Читать книгу El Cristo Universal - Richard Rohr - Страница 14
ОглавлениеCUATRO
Bondad Original
La tierra está abarrotada de cielo,
Y cada arbusto corriente se incendia con Dios;
Pero solo el que ve se saca los zapatos…
—Elizabeth Barret Browing, Aurora Leigh
En el patio trasero de nuestro Centro para la Acción y la Contemplación en Nuevo México, un enorme árbol de álamo Río Grande de 150 años extiende sus nudosas ramas sobre el césped. Los nuevos visitantes se sienten atraídos hacia él inmediatamente, se quedan parados a su sombra y miran hacia arriba sus poderosas ramas. Un arbolista nos dijo una vez que el árbol podría tener una mutación que hace que los enormes troncos hagan tales vueltas y giros enrevesados. Uno se pregunta cómo se mantiene tan firmemente, y aun así podríamos decir, sin pensarlo dos veces, que el álamo es la mejor obra de arte que tenemos en el centro y su belleza asimétrica lo convierte en un espécimen perfecto para uno de los mensajes centrales de nuestra organización: La perfección divina es precisamente la habilidad para incluir lo que parece ser imperfecto. Antes de entrar a orar, trabajar o enseñar teología, su presencia gigante ya ha pronunciado un sermón silencioso sobre nosotros.
¿Has tenido alguna vez un encuentro así en la naturaleza? Quizás para ti ocurrió en un lago o en la orilla del mar, incursionando en las montañas, en un jardín escuchando el gemido de una paloma, incluso en una esquina muy transitada. Estoy convencido que cuando se recibe esta teología innata nos hace crecer, expandir y nos ilumina casi sin esfuerzo. Todas las demás conversaciones sobre Dios en comparación parecen artificiales y embriagadoras.
Las religiones nativas entendieron esto de sobra, y algunas partes de la Escritura también. (Ver Daniel 3:57-82 o Salmos 98, 104 y 108). En Job 12:7-10, y en la mayor parte de Job 38-39, Yahweh alaba a muchos animales y elementos extraños por su inherente y disponible sabiduría —los “peces del mar”, “el burro salvaje”, el “ala del avestruz”— recordándole al humano que él o ella es parte de un ecosistema mucho mayor, que ofrece lecciones en todas las direcciones. “¿Es por tu sabiduría —pregunta Dios— que el halcón se eleva y extiende sus alas al sur?” La respuesta obvia es no.
Dios no está limitado por la presunción humana de que somos el centro de todo, y que la creación realmente no demanda o necesita a Jesús (o a nosotros, si vamos al caso) para conferirle un carácter sagrado adicional. Desde el primer momento del Big Bang la naturaleza estuvo revelando la gloria y la bondad de la Presencia Divina, así que debe ser vista como un regalo gratuito y no como una necesidad. Jesús vino a vivir en medio de todo esto, a disfrutar la vida en todas sus variaciones naturales, y así ser nuestro modelo y ejemplo. Se podría decir que Jesús es el regalo que honró al regalo.
Curiosamente muchos cristianos limitan el cuidado providencial de Dios a los humanos, y muy pocos de ellos lo saben. Cuán diferentes somos de Jesús, quien extendió la generosidad divina a los gorriones, los lirios, los cuervos, los burros, las hierbas del campo (Lucas 12:22), e incluso a “los cabellos de la cabeza” (Mateo 10:29). ¡No hay un Dios tacaño aquí! (Aunque descuidó los pelos de mi cabeza). Pero, ¿qué avaricia de nuestra parte nos hizo limitar la preocupación de Dios —incluso preocupación eterna— solamente hacia nosotros? ¿Y cómo podemos imaginar que Dios se preocupa por nosotros si no cuidara de todo lo demás? Si Dios elige y reparte su cuidado, entonces siempre habrá lugar para la inseguridad y la falta de certeza a la hora de saber si estamos entre los recipientes afortunados. Pero una vez que nos damos cuenta de la Presencia generosa y creativa que existe en todas las cosas naturales podemos recibirlo como la Fuente interna de toda dignidad y merecimiento. La dignidad no se reparte a los que se la merecen. El merecimiento inherente de las cosas se fundamenta en su mismísima naturaleza y existencia.
La Gran Cadena del Ser
San Buenaventura (1221-1274) enseñó que el trabajar para amar a Dios comienza cuando se aman las cosas más humildes y simples, y luego continúa avanzando desde allí. “Para ascender demos el primer paso desde abajo, presentándonos todo el mundo material como un espejo a través del cual podemos pasar a Dios, quien es el Artesano Supremo”, escribió. Continúa diciendo: “El poder, la sabiduría y la benevolencia supremas del Creador brillan a través de todas las cosas creadas”1.
Te animo a que apliques esta introspección espiritual casi literalmente. No empieces tratando de amar a Dios o incluso a la gente; ama las rocas y los elementos primero, muévete a los árboles, luego a los animales, y luego a los humanos. Los ángeles pronto parecerán una realidad posible, y entonces Dios está tan solo a un pequeño salto de distancia. De hecho, podría ser la única forma para amar, porque el modo en que haces algo es el modo en que haces todo. En la Primera Carta de Juan esto se expresa en una manera bastante frontal: “Cualquiera que diga que ama a Dios y odia a su hermano [o hermana] es un mentiroso” (4:20). Al final, o amas todo o hay una razón para dudar de que amas algo”. Este amor y belleza únicos fueron descriptos por muchos teólogos medievales y otros como la “Gran Cadena del Ser”. El mensaje era que si fallabas en reconocer la Presencia en cualquiera de los eslabones de la cadena todo el universo sagrado se vendría abajo. Realmente era “todo o nada”.
Dios no empezó a hablarnos con la Biblia ni con la iglesia ni con los profetas. ¿Realmente pensamos que Dios no tuvo nada que decirnos durante 13.7 billones de años, y empezó a hablarnos tan solo en los últimos nanosegundos de la era geológica? ¿Acaso toda la historia anterior a nuestros textos sagrados no proveyó una base para la verdad o la autoridad? Claro que sí. La irradiación de la Presencia Divina ha estado brillando y expandiéndose desde el principio de los tiempos, antes que hubiera ojos humanos para ver o saber de ello. Pero a mediados del siglo XIX, aferrándonos a la certeza y a la autoridad, la iglesia fue perdiendo rápidamente frente al racionalismo y el cientificismo, y fue así que los católicos declararon al papa “infalible”, mientras que los evangélicos decidieron que la Biblia era “inerrante”, a pesar de que no habíamos tenido ninguna de esas dos creencias durante 1.800 años. Es más, estas declaraciones hubiesen parecido idolatría para la mayoría de los primeros cristianos.
La creación —ya sean planetas, plantas o pandas— no fue tan solo el calentamiento previo para la historia humana o la Biblia. Si tan solo pudiéramos aprender a mirarlo con humildad y amor, veríamos que el mundo natural es su propia historia, buena y suficiente. Para poder hacerlo necesitamos práctica contemplativa, así como frenar nuestras mentes ocupadas y superficiales lo suficiente como para ver la belleza, permitir la verdad y proteger la bondad inherente de lo que hay —ya sea que me beneficie o complazca, o no.
Cada regalo de comida o agua, cada simple acto de bondad, cada rayo de sol, cada mamífero cuidando a su cría, todo eso emergió de esta creación original e intrínsecamente buena. Los humanos fueron concebidos para disfrutar esta realidad siempre presente —una realidad que muy a menudo fallamos en alabar, o peor aún, ignoramos y tomamos por sentada. Como describe el Génesis, la creación se despliega en seis días, implicando una compresión evolutiva del crecimiento. Tan solo en el séptimo día no hay movimiento. El patrón divino está establecido: El hacer debe ser balanceado con el no-hacer, que es lo que se llama “descanso del Shabat” en la tradición judía. Toda contemplación refleja una elección y experiencia de séptimo día, dependiente de la gracia en lugar del esfuerzo. El crecimiento completo implica tiempo y puesta en escena, actuar y esperar, trabajar y descansar.
Todos los demás seres sensibles hacen también sus pequeñas cosas, ocupan su lugar en el ciclo de la vida y la muerte, espejando el eterno vaciamiento de sí mismos y la eterna re-llenura de Dios, y de alguna manera confiarle todo a esto —como hizo mi perra Venus cuando me miró y luego alzó la vista hacia el frente y humildemente bajó su nariz hasta el suelo mientras la poníamos a dormir. Los animales temen el ataque, por supuesto, pero no sufren de miedo a la muerte. En contraste, muchos dijeron que el miedo y el evadir la muerte es el único absoluto de cada ser humano.
Si podemos reconocer que pertenecemos a tal ritmo y ecosistema, e intencionalmente nos regocijamos en él, podemos empezar a encontrar nuestro lugar en el universo. Comenzaremos a ver, como Elizabeth Barret Browning, que la tierra está abarrotada de cielo, Y cada arbusto corriente se incendia con Dios.
Bendición Original, No Pecado Original
El trabajo esencial y verdadero de la religión es ayudarnos a reconocer y recuperar la imagen divina en todo. Es reflejar las cosas correctas, profunda y completamente hasta que sepan quiénes son. Un espejo refleja por naturaleza imparcial, igual, fácil, espontánea e interminablemente. No produce la imagen, como tampoco la filtra según su percepción o preferencia. Reflejar de manera auténtica tan solo puede manifestar lo que ya está ahí.
Pero podemos expandir esta idea del reflejo para tener otra forma de entender nuestros temas claves en este libro. Por ejemplo, hay un espejo divino que podría llamarse la “Mente de Cristo”. El espejo de Cristo nos conoce y ama completamente desde toda la eternidad, y refleja aquella imagen hacia nosotros. Lógicamente no puedo probarte esto, pero sí sé que las personas que viven dentro de esta resonancia son tan felices como saludables. Aquellos que no resuenan ni responden con las cosas que tienen a su alrededor solo crecen en soledad y alienación, y siempre tienden invariablemente hacia la violencia en alguna de sus formas, aunque solo sea hacia ellos mismos.
¿Entonces ven de igual manera el encantador significado de la declaración de Juan: “No es porque no saben la verdad que les escribo, sino porque ya la saben” (1 Juan 1:21)? Está hablando de un entendimiento implantado en cada uno de nosotros —un espejo interno, si quieres. Hoy día muchos simplemente lo llamarían “conciencia”, y los poetas y los músicos podrían llamarlo “alma”. El profeta Jeremías lo llamaría “la Ley escrita en su corazón” (31:33), mientras que los cristianos lo llamarían “el Espíritu Santo que mora en nosotros”. Para mí estos términos son en gran manera intercambiables, ya que se aproximan al mismo tema desde trasfondos y expectativas distintas.