consecuencias de esta ignorancia están alrededor nuestro, miren el modo en que explotamos y dañamos a nuestros queridos seres humanos, animales, la red de cosas en crecimiento, la tierra, las aguas, y el aire mismo. Hizo falta llegar al siglo XXI para que un papa dijera esto claramente, en la Laudato Si, el documento profético del papa Francisco. Puede que no sea tarde, y puede que la brecha innecesaria entre la visión práctica (ciencia) y la visión holística (religión) se supere por completo. Todavía se necesitan.
Lo que estoy llamando una cosmovisión encarnacional en este libro es un profundo reconocimiento de la presencia de lo divino en literalmente “cada cosa” y “cada persona”. Es la clave para la salud mental y física, así como para el contentamiento y la felicidad. Una cosmovisión encarnacional es el único camino que puede reconciliar nuestros mundos internos con los externos, unidad dentro de la diversidad, lo físico con lo espiritual, lo individual con lo corporativo, y lo divino con lo humano.
A principios del segundo siglo, la iglesia empezó a llamarse a sí misma “católica”, o sea, universal, al reconocer su propio carácter y mensaje universal. Solo después lo “católico” fue circunscripto por la palabra “Romano” mientras la iglesia perdía el sentido de entregar un mensaje indiviso e inclusivo. Luego, después de toda una necesaria Reforma en 1517, solo nos seguimos dividiendo en fractales cada vez más pequeños y competitivos. Pablo ya nos había advertido en Corintios acerca de esto, haciendo la pregunta en la que debimos habernos detenido en nuestra senda: “¿Acaso está dividido Cristo?” (1 Corintios 1:12). Pero hemos hechos bastantes divisiones a lo largo de los años desde que estas palabras fueron escritas.
El cristianismo se volvió exclusivista, por decirlo suavemente. Pero no hace falta que permanezca ahí. El verdadero salto de fe cristiana es confiar que Jesús junto con Cristo nos dieron una ventana humana aunque totalmente precisa hacia el Ahora Eterno que llamamos Dios (Juan 8:58, Colosenses 1:15, Hebreos 1:3, 2 Pedro 3:8). Este es un salto de fe que muchos creen haber hecho cuando dijeron: “¡Jesús es Dios! Pero hablando estrictamente, esas palabras no son correctas teológicamente.
Cristo es Dios, y Jesús es la manifestación histórica de Cristo en el tiempo.
Jesús es un Tercer Alguien, no solo Dios u hombre, sino Dios y el humano juntos.
Tal es el mensaje único y central del cristianismo, y tiene implicaciones teológicas, psicológicas y políticas masivas —y muy buenas. Pero si no podemos unir estos dos aparentes opuestos de Dios y los humanos en Cristo, usualmente no podemos ponerlos juntos en nosotros mismos, o en el resto del universo físico. Ese ha sido nuestro mayor callejón sin salida hasta ahora. Se suponía que Jesús era el descifrador de códigos, pero sin unificarlo a él con Cristo, perdimos la centralidad de lo que el cristianismo podría haber sido.
Un Dios meramente personal se vuelve tribal y sentimental, y un Dios meramente universal nunca abandona la esfera de la teoría abstracta y los principios filosóficos. Pero cuando aprendemos a ponerlos juntos, Jesús y Cristo nos dan un Dios que es tanto personal como universal. El Misterio de Cristo unge toda la materia física con propósito eterno desde el principio. (No nos debería sorprender que la palabra que traducimos Cristo del griego al hebreo sea mesach, que significa “el ungido”, o Mesías. ¡Él revela que todo está ungido!). Muchos todavía están orando y esperando por algo que ya se nos ha dado tres veces: primero en la creación; segundo en Jesús, “para que lo podamos escuchar, verlo con nuestros ojos, mirarlo y tocarlo con nuestras manos, la Palabra quien es la vida” (1 Juan 1:2); y tercero, en el comunidad de amor siempre en desarrollo (que los cristianos llamamos Cuerpo de Cristo), que lentamente está evolucionando a lo largo de toda la historia de la humanidad (Romanos (8:18ss). Todavía estamos en el Fluir.
Incluso me pregunto, dada nuestra evolución de la conciencia actual, especialmente al acceso histórico y tecnológico que tenemos ahora de “todo el cuadro”, si una persona sincera puede tener una relación personal con Dios sana y santa —si ese Dios no los conecta asimismo a lo universal. Un Dios personal no puede significar un Dios más pequeño, ni tampoco Dios te puede achicar —si tal cosa pasara, no sería Dios.
¡Irónicamente, millones de los mismos devotos que están esperando “la Segunda Venida” en gran se han perdido la primera —y la tercera! Lo diré de nuevo: Dios ama a las cosas convirtiéndose en ellas. Y como recién vimos, así lo hizo Dios en la creación del universo y en Jesús, y continúa haciéndolo en el desarrollo del Cuerpo de Cristo (1 Corintios 12:12ss) e incluso en elementos simples como el pan y el vino. Tristemente, tenemos toda una sección del cristianismo que está buscando —incluso orando— por una salida del desarrollo de la creación de Dios hacia algún tipo de Armagedón o Rapto. ¡Hablando de perder el punto! Las mentiras más efectivas usualmente son las más grandes.
El Misterio de Cristo en evolución, que abarca todo el universo, en el que todos participamos, es el tema de este libro. Jesús es un mapa para el nivel de vida personal y limitado en el tiempo, y Cristo es el modelo para todo el tiempo, el espacio, y para la vida misma. Ambos revelan el patrón universal de vaciamiento propio y rellenado (Cristo) y muerte y resurrección (Jesús), que es el proceso que hemos llamado “santidad”, “salvación”, o simplemente “crecimiento”, en diferentes momentos de nuestra historia. Para los cristianos este patrón universal imita perfectamente la vida interna de la Trinidad en la teología cristiana4, que es nuestro modelo de cómo se despliega la realidad, desde que todas las cosas fueron creadas “a imagen y semejanza” de Dios (Génesis 1:26-27).
Para mí, una verdadera comprensión del completo Misterio de Cristo es la clave para la reforma fundacional de la religión cristiana, que solo nos moverá mas allá de cualquier intento de cercar o capturar a Dios en nuestro grupo exclusivo. Como lo pone el Nuevo Testamento de manera dramática y clara: “Antes de que el mundo fue hecho, fuimos elegidos en Cristo… reclamados como propiedad de Dios, y elegidos desde los comienzos” (Efesios 1:3, 11) “para que así podamos reunir todas las cosas bajo la dirección de Cristo” (1:10). Si todo esto es verdad, tenemos las bases teológicas para una religión muy natural que incluye a todos. El problema fue resuelto desde el principio. ¡Arráncate la cabeza cristiana, sacúdela salvajemente y póntela de vuelta!
Jesús, Cristo y la Comunidad Amada
El filósofo y teólogo franciscano John Duns Scotus (1266-1308), a quien estudié por 4 años, trata de explicar esta noción cósmica y primitiva cuando escribe que “Dios quiere a Cristo antes que nada como summum opus dei, o la más grande obra suprema”5. En otras palabras, la “primera idea” y prioridad de Dios eran hacer que el Dios mismo fuera visible y compartible. La palabra usada en la Biblia para esta idea fue Logos, que se sacó de la filosofía griega y que se traduciría como los “diseños” del Patrón Primordial para la realidad. Toda la creación —no solo Jesús— es la comunidad amada, la compañera de la danza divina. Todo es el “hijo de Dios”. Sin excepciones. Cuando lo piensas ¿de qué otro modo algo podría ser? Todas las creaturas deben llevar de algún modo el ADN divino de su creador.
Desafortunadamente, la noción de fe que emergió de Occidente fue más un acuerdo racional a la verdad de ciertas creencias mentales, en lugar de una confianza calmada y esperanzadora en que Dios está inherentemente en todas las cosas, y que todo esto se dirige hacia a algún lugar bueno. Previsiblemente, pronto separamos las creencias intelectuales (que tienden a diferenciar y limitar) del amor y la esperanza (que unen y por consiguiente eternalizan). Como dice Pablo en su gran himno al amor: “Hay solo tres cosas que perduran, fe, esperanza y amor” (1 Corintios 13:13). Todo lo demás pasa.
Fe, esperanza, y amor son la mismísima naturaleza de Dios, y siendo esto así, la naturaleza de todo Ser.
Tal bondad no puede morir. (Que es lo que queremos decir cuando decimos “cielo”).
Cada una de estas Tres Grandes Virtudes siempre deben incluir a las otras dos para que sean auténticas: el amor es siempre esperanzado y fiel, la esperanza siempre es amante y fiel, y la fe siempre es amante y esperanzada. Son la mismísima naturaleza de Dios y por consiguiente de todo Ser. Tal compleción está personificada en el cosmos como Cristo, y en la historia humana como Jesús. Así que Dios no solo es amor (1 Juan 4:16) sino también absoluta fidelidad y esperanza en sí mismas. Y la energía de esta fidelidad y esperanza fluye desde el Creador hacia todos los seres creados produciendo todo crecimiento, sanación, y cada primavera.
Ninguna religión abarcará jamás las profundidades de tal fe.
Ninguna etnicidad tiene el monopolio de tal esperanza.
Ninguna nacionalidad puede controlar o limitar este Fluir de tal amor universal.
Estos son los dones ubicuos del Misterio de Cristo, escondidos adentro de todo lo que alguna vez vivió, murió, y nuevamente vivirá.
Espero que esta visión se esté volviendo más clara. Es, de cierto modo, sentido común y tan simple que es difícil de enseñar. Mayormente es una cuestión de desaprender, y aprender a confiar en tu sentido común cristiano, si me lo permites decir. Cristo es una metáfora buena y simple para la compleción absoluta, encarnación absoluta, y para la integridad de la creación. Jesús es el humano arquetípico simplemente como nosotros (Hebreos 4:15), quien nos mostró cómo podría lucir el Humano Completo si pudiéramos vivir plenamente en él (Efesios 4:12-16). Francamente, Jesús vino a mostrarnos más cómo ser humanos que cómo ser espirituales, y el proceso parece seguir estando en sus primeras etapas.
Sin Jesús, la auténtica escala y el significado de nuestra profunda humanidad es simplemente demasiado, y demasiado bueno, para que nuestras mentes ordinarias lo puedan imaginar. Pero cuando integramos a Jesús con Cristo, podemos empezar una Gran Imaginación y un Estupendo Trabajo.
1. Romanos 1:20 dice lo mismo, por si te estás preguntando cómo esta autocrítica aparece en la biblia misma.
2. Por esto es que el título para la primera parte de este libro dice muy deliberadamente “cada cosa” en vez de “todo”, porque creo que el Misterio de Cristo aplica específicamente a la cosidad, materialidad, fisicalidad. No pienso en ideas o conceptos como Cristo. Podrán bien comunicar el Misterio de Cristo, como yo trataré de hacer aquí, pero para mí “Cristo” se refiere a ideas que específicamente “se convirtieron en carne” (Juan 1:14). Ciertamente eres libre de no estar de acuerdo conmigo en eso, pero al menos sabes desde dónde estoy partiendo en mi uso de la palabra Cristo en este libro.
3. Ver tanto Romanos 8:19ss. como 1 Corintios 11:17ss. donde Pablo deja en claro, y de manera convincente para mí, su noción expansiva de la encarnación. La mayoría de nosotros nunca lo escuchamos de ese modo.
4. Para un abordaje más completo de esta noción, mira mi anterior libro The Divine Dance (New Kensington, PA: Whitaker House, 2016), que cuenta como una precuela para este libro.
5. Entrada del escocés, Enciclopedia de Teología, ed. Karl Rahner (Londres: Burns and Oates, 1975), 1548.